Fragmento de "El espejo de mi soledad", escultura pública, Teatro Alcázar, Madrid, de Esperanza d'Ors

Hace ya veinte años, y coincidiendo con el inicio del nuevo siglo, realicé una reflexión escultórica a partir del mito de Narciso. Vivíamos, y vivimos, en una sociedad donde el culto al cuerpo ocupaba, y ocupa, gran parte de nuestro existir. El resultado fue una veintena de obras que mostraron ante todo la contradicción que nos habita: el rechazo a la imagen que el espejo nos devuelve de nosotros mismos. De ahí arranca, ya que la ciencia médica lo permite, el intento de transformación de nuestros rasgos y hasta de nuestro sexo, senda que una vez iniciada no tiene final, pues es, a la postre, la búsqueda de un imposible: “la perfección”. Un sueño inalcanzable, al ser un concepto mutante y escurridizo. Según redacto este artículo, escucho a un científico de Barcelona, decir que estamos preparados para lograr un ser humano que puede vivir doscientos años sin envejecer; pero, claro, dice, habría que elegir a quienes hacer el tratamiento… Y como en los comics de nuestra infancia me oigo decir: “¡Vade retro, Satanás!”.

Pero el rechazo a nuestra imagen continua, ya que existe “el otro”, que, transformado en espejo, nos devuelve lo que ansiamos borrar en nosotros mismos, nuestros fracasos, incapacidades y egoísmos. Y este rechazo podría multiplicarse hasta el infinito puesto que se prolongaría hasta aquellos que, distintos a nosotros, por raza y costumbres, habitan ya tan cerca, en esta nuestra aldea global.

Ha transcurrido casi un cuarto de siglo, y hoy, insatisfechos, continuamos en la inútil batalla: borrar también lo que hemos sido a lo largo de los siglos de nuestra trashumancia, constatando de esta manera, que la anhelada civilización, pese a sus avances, y medios, no vence nuestros peores instintos de destrucción.

Ha nacido “la cultura de la cancelación”, la eliminación de la memoria, tan necesaria para no repetir los errores cometidos. Hemos comenzado derribando estatuas conmemorativas y, yendo hacia atrás, hasta se intenta prohibir la lectura de Homero a los estudiantes… Y la nueva diosa Carol Hanisch, con su tesis “Todo lo social es político”, desea eliminar el fracaso personal, hablando de culpas globales y víctimas del “statu quo”. Una idea que encuentra perfecto abono en la desaparición de la civilización judeo-cristiana, espacio que es ocupado por la política; a la postre, por la ideología de lo correcto, que asumirá la tarea de convertirnos en seres inocuos.
Por eso, el ámbito privado debe ser reconquistado con urgencia, o el nuevo virus, con ayuda de los algoritmos, nos dictará cómo comer, cómo vestir, cómo hacer el amor o como traer hijos al mundo… Una batalla despiadada ha comenzado haciendo del mundo un lugar irrespirable, del que no podremos escapar. Y, ¿a cambio de qué?

Llega a mi memoria el pensamiento orsiano, tan mal entendido, de que “la libertad es un suspiro entre dos opresiones”. Cuando el futuro está escribiendo: “La libertad es esa jaula que alguien diseña para ti”.

“¡Que se rompa mi quilla y vaya al mar cuanto antes!”, escribe Arthur Rimbaud, en El barco ebrio.
Resulta curioso constatar que todo ello conviva de forma insistente en los géneros artísticos, sobre todo en la narrativa y el teatro, con la “autoficción”, intento de construir una nueva verdad, la tuya, incierta, pero consoladora, para satisfacer, proteger o ayudar a encontrar algo de belleza y heroicidad en nuestra pequeña biografía. Las palabras como manto protector de la insoportable intemperie.

La escritora colombiana Consuelo Triviño Anzola, con una considerable producción literaria, que se inicia en 1998 con el éxito de Prohibido salir a la calle (Planeta), me entrega su nuevo libro, Ventana o pasillo (Seix y Barral), con la ilusión de que mi lectura acompañe el dibujo, emocionante, de la reconstrucción de su vida. La imagen final tras su lectura es la de una niña que camina con un cuaderno en las manos, “el cuaderno que llevas contigo, como la tabla de un náufrago”. Un cuaderno de hojas blancas, desordenado, donde Consuelo Triviño Anzola nos contará con férrea insistencia, su voluntad de vivir en la literatura y por la literatura.
Todo ha sido dispuesto por el destino para que así sea. Desde que llega al mundo, muy pequeña y con un frágil y enfermo corazón, va a ser sometida a ser “ella y la otra”, para, desde su soledad, construir el techo que toda criatura necesita para sobrevivir. Primero, de hospital en hospital por su lesión coronaria; después, de pueblo en pueblo, y, finalmente, arrancada del precario hogar familiar, va a transcurrir su vida hasta que alcanza la edad de elegir su propio camino, que afrontará con inusitada valentía, puesto que al acabar sus estudios universitarios, y a pesar del estatus conseguido y sus abiertas posibilidades, abandonará Colombia para venir a España, con –¡oh, asombro!– la literatura como único escudo: el mundo de las palabras que habitan los libros. Una irrenunciable voluntad no elegida desde la joven y lógica inconsciencia, sino desde el conocimiento de la dureza del mundo ya experimentada.

Sus progenitores son dos personajes literarios que, aunque nunca sabrá si se amaron, es consciente de que pusieron en pie sus primeras referencias literarias, abriendo con ello el caudal de su fantasía.

«Por hacerme compañía», grafito de Esperanza d’Ors

 

La potencia arrolladora de una madre, que camina con sus hijos en brazos por los pueblos más pobres, como enfermera de la Sanidad pública, y cuya función se prolonga, mucho más allá, como madre universal, consuelo de los afligidos. Una mujer que marcha incansable hacia tierras desconocidas, que limpia muros, desinfecta muebles y se instala, una y otra vez, con su modesto instrumental para “enjugar lágrimas, curar heridas, calmar los ánimos, socorrer espíritus perdidos y salvar y proteger al perdido por la violencia”. Esa madre que, al anochecer, aún tiene fuerzas para acunar a sus hijos, con versos, historias y canciones que serán el impagable alimento transferido al pequeño cuaderno de Triviño Anzola.

Y un padre, que aparece y desaparece, pero que cuando llega trae la alegría, no exenta de desconcierto, con sus historias y sus arias de ópera, cantadas en italiano, cuyas letras llenas de misterio permanecerán también en el cuaderno. El padre que evita la rutina y huye de responsabilidades hogareñas. Un padre que adoró primero y rechazó después, pero que le enseña a “cuestionar el orden social, las imposiciones de una estructura que consume las fuerzas a la humanidad, las injusticias y las asimetrías sociales que nos lastran”. Y que deja, al marchar al hospital donde morirá, tres consejos finales bajo su juego de llaves. Y, ella llena de culpa, se pregunta qué derecho tiene a juzgar y a condenar, cuando nunca supo de sus razones, llorando irremediablemente por el abandono al que le sometió, cuando viejo no podía ya escapar de aquel cuarto suyo que, como prisión, construyó para él una madre posesiva, un día.

Se verá obligada a una trashumancia continua, que no le permitirá hallar el rincón definitivo, ni el silencio necesario. “Desde que naciste ya habías empezado a viajar. La vida es un viaje, pero nosotros fuimos una familia errante”. Tantos serán los pueblos vividos de su infancia, esos “caminos polvorientos e inundados, hasta llegar a ese punto de la geografía, que borra la distancia y expulsa el tiempo…”. Todo quedará para ser escrito… “Cuántas posibles vidas que la suerte daría a la memoria”. escribe Borges.

Sabía lo que abandonaba y las lágrimas inundaron sus primeras tentativas, sus idas y venidas. Y por eso ya, siempre, su estar aquí y allí, entre la patria impuesta y la elegida. Pero conoce la provocadora frase de Zaratustra: “El placer de lo incierto, de lo aún no vivido, constituye la prehistoria de nuestra humanidad”. Y, guiada por sus dioses literarios, siente que el deseo de aire, de más aire. debe gobernar su vida, siguiendo a Cernuda.

“¿Acaso preferías regresar para volver a marcharte?”, se pregunta, sin embargo. Ya, desde la adolescencia había aprendido ese texto en el comienzo de Historia de dos ciudades que dice: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura, la época de las creencias y de la incredulidad, la era de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperanza”. Poco importaba, entonces, continuar marchando.
Decenas de personajes constituyen la personal odisea de nuestra escritora, que merecerían, por si solos, un relato. Pongamos ese Alejandro que llega a la hacienda y, sin motivo, se queda, ganándose el afecto de todos; para dos años después, una mañana, también sin motivo, decidir seguir su camino, siendo despedido con lágrimas por todos en los límites del pueblo.
La “Singer”, aquella provocativa muchacha, cuya belleza y juventud, una máquina de coser y descoser amores, y los secretos inconfesables que guarda, terminan por desencadenar una tragedia entre los hombres que allí se la disputan.

El abuelo paterno, sastre, que marcha a Putumayo, en el Perú, con la promesa de un trabajo de confeccionador de uniformes para el ejército, y cuyas cartas narran el más desconsolado destino. Su pérdida definitiva sería responsable no solo de la hermosa y frustrada historia de amor de la abuela, sino, finalmente, de la protección nociva sobre el hijo que ella tuvo con él, el padre de Triviño Anzola.

Aquel otro hombre que compra una tela de buen paño y encarga a la abuela un traje, que paga al instante, pero que no recoge y termina guardado en un baúl, perfectamente doblado, hasta que, siete años después, aparece para recogerlo.

“Polibiótico”, el perro con nombre de terminología médica, que le enseñó a entender la lealtad del instinto. Noble y leal animal que esperaba a su madre a la puerta de las casas de los enfermos, y le acompañaba a atender partos a altas horas de la noche o a las madrugadas, siempre protegiéndola, hasta morir en su seguimiento atropellado por un camión.

Y, en todo momento, un denso universo femenino formado por abuelas, tías y primas, transportadoras de mitos y ceremonias ancestrales. Las mujeres y… la sangre, presencias permanentes. La sangre que nunca termina por “las mil guerras que vivieron los antepasados, la de los de los muertos y desaparecidos, que arrastran nuestros ríos”, y de las heridas de la violencia que aquella madre suturaba en los abandonados centros de salud.

Por último, ese Madrid, a donde llega perdida, sólo con una dirección postal. Y, al bajarse del taxi en la Casa de las Flores, en Argüelles, recuerda ilusionada que allí residió Neruda. Y luego, también las casas de Pérez Galdós y Emilia Pardo Bazán, o de García Hortelano, y Rafael Alberti y María Teresa León. Y comienza respirar el olor a tinta de imprenta, empezando a soñar con libros nuevos, con su nombre en la cubierta.

Y, siempre, la pregunta sin respuesta de dónde está el hogar, dónde arraigar, sabiendo desde muy pronto que “no se arraiga en un lugar, sino en una idea, en un sueño, en un espejismo”.

Decíamos que el destino estaba escrito para aquella niña que caminaba con un cuaderno entre las manos. Pero qué difícil ha sido para ella cumplir su propia sentencia: “El mundo se descubre cada mañana al despertar, y debe conquistarse”. Porque sí, hablamos la misma lengua, pero no el mismo idioma, y son las diferencias, el color de nuestra piel, los achinados ojos y tantas mezquinas razones las que nos distancian de los que deberíamos llamar hermanos, porque lo son, cuando llegan enamorados llamando a nuestras puertas…

Es la suya una lucha ganada milímetro a milímetro. El derecho a una casa, la nacionalidad, escribir artículos, impartir clases, publicar libros o tener amigos.

Retrato de Consuelo Triviño Anzola

 

Consuelo Triviño Anzola, tras tantos libros y tanto caminar, tiene aquí su habitación propia. Ese lugar soñado desde siempre para abrir en paz el Cuaderno. Y descubre en el cristal de la ventana, en su rostro, las señales del tiempo y el esfuerzo, pero también, ¡oh, milagro!, descubre en él al fin, el rostro de aquél, su igual, que ya camina a su lado y es además poeta. Y sabe que, al amanecer, una mano se desliza bajo las sábanas buscando la suya, y todo será un poco más fácil al levantar la persiana y salir a conquistar el día.

Cuando la angustia invada mi corazón, recordaré la anónima canción alemana que aprendí de niña y agradecida volveré a cantar:

“Die Gedanken sind frei.
Wer kann sie erhalten?
Sie fliegen vorbei
Wie nächtliche Schatten.
Kein Mensch kann sie wissen,
Kein Jäger erschiessen.
Es bleibet dabei:
Die Gedanken sind frei!”

“Los pensamientos son libres.
¿Quién los puede alcanzar?
Ellos vuelan
como sombras nocturnas.
Ningún hombre puede saberlos,
ningún cazador los podrá derribar.
Permanecerán ahí siempre:
¡los pensamientos son libres!”

Y recordaré, con gratitud inmensa, también a mi tocaya Nadezhda Mandelshtam, escritora judía y esposa del poeta Ósip Mandelshtam, arrestado por su poema satírico contra Stalin y llevado a un campo de concentración, y, cómo ella, para salvar los versos de su inevitable destrucción decide aprenderlos de memoria. El más hermoso canto de amor, narrado en su libro Contra la desesperanza (Acantilado).

No, nadie podrá arrebatarnos nunca nuestra memoria imbatible.

Dibujo a bolígrafo de Javier García, 2021

 

Esperanza d’Ors es artista