Después de triunfar en la Sala Fernando Arrabal de las Naves del Matadero de Madrid durante un mes, y de probar otros públicos como el de Sevilla y Málaga, #El Jurado, dirigido por Andrés Lima, sale de gira por toda España. Llegó el viernes al Niemeyer de Avilés y el sábado al Teatro Jovellanos de Gijón, con una diferencia en el reparto en uno de los papeles centrales: Fran Perea en Avilés y Pepón Nieto en Gijón dieron vida al jurado número 5, el único que no tiene claro que el acusado sea culpable.

El montaje lleva a escena el texto escrito por Luis Felipe Blasco Vilches en el que un jurado popular español debe decidir la culpabilidad o no de un político acusado de corrupción. Es inevitable la referencia al clásico de Reginald Rose, Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men), obra escrita inicialmente para televisión, y que fue posteriormente adaptada al cine y al teatro. Más conocida por la versión cinematográfica, aquélla examinaba el tema de la pena de muerte en EEUU en los años 60; y ésta pone en su punto de mira uno de los asuntos más vergonzosos de la actualidad de nuestro país. La corrupción y su permisividad, la función de la justicia en una sociedad democrática y de libertades, la normalidad con la que los ciudadanos españoles asumen los comportamientos inmorales e ilegales e incluso los practican y hacen propios, mientras los censuran en otros, e incluso el sentido mismo de la democracia, salen a escena en el diálogo espontáneo de la gente de la calle, reflejada con habilidad en los nueve miembros elegidos para ese jurado popular.

A lo largo de la obra se oyen frases de unos u otros personajes que resultan familiares en esta sociedad: «todos los políticos son unos ladrones», «si hay políticos corruptos es porque también hay ciudadanos corruptos», «¿votarían a un político corrupto?, «parece que a la gente le da miedo hablar», «el sistema es una porquería», «un hipódromo sin caballos», «nos llaman anti-sistema pero somos pro-sistema», «a veces no se trata de mentir sino de diluir la verdad para que parezca cualquier cosa», «la que está cayendo», «La libertad sin justicia es un fracaso», «todos son culpables; unos por robar, otros por dejarlos y otros porque los votan», «me da vergüenza decir que mi hijo está en el paro», «a mí lo que me da vergüenza es este país, no el dolor de la gente», «hay que predicar con el ejemplo», «el poder económico domina al poder político», «necesitamos limpiar las instituciones para que los empresarios honrados…», «no soy ni un héroe ni un mártir», «cuando perseguimos la libertad, nos damos cuenta de que depende de los demás»…

No se trata de un texto de ideas, lentos y costosos siempre en el teatro, pues la prioridad no es tematizar sino contar una historia, un proceso, un procedimiento judicial que requiere en sí mismo del diálogo entre personajes, y es ahí donde aparecen todas estas cuestiones. Por este ser doblemente dialógico de la obra, al ser teatro y al construirse argumentalmente a partir de la confrontación de ideas y de turnos de palabras, el espectador se ve envuelto desde el principio en el mismo juego de preguntas y respuestas, de sentencias y opiniones, y sale también preguntado y opinando, como jurado que es, en definitiva, no sólo de lo que ocurre con ese otro jurado en el teatro sino también de todo aquello que sucede en la vida. ¿Somos capaces de ejercer la misma justicia que exigimos? ¿Y la misma rectitud y honradez en nuestras acciones que las que esperamos de los demás?

Los personajes de la obra son, como dirá su director, una especie de «coro de nueve cabezas», pues en definitiva todos ellos tiene la función de reflejar en conjunto a la sociedad plural española. Un pequeño empresario, la madre de un parado, un fanático del fútbol, una activista de izquierdas, un maestro, una inmigrante nacionalizada, un ultraconservador, una cerebro fugado y un prejubilado, cada cual con sus características de tipo, pero también personales, que los harán acercarse y alejarse en función de las votaciones y deliberaciones.

En el retrato que se nos ofrece de nuestro mundo, se puede observar cómo, más allá de la condición social, económica o cultural, los extremos se tocan, y más aún si cabe en estos temas, como ocurre con el personaje más conservador y el personaje más de la calle, interpretados a la perfección por Víctor Clavijo y Canco Rodríguez, respectivamente, dos de las actuaciones más destacadas del elenco. Se ve esto, por ejemplo, cuando se unen en lo mezquino, para reírse de la inmigrante china de forma despectiva, o cuando los reproches de uno al otro en un enfrentamiento por la desigual seriedad ante una votación resultan bien coincidentes: «la democracia es una mierda porque cada ciudadano es un voto; pues yo voto y venga» o «la democracia es un fraude porque tu voto y el mío valen igual. Tú eres un parásito. No tendrás ni el graduado. Yo tengo una carrera. Y un máster».

Los personajes que componen el jurado comienzan aparentando ser un dechado de virtudes que juzgan mayoritariamente culpable a Federico Quirós y a medida que avanza la obra, se va descubriendo que casi todos tienen algo que esconder. Esta es una idea recurrente en el montaje; cuando al principio de la misma un personaje dice «todos los políticos son unos ladrones», otro personaje le responde «Son personas…», como presuponiendo que en todas las personas existiese ese afán por conseguir un beneficio propio sin merecerlo y con actos ilegales.

El descubrimiento de estas debilidades en algunos personajes no será casual y esa es la esencia del suspense. Al final de la obra se verá cómo las que no surgieron de manera espontánea (como que el Presidente del jurado facturaba sus compras personales como gastos de empresa, el cambio del voto del aficionado al fútbol para poder irse cuanto antes al partido España-Argentina y la aparente despreocupación de la china) fueron todas motivadas, directa o indirectamente, por la acción del maestro, el único que en la primera votación había votado «no culpable». El conocimiento del apoyo de Quirós en la próximas elecciones al tema de los desahucios hará cambiar el voto del prejubilado (Josean Bengoetxea) que ha avalado con su casa la hipoteca de su hijo, sobre el que pesa una orden de desahucio. Las dudas sembradas sobre la moralidad de las conductas del joven empresario (Víctor Clavijo), que no denuncia una ilegalidad en la adjudicación de un contrato con la administración sino que entra en el juego ofreciendo un mayor porcentaje, y la activista de izquierdas (Luz Valdenebro) que se revela como la administradora de la ONG La Escalera, juzgada por cuentas fraudulentas, cambiarán su voto en la penúltima votación. Y finalmente, con la extorsión a la doctora en química (Cuca Escribano), personaje que cumple su deber con responsabilidad, resiste los argumentos del maestro e incluso explicita sospechar de él, llamándolo en varios momentos «manipulador», se consigue un 8-1 en la última votación; sin duda éste es el caso más doloroso pues el personaje está convencido de la culpabilidad del político pero cede a cambio de un favor médico: adelantar la operación de su pareja que tiene un cáncer de páncreas.

Sólo queda el personaje de la madre, a la que nadie logra convencer, ni siquiera cuando maestro y doctora lo intentan hablando de un proyecto que dará trabajo a la gente de la construcción y que podría suponer el futuro de su hijo. Es la única que no cede ante su debilidad. El personaje de la madre, interpretado con dominio por la actriz cómica Isabel Ordaz, representa al pueblo llano, sin formación, con un uso del lenguaje incorrecto y con una situación familiar difícil (trabaja limpiando escaleras por 450€ al mes y su hijo en casa en el paro), pero que detenta también la sabiduría popular que da la escuela de la vida: es la única que se entera de que la doctora tiene un móvil o que el prejubilado miente respecto a su hijo; la única que no entra a las coacciones de nadie porque cuando ve que la conversación no le interesa la salva con un «qué bochorno hace. Va a llover»; es sin duda la más bruta en el decoro social (se le escapa un eructo y se atreve con frases como «la justicia del pueblo sería colgarlo de una higuera»), pero al final sólo ella se mantiene fiel a su primera votación de «culpable», entre otras cosas porque no tiene nada que ocultar.

En cambio, el personaje que durante toda la representación aparenta ser el de conducta más recta, el primero que votó «no culpable» con el supuesto fin de asegurar que se cumpliesen todas las fases del procedimiento, y en el que el texto delega la responsabilidad del prodesse para otros personajes pero también para el público («para que las cosas cambien, tenemos que cambiar nosotros», «la justicia empieza en uno mismo y en la honradez», «cuando lo hacen los demás es corrupción y cuando lo hacemos nosotros no pasa nada»), al final resultará ser un canalla extorsionador y sin escrúpulos, que trabaja a comisión, y que se aprovecha de la información que tiene de cada miembro del jurado para debilitarlos. Es el personaje moralmente más odioso pero curiosamente resulta atractivo para el público, en especial cuando lo interpreta Pepón Nieto (quizá ésta sea la mayor diferencia respecto a la actuación de Fran Perea en Avilés), y eso que Pepón confunde Gijón con Oviedo en unas frases finales del texto. Conseguir esta proximidad es muy importante porque completa al personaje con giros y dobleces, habituales en estos seres viles y corruptos, que luego en el trato cercano, o mediático incluso, se ganan a las personas. Es el recto, el juicioso, la voz de la conciencia, que se descubre al final usurero y de una maldad obscena, tan obscena que resulta inverosímil e incluso despierta gracia más que enfado (lamentablemente como en la vida misma).

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La comicidad salpica el diálogo en toda la función. Mucha es comicidad verbal, de chistes tendenciosos sobre extranjeros, tan abusivos como injustos, pero cuya explicitud descarada hace reír al auditorio («Los negros son buena gente. Nos lo han demostrado. Pero los moros y los fumanchú…»). O la comicidad no verbal, como cuando en uno de los giros de la tarima se ralentizan las acciones de los personajes y se les ve en actitudes absolutamente ridículas para el contexto. También despiertan la carcajada, situaciones sociales tremendas convertidas por su lamentable cotidianidad en chiste, como cuando la madre le pregunta al aficionado de fútbol que por qué sabe que su hijo está en el paro y él le responde «porque estamos todos en paro». O en su versión escénica, cuando proceden a leer la transcripción de una llamada del tal Quirós a uno de sus amigos a modo de teatrillo dentro del teatro.

Son especialmente exitosos los momentos de los personajes más graciosos del reparto, el quinqui, la madre y la china, sobre todo cuando las palabras o sentencias de los dos primeros recogen el pensamiento de los espectadores, poniendo nombres reales, aunque vulgares, a las situaciones injustas (la madre dirá varias veces «qué hijos de puta») o con frases célebres como «entre pijos y perroflautas este país se va a la mierda». El papel de la china (Usun Yoon), que quizá sea el personaje que más se ríe de ella misma («a mí me suena a chino») y del resto, parece ser también una apuesta de la dirección por la comicidad, aunque en ocasiones raye la inverosimilitud, tal vez buscada en los efectos naturalistas de una actuación demasiado exagerada y de la rigidez de alguien que no domina el código.

Del mismo modo se convierte la propia justicia y sus mecanismos en objeto de mofa. Desde el principio de la obra, el clima dramático propio de la cinta clásica estadounidense se invierte por completo en la versión española. Todos los personajes se muestran como si aquello les importase nada, poco o lo justo como para cumplir con su función. Ese choque entre la seriedad esperada de un procedimiento judicial y la actitud relajada, pasota y frívola de la mayor parte de los miembros del jurado sitúa al espectador ante un dislate, más familiar de lo que nos gustaría, que despierta la sonrisa. El Presidente, un acertado Eduardo Velasco, contrapunto de actitudes exasperantes y cómicas, será el domador de las fieras de este circo.

Y puestos a reírse, hacerlo también de uno de los procedimientos básicos de cualquier democracia que se sustenta en una libertad garantizada por la justicia, como son las votaciones, ridiculizadas como procedimiento al equiparar sus resultados con los de un partido de fútbol, al exigir una votación secreta que después se quiere conocer o al convertirla en recurso de todo y de nada (como cuando el personaje de la china dice: «podemos votar si estamos de acuerdo en votar o no votar»).

Sin duda esta tonalidad cómica tiene más del esperpento de Valle Inclán que del thriller americano que inspira, por otro lado, gran parte del montaje y algunos de los componentes fundamentales del mismo, como son la luz, la música y la escenografía. El trabajo de iluminación de Valentín Álvarez, en blanco y negro, roto por focos de luz intensa, directa a veces, parpadeante otras, que recuerdan a los de los interrogatorios, o con tonalidades rojizas cuando la tensión de la escena y el calor aumenta, nos traslada desde luego a la estética del cine negro americano. La música de Jesús Durán completa ese clima con partituras que recogen referencias estéticas y musicales de los grandes compositores de jazz, que transportan al público a ese mundo cinematográfico y social de los años 50-60, al tiempo que consigue convertir a los actores en bailarines de una coreografía de distintos ritmos, sincronizados a la perfección con la luz y con el movimiento, más pausado o acelerado, del elemento central de toda la escenografía de Beatriz San Juan: una tarima que ocupa toda la zona central del escenario y sobre la que se sitúa el único objeto escénico, una gran mesa y las sillas para los nueve miembros del jurado, en claro homenaje a la cinta clásica de Sidney Lumet. La tarima móvil será el espacio escénico del dentro y en los descansos los personajes saldrán fuera bajando esa tarima; y para marcar los ritmos distintos de la justicia, lenta, y de la vida, frenética, los actores acompasan sus movimientos al ámbito en el que se encuentren. Se diferencian así dos planos fundamentales en el desarrollo argumental de la obra y en la creación del necesario suspense del thriller: mientras que en la tarima transcurre el procedimiento judicial y se conoce a los miembros del jurado como tal, fuera de ella, en los tiempos de relax, los diálogos entre los personajes en pequeños grupos o parejas permiten profundizar en el conocimiento de las personas. El efecto de la apuesta escenográfica, explotado con inteligencia en la entrada y salida a escena de los actores, supone al mismo tiempo un voluntario acercamiento al mundo del cine, pues la estructura giratoria va cambiando la perspectiva del espectador como si de un travelling se tratara, donde los actores alteran su posición sin necesidad de moverse. En palabras de Andrés Lima, responsable de la dirección, «es como si el espectador tuviera el mando a distancia»; para acelerar las partes más tediosas de un proceso judicial y ralentizar las más interesantes. Y siempre con el poder de apagar cuando quiera. Los públicos de Avilés y Gijón, desde luego, no le dieron al off a esta completa, interesante y trabajada dramaturgia.

Rosana Llanos López es profesora
rllanoslopez@hotmail.com