Lo que llamamos una «obra de arte» es el resultado de una acción cuyo objetivo finito consiste en provocar en alguien desarrollos infinitos.
Paul Valéry, «El infinito estético» (1935) [1]

El trabajo creativo seguramente nace, o lo hace en muchos casos, de la tensión entre la voluntad de insistir y la tentación de desistir, de la anticipación del éxito y la previsión del fracaso [2]. Para quien ama la actividad creativa por encima del objeto creado, decepcionante en la mayor parte de los casos y tan propenso a los estragos del fetichismo [3], que es algo así como la gentrificación del trabajo artístico, seguramente no sea del todo importante dar por concluida su tarea en uno u otro punto del proceso. Insistir y desistir no dejan de ser polos complementarios del existir artístico, entendido como un estado de alerta, de búsqueda e interrogación, satisfactorio en sí mismo, al que el hallazgo y la respuesta, el objeto consumado, por el contrario, clausuran [4]. Al espectador le corresponde ser capaz de ver la obra como obra, es decir, como proceso, en el mismo sentido que aplicamos sin problema el término obra en la construcción civil y, en cambio, tanto nos cuesta trasladar al arte, supongo que precisamente por el efecto reificador de la transformación del objeto en fetiche. En el arte, la «completitud» del objeto debería darnos igual, porque este es un parámetro propio del objeto práctico, el que espera una valoración basada en la eficiencia. La ineficiencia y falta de practicidad de lo artístico permiten, en cambio, burlarlo. En el fondo, ¿en qué se diferencia un objeto artístico acabado de uno inacabado?

Todo lo anterior me parece correcto, pero al mismo tiempo es problemático, porque me he servido de una idealización, o sea, de un truco: he presupuesto, un poco como el físico que pasa por alto el rozamiento de un cuerpo en movimiento sobre la superficie en que lo hace, un mundo en que el proceso artístico es ajeno a los procesos de producción y al mercado, cuestiones prácticas donde las haya y que afectan al arte como a cualquier otra actividad. En el caso de la música, por ejemplo, no se puede pasar por alto que parte del proceso creativo pasa por la sala de grabación, y que esta se encuentra ya al servicio de la industria de distribución y comercialización discográficas. De hecho, buena parte del proceso artístico y del proceso industrial se solapan y resultan, en la práctica, indiferenciables el uno del otro. Es decir, que es un error perseverar en el planteamiento de Walter Benjamin y seguir distinguiendo, por un lado, la obra de arte y, por otro lado, su reproductibilidad técnica [5]: en realidad, y es una realidad cada día más afirmada, los procesos que facilitan la reproductibilidad de la obra son parte, al menos parcialmente, del propio proceso creativo [6].

En el caso de la música, la fase que se realiza en la mesa producción, que es el primer paso de la acomodación de la música a los formatos de reproducción, es inequívocamente parte de la tarea creativa de una canción o de un álbum. Pues bien, esta intromisión de lo que ya apunta a la explotación comercial en lo que proviene del concepto artístico original puede determinar que la cuestión del acabado, de la conclusión, tenga al final más importancia de la que debería tener en un proceso puramente artístico. Explica, también, varios episodios históricos motivados por el conflicto entre el afán clausurador de la industria, que apremia un producto acabado, y la indeterminación artística del punto de conclusión de una obra.

Este es el relato de un artista que lo sufrió en primera persona:

Podría haber sido un gran álbum. Volvía de acabar Horses, de Patti Smith, y disponía de tres días para terminar Helen of Troy antes de empezar una gira por Italia. Pasé dieciocho horas en el estudio cada uno de esos días. Cuando regresé de Italia, me encontré con que la discográfica había ido a su aire y lanzado como disco unas demos. Island tenía sus propias ideas sobre cómo debía sonar el disco y eso era un problema. Además, querían incluir canciones que a mí no me convencían y les parecía presuntuosa mi pretensión de tomar decisiones por mí mismo. Mi voluntad de que Helen of Troy saliese a mi manera no les parecía razonable, justo en un momento de paranoia generalizada porque Island estaba perdiendo porcentaje en el mercado [7].

Helen of Troy (1975) es el último de los tres discos que John Cale grabó para la discográfica Island, con la que es obvio que mantenía una relación insostenible [8]. Island exigía a Cale un disco con un acabado comercialmente eficiente y con la urgencia que el mercado impone; Cale, en cambio, priorizaba dar tiempo al tiempo, es decir, mantener abierto el proceso creativo tanto como fuese posible, aunque solo fuesen tres días. La discográfica trabajaba con una idea premeditada de producto de éxito; el artista lo buscaba sirviéndose del propio proceso creativo como forma de meditación y exploración artística.

Helen of Troy se presenta en ocasiones como «el disco inacabado de John Cale» [9], pero no creo que esta sea una carta de presentación adecuada. El disco que cualquiera puede escuchar es la obra que Island declaró oficialmente acabada, algo que, como razoné arriba, es propio de la perspectiva práctica de quien está en el ajo de lo comercial. Desde este punto de vista, Helen of Troy es un disco tan acabado como cualquier otro. En cambio, para la perspectiva del artista, como también razoné anteriormente, la obra nunca está acabada, podría permanecer permanentemente abierta, en ejecución, sin que eso implique, necesariamente, que el público deba verse en tal caso privado de contemplarla. Desde este punto de vista, Helen of Troy es un disco tan inacabado como cualquier otro.

De lo que Cale se lamentaba, creo yo, es de que las demos editadas por Island privaban al oyente de una parte importante del proceso creativo del músico, independientemente del producto que él hubiese alternativamente puesto en circulación. Helen of Troy no aporta al oyente una idea cabal del ejercicio creativo al que Cale confiaba la «diferencia» de su propuesta artística. No es un disco incompleto: es un disco fallido – «podría haber sido un gran álbum». Por suerte, esto el oyente no lo sabe y es muy probable que lo valore de un modo totalmente diferente. A mí me gusta mucho Helen of Troy, pero confieso que no me deja indiferente saber que existe (¿existe?) una Helen of Troy diferente.

Por cierto, la Helen of Troy, tal como Cale la había trabajado más allá de las demos publicadas, incluía, entre otros muchos detalles, una versión de «God only knows» del maravilloso Pet Sounds (1966) de los Beach Boys. Brian Wilson y sus colegas, aunque principalmente Brian Wilson, el genio creativo tras la banda, nos ofrece otro caso interesante sobre la tensión entre la urgencia comercial y la infinitud del tiempo creativo. Aunque con un desenlace bien diferente. Pet Sounds fue una cúspide difícil de igualar, pero el talento artístico de Brian Wilson no se podía conformar con permanecer a sus pies una vez lograda. Preludiado por el sorprendentemente poliédrico «Good vibrations» [10], el concepto del nuevo álbum, SMiLE, no llegó a consumarse como tal en tiempo y forma. Muchas dificultades técnicas y demasiada confusión mental en la banda. Derek Taylor, el mánager al que la banda había confiado la renovación de su imagen, tuvo que declarar definitivamente abortado el proyecto. Lo que abocaba al grupo a un serio problema, porque debía contractualmente a Capitol un álbum en el año 1967 en curso. La primera alternativa que exploraron fue la de avanzar con un contencioso legal; la segunda, y definitiva, la de componer un álbum de compromiso hecho de jirones de SMiLE [11]. El disco en cuestión es el Smiley Smile, que pocos dirían hoy que es algo así como una obra de bricolaje a partir de desechos. Para la crítica, inaugura un estilo que unos han calificado de modular, otros de protominimalista y alguno, peor intencionado, como un trabajo de música de librería.

Esto les sonará: a mí me gusta mucho Smiley Smile, pero confieso que no me deja indiferente saber que existe un Smiley Smile diferente. ¿Y existe? Pues en este caso, sí. Es más, no una, sino dos recreaciones de aquel concepto original: uno firmado por Brian Wilson en 2004 y otro por toda la banda en 2011. ¿Mejoran el Smiley Smile de 1967? No caeré en la tentación de solventar la cuestión con un simple juicio de valor. Diré que los sucesivos SMiLE mantienen vivo el interesantísimo organismo que ya era Smiley Smile.

Lo que aquí importa es que el caso de los Beach Boys nos ofrece un estupendo referente para ilustrar la idea de Paul Valéry, según la cual las cosas prácticas obedecen a una temporalidad que tiende a lo finito, a lo limitado, mientras que el orden de lo estético las abre a una temporalidad alternativa que tiende al infinito, a la apertura, a la recreación permanente de lo creado y de lo recreado. Existió un SMiLE acabado, clausurado, tributo de Brian Wilson al sentido práctico y finito, a la temporalidad urgente de la industria musical. Y, a la vez, nunca ha dejado de existir un SMiLE inconcluso, compuesto, recompuesto y recomponible tantas veces como alguien se lo proponga, ofrenda de Brian Wilson al sentido estético e infinito, a la temporalidad insurgente del arte musical.

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[1] Paul Valéry. 2018. La invención estética, Casimiro, p.20. La traducción es de Carmen Santos, José Luis Arantegui y Paul Châtenois.

[2] De esto trata, fundamentalmente, este fantástico texto de Miguel Ángel Ortiz. 2017. Variaciones sobre el naufragio. Acerca de lo imposible de concluir, Fórcola. También, en parte, el intermitentemente interesante de Geoff Dyer. 2023. Los últimos días de Roger Federer y otros finales. Random House. El original es de 2022 y la traducción de Damià Alou.

[3] Gillo Dorfles. 2023. Falsificaciones y fetiches. La adulteración en el arte y en la sociedad, Casimiro. El original es de 2009 y la traducción de Javier Eraso Ceballos.

[4] Lo razona Paul Valery en sus cuadernos (Cuadernos 1894-1945, Galaxia Gutenberg, 2007), estoy seguro y me lo confirma Miguel Ángel Ortiz, pero, maldita sea, no acabo de dar con mi ejemplar del libro. Sus traductores son Maryse Privat, Fátima Sainz y Andrés Sánchez Robayna.

[5] Walter Benjamin. 2018. «La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica», En Iluminaciones, Taurus. El original es de 1936 y la traducción de Jesús Aguirre y Roberto Blatt.

[6] Greg Milner. 2015. El sonido y la perfección. Una historia de la música grabada. Lovemonk. El original es de 2009 y la traducción de Yuri Méndez.

[7] La traducción es mía. He leído el fragmento en dos fuentes secundarias, que no facilitan la original: Wikipedia contributors. 2023. «Helen of Troy (álbum)», Wikipedia. The Free Encyclopedia, https://en.wikipedia.org/wiki/Helen_of_Troy_(album) [consultado: 03.10.23] y Hans Werksman. 2023. «Helen of Troy», Fear is a man’s best friend, https://werksman.home.xs4all.nl/cale/disc/helen_of_troy.html [consultado: 03.10.23].

[8] Los otros son Fear (1974) y Slow Dazzle (1975). Un auténtico trío de ases.

[9] Ignacio Pulido. 2014. «Helen of Troy: el disco inacabado de John Cale», El barco de cristal, https://elbarcodecristal.wordpress.com/2014/06/06/helen-of-troy-el-disco-inacabado-de-john-cale/#:~:text=Lejos%20del%20Nueva%20York%20que,»%20(Island%2C%201975) [consultado: 03.10.23].

[10] El gran «psicodeliólogo» Jim DeRogatis la califica como una «sinfonía de bolsillo». Me gusta. Jim DeRogatis. 2003. Turn on your maind. Four decades of great psychedelic music, Hal-Leonard, p.37.

[11] El principal protagonista de la historia la cuenta en Brian Wilson y Ben Greenman. 2019. Yo soy Brian Wilson… y tú no, Malpaso, pp. 204-10 y 227-29. El original es de 2016 y la traducción de Isabel Zapata y María Lebedev.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo