Es difícil decidir qué idea-resumen dar (hay demasiadas) de la última coreografía de Carolyn Carlson (California, 1943), estrenada en 2021, pues tanto vídeos y promos como teasers y demás nunca dicen del todo verdad ni, en el fondo, puedan dar cuenta de lo que ocurre en escena. De mano, The Tree (fragments of poetics on fire) (El árbol, fragmentos de una poética en llamas) (2021) ahonda, como la propia autora ha reconocido en numerosas ocasiones, en el colapso de la naturaleza; en la deuda que como terrícolas tenemos con el planeta; pero, sobre todo, desde aquí, se nos antoja que habla de lo mucho que dependemos de ese hábitat –aún verde– no solo para vivir y estar en él, sino para entender (todavía) la trascendencia de nuestra propia existencia y, por tanto, el respeto hacia ella. En definitiva, se habla de amor y del trato que se dispensa a ese amor y cómo se realiza. Y todo se hace en presente de indicativo y en femenino singular, intentando dilucidar, desde lo humano, cierta espiritualidad. La artista desde siempre ha explorado esos senderos.

Carlson, leyenda viva de la mejor creación de danza contemporánea que se hace y exhibe internacionalmente, da en The Tree al espectador lo mejor de lo que siempre ha hecho. Y decir que da lo mejor de lo suyo, es decir que lo da en danza contemporánea (lo de la autora aquí y ahora), cómo lee el mundo y su actualidad. Y, por extensión, eso nos recuerda cómo se instituye coreografía a través de una idea, pues muchas obras que ahora se hacen y exhiben son completas probaturas; y cuántas diferencias hay en escena entre ese difuso magma y la vocación literaria, poética y filosófica que siempre han acompañado a la creadora norteamericana.

Pero intentemos ir al grano y explicar lo que se vio y contó en escena el pasado 4 de mayo en el teatro Campoamor de Oviedo. Una de las maravillas que caracteriza el quehacer coreográfico de Carlson es la múltiple dimensión que otorga a todo lo que crea sin que nada chirríe o su entendimiento se malogre. Y eso lo sabe hacer, entre otras cosas, porque Carlson siempre ha tenido a la poesía como elemento basal de todo lo que concibe. No en vano ella es poeta, y lleva toda la vida relacionándose con intelectuales y filósofos. De hecho, The Tree cierra el ciclo dedicado al filósofo francés Gastón Bachelard (1884-1962), después de las piezas Eau y Pheuma y Now. De hecho, ella siempre ha preferido utilizar el sintagma poesía visual en lugar de coreografía; fundamento base y episteme de su reconocida y enorme trayectoria.

Ética espiritual: nomenclátor Carlson

Hablar del significado del contenido coreográfico de Carlson nos lleva a situar The Tree como un canto de esperanza, cuya terminología podríamos encajar en el fraseo contemporáneo de nomenclatura propia, que ella ancla en esencia, entre, podríamos decir, una Martha Graham y una Pina Bausch, siendo el resultado de lo creado completamente diferente, y único en su estilo e impronta. Una especie (y maravilla) de nouvelle vague, que se fragua en el transcurrir de una vida entrelazada a uno y otro lado del Atlántico, y que ella representa como ninguna otra creadora lo ha hecho para la danza: nacida en California, de padres finlandeses y nacionalizada francesa; todo ello durante los grandes cambios de la danza contemporánea que se auspiciaron y nacieron para la historia de este arte en el siglo XX. Casi nada. Y casi todo.

Así que hablar de los problemas de la naturaleza se convierte en un acto de fe a través de un discurso propio, en donde los movimientos se muestran con carácter habitual y doméstico, intentando trasladar al espectador lo que pasa en la vida cotidiana, lo que le altera, y haciendo hincapié en lo que de verdad preocupa: nuestra forma de vivir y construir la vida día a día. Así los fraseos de pauta fija (en The Tree no hay improvisación pautada) tienen de minimalista lo justo, y esbozan siempre acción–reacción, pregunta–repuesta. Es decir, que desde la cotidianeidad se da con la originalidad de un gesto móvil con el que, desde la butaca de patio, es muy fácil identificarse. La clave es la sencillez; o sea, la clave de la universalidad, porque la intención es que se entienda.

Por así decir, los cuadros en que se divide la obra cuentan de principio a fin como cualquier texto literario: problema, nudo y desenlace. Nueve magníficos bailarines explican pormenorizadamente cuáles son y dónde están nuestros problemas. Y todo ello se hace con una gran preparación técnica, de base neoclásica, en donde el contemporáneo se da en estado puro y, dicho sea de paso, limpio. El movimiento corporal que crea Carlson es tan concreto como sincrético, lo que quiere decir que la norteamericana intenta condesar en un gesto (o sea, digamos un pulso musical) un estado tan natural como se pueda escribir para la danza, sin que su factura esté inacabada; esto último, un vicio máximo del contemporáneo actual, del que abusan sobremanera una buena parte de las creaciones españolas y, por tanto, sus responsables.

El agua, el verde de la naturaleza (árbol) y, sobre todo, el fuego son los tres argones (principios filosóficos clásicos) que instauran el recuerdo en el espectador y lo reformulan: de dónde venimos, quiénes somos y a qué nos debemos. Y la respuesta de Carlson es clara: a un estado natural y evolutivo en el que no tenemos derecho a alterar la velocidad de cambio. Y tanto es así, que uno de los momentos coreográficos más elocuentes y metafóricos –el elenco femenino emulando a través del pelo y las manos la fertilidad, el crecimiento a semejanza de las ramas de un árbol– convierte el discurso bailado en un genérico, dando paso a los principios básicos de defensa y anclaje de lo que debemos defender frente a la voracidad y abuso de la digitalidad de información y consumo. O, también, el momento de oír la protesta de la Tierra a través de un animal: el caballo, su alerta en su carrera. (No en vano el caballo es un herbívoro, útil para el transporte, sí, pero también un animal de huida; el western bien que lo explica.)

 

Por todo ello, debe decirse que la pieza al completo se empasta en un conjunto de modélica estructura que, en la concreción de su propia abstracción, hermosea todos los capítulos que atraviesa hasta llegar a la conclusión final. Todo está pensado para ser dicho, o sea, bailado de esa manera. Todo está pensado para que la danza no parezca que danza, sino que habla; el habla-danza de la diferencia, lo que instituyen las obras de Carlson, que tan imitadas han sido. Y es una belleza. Diríamos así: el pormenor de un auténtico nomenclátor.

Estética: luz y pintura niponas

Y precisamente ayudando a ese código fuente situamos la materia, el fuego como luz de última respuesta. Luz como elemento escenográfico que se transforma y lo hace; tanto, que incluso puede convertirse en otro protagonista; que, sin duda, lo es. Y aquí hay que mencionar la estética de la coreografía, inserta en la factura de la buenísima puesta en escena de Dorian Cavin. Está todo tan bien, es tan exquisita la delicadeza, que se desliza sola. No en vano se tira de aire nipón para referenciar lo anteriormente dicho, que si bien es estilo conocido, no por eso es menos reseñable. Resulta hasta embargable. Y también, hay que mencionar a Gao Xingjian, quien concibe la obra proyectada en la tela de fondo de escenario como la radiografía sutilísima del estado de ánimo del planeta-árbol, según el hombre ejerce presión sobre su naturaleza. Su poder de sugestión, en el mejor sentido del término, se dilucida a través de la tinta china y la simplicidad del hombre en busca de su doméstica. Al otro lado, Rémi Nicolas, habitual de Carlson en sus apuestas lumínicas, estía la contemplación de esa realidad, de aura espiritual, en la más cándida intimidad haciéndola oscilar entre la esperanza y la tristeza.

Así, todo ello refuerza una fuerte sensación de textura y volumetría que, por momentos, convierte la caja escénica en la página de un libro, códice de papel artesano, sin que nos demos cuenta, y dejamos que los cuerpos en danza nos hablen de los sentimientos y su policromía. Este Tree es una exégesis de esperanza, que constituye el margen que como especie todavía tenemos, para revertir ya el desamparo que impera, y hacer desde la corteza hacia dentro otro suelo que nos permita ver el futuro sin atmósferas contrapuestas.

Carolyn Carlson, con bailarines hechos a su medida y fieles a su poética, continúa creando y, al menos, realiza dos proyectos al año, bien de creación, bien de supervisión de piezas de repertorio, allí donde se la requiera. En 2006 fue León de Oro, premio nunca antes otorgado a un coreógrafo, en la Bienal de Venecia, los Oscars de la danza, uno de los muchos galardones y reconocimientos que ostenta.

Ficha artística:
The Tree (fragments of poetics on fire), 2021
Coreografía: Carolyn Carlson.
Asistente de coreografía: Colette Malye.
Intérpretes: Alexis Ochin, Chinatsu Kosakatani, Juha Marsalo, Céline Maufroid, Riccardo Meneghini, Isida Micani, Yutaka Nakata, Sara Orselli y Sara Simeoni.
Música: Aleksi Audbry-Carlson, René Aubry.
Diseño de luces: Rémi Nicolas / Dirección de luces: Guilaume Bonneau.
Obra proyectada: Gao Xingjian.
Dirección de escena: Dorian Cavin.
Producción: Carolyn Carlson Company en coproducción con Théatre Toursky Marseille, Ballet du Nord, Centre Chorégraphique National Roubaix Hauts de France, y Equilibre Nuithonie Fribourg.
Duración: 1 hora y 10 minutos.
Teatro Campoamor, 4 de mayo de 2023. Oviedo.

Yolanda Vázquez es periodista especializada en danza
Linkedin