[Publicada originalmente el 8 de agosto de 2016]
Hay pocas cosas más bellas que la sencilla belleza del rostro de una anciana. En él se congregan la sabiduría y riqueza de la vida vivida, la nostalgia de vivir en/de/con los recuerdos y la melancólica nebulosa que lo tiñe todo cuando uno se hace consciente de lo difícil que es ganar la batalla al inexorable paso del tiempo aunque aún existan las ganas de conservar la identidad de quien se ha sido. La velocidad del otoño es la pintura de todo esto. Su directora, Magüi Mira, decide plasmar el actual asunto de la vejez con esta misma sencillez y con igual belleza, para conseguir un cuadro escénico tan tierno como duro, que por su proximidad conmueve al espectador, y lo hace por momentos cuestionar y por momentos reírse de la propia condición de la naturaleza humana.
La obra se nos presenta ya desde su inicio como un montaje de difícil adscripción genérica, como la propia vida: de la seriedad y elegancia que consiguen el telón bajado del Palacio Valdés y el aria de ópera que suena mientras se nos adentra en el escenario (en el que una anciana reposa en un sofá escuchando esa misma música), a una escena cómica propia del teatro del absurdo (una mujer de 81 años amenaza con quemar su casa y todo el edificio, con los cócteles Molotóv que ella misma ha hecho usando el líquido revelador de su marido difunto, si sus dos hijos, Miguel y Paula, no dejan de presionarla para que se vaya a una residencia. La entrada por la ventana del tercero de los hijos para intentar convencerla redunda en la sensación de disparate).
El resto de la obra es la conversación, a veces trágica pero también cómica, que madre e hijo tienen sobre la vida de ambos, por separado y en conjunto, y del análisis de la situación a la que los dos han llegado. Redescubren las semejanzas que siempre tuvieron, sobre todo la pasión por el arte y la belleza, y descubren otras que los unen también ahora: la soledad y el vacío de sentir que aún no se ha hecho nada correcto, en un caso, y que parece que ya no hay nada que hacer, en otro. El tiempo que pasan juntos es suficiente como para que Cris, el hijo pródigo en el que sus otros hermanos habían depositado las últimas esperanzas, en lugar de convencer a la madre, la escucha y comprende, e incluso la ayuda a ver lo que ella más necesitaba, que «en la vejez también hay belleza».
Desde ese nuevo convencimiento es más fácil aceptar la dolorosa situación de abandonar el hogar propio y ocupar otro ajeno, pues la identidad de esta madre vuelve a estar en ella misma y no en el espacio que ocupa y atesora, en los restos de una vida. La asunción ya no es impuesta sino una aceptación a la que llega ejerciendo su libertad, que, como dirá Alejandra en escena, «es el valor más preciado. Quizá el único» que tenemos.

La base que sustenta todo este montaje de Pentación Espectáculos y Talycual es el magnífico texto del dramaturgo escocés Eric Coble, que ha sabido tratar un tema tan delicado como el de la vejez en la sociedad actual con profundidad pero también con humor. Consigue así hacer que una anciana convierta sus múltiples y variadas dolencias en «sorpresas» de cada día y sus olvidos en hechos tan reales para ella como los propios datos, al tiempo que se reflexiona sobre asuntos de lo trágico cotidiano: cómo enfrentarse a la vejez si nadie nos prepara para ella, y más habiendo sido toda la vida un espíritu libre; la lucha que supone mantener la propia identidad hasta el final; la inversión en las relaciones con los hijos, que pasan ahora a ser padres, que imponen su criterio sobre el de los ancianos porque sienten que deben asumir ese rol por necesidad (porque sus mayores ya no pueden) o porque anteponen sus necesidades o las sociales a los sentimientos de sus progenitores. Ningún papel es fácil de representar en esta farsa que es el teatro pero que también es la vida.
Aunque el entrañable personaje de la madre, y la magistral interpretación de Lola Herrera, hace que todo el público, con independencia del lugar que ocupen en una escena similar en la realidad, se identifique y empatice con ella, el texto cuestiona las acciones de los hijos pero no las juzga. Precisamente ahí radica la esencia de lo trágico, en que no son malos por naturaleza (de hecho suele moverlos el deseo de mejorar la calidad de vida de sus mayores) pero incurren en hybris o desmesura (al creerse en posesión de la verdad e imponer su criterio siendo también humanos) o en hamartía (al desconocer lo que deben hacer y errar por ignorancia). Como todo hecho trágico, y además inexorable, el paso del tiempo y la inminencia de la muerte no tienen solución. Por eso Eric Coble lo que ofrece es la única salida posible: la autoafirmación de la persona y su libertad para elegir hasta que se pueda, y la bondad del tiempo compartido y la escucha. Al final Alejandra sólo necesitaba lo que todo ser humano necesita en la vida, compartir sus miedos y confirmar sus esperanzas: «en la vejez también hay belleza».
La calidad del texto y de la versión se completan con el acierto en la dirección y en la concepción del espacio escénico, responsabilidades ambas de la genial Magüi Mira, quien impone también sobre el escenario ese difícil arte de lo sencillo. La belleza inunda toda la escena de principio a fin del espectáculo, con un decorado único, cuidado al detalle (que el color plateado de los objetos de toda una vida coordine con el pelo cano y brillante de la protagonista no es desde luego algo casual, como tampoco lo es que sea el color de la ceniza que resulta del fuego de una vida o del incendio de una casa). Siempre el mismo, consigue que el público no pierda nunca de vista la importancia de la belleza, en la vida pero también en el teatro; alterado sólo por la luz (que con sus cadencias delicadas, casi imperceptibles, viste y arropa los sentimientos de esa mujer en escena), la música (esa ópera que abre el espectáculo, que ambienta todo el montaje y ayuda a construir al personaje de Alejandra) y, por supuesto, las palabras y sentimientos de quienes lo habitan. La concepción del espacio escénico del montaje es sin duda uno de sus máximos valores; es sencillo y es tan bello como las pinturas evocadas en la obra, de ahí que el espectador también parezca estar disfrutando de uno de los cuadros del Museo Sorolla.

Y en la misma línea trabaja la decisión de respetar la cuarta pared, no como el «gran muro» del que hablaba Diderot sino más bien como la describía Stendhal: «la acción ocurre en una sala en la que uno de los muros ha sido levantado por la varita mágica de Melpómene y ha sido sustituido por un hueco». Esta forma de actuar y dirigir confiere a la obra el clima de intimidad que requiere una conversación privada entre madre e hijo y sobre asuntos tan propios como lo son la vida y la muerte. La verosimilitud se afianza pero sobre todo se logra una intensidad que no escapa nunca de la escena. Los personajes no saben que hay ahí un público, pero sí los actores, y por ello la emoción rompe esa cuarta pared sólo cuando éstos quieren, en momentos puntuales, con monólogos dramáticos preciosos, fisuras que el público aprovechó en varias ocasiones para hacer llegar también sus sentimientos en forma de aplausos espontáneos.
Los actores son desde luego otro canto a la belleza del arte de interpretar como si todo fuera sencillo. Destaca una de las grandes damas de la escena española, Lola Herrera, que se confunde con Alejandra. Es verdad que el personaje le va como anillo al dedo pero no es menos cierto que esta elegante y experimentada actriz consigue con su trabajo hacerlo totalmente suyo. Y lo mismo cabe decir de Juanjo Artero, que supera con mérito el reto de llevar a la misma altura un personaje como el de Cris, menos trabajado ya en el texto que el de la protagonista, e interpretarlo al mismo nivel que su compañera de reparto. Con los actores de este montaje sucede lo mismo que con los personajes de la obra; se nota que se descubren en sus diferencias y en sus semejanzas, se respetan, se apoyan, se complementan y se quieren.
Y es que hay mucho amor en esta propuesta teatral y en la vida, incluso en su etapa final, la vejez. Alejandra renuncia a quemar la casa cuando siente que tiene algo que perder: la vida de su hijo recuperado, su propia historia personal recogida entre esas paredes y su árbol; en definitiva cuando siente que la vida aún merece la pena porque se quiere, quiere y la quieren. La catarsis de esta obra no se da en el patio de butacas, sino en las vidas y conciencias de los espectadores, en su realidad, porque se compadecen de los personajes, tanto de la madre, como de los hijos, por razones distintas, y sienten el miedo de que eso mismo les pueda ocurrir a ellos. Por todo, «La velocidad del otoño» es un montaje tan bello como sencillo, tan cómico como serio, y tan comprometido con el ser humano como necesario para la sociedad actual.
Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com