Una tarde antes de nochevieja, acodado a una barra mientras esperaba la hora de ir a casa para recibir el 2014, reflexionaba en torno a la preponderancia del elemento nostálgico en mis gustos musicales. Justo había comenzado a sonar Search and Destroy en los altavoces y el subidón que trataba de disimular para no perder el cool parecía confirmar la noción preocupante de ser un hombre que camina hacia el futuro de espaldas. No solo tenía la mirada fija en el pasado, sino en un pasado que —¿desgraciadamente?, ¿por suerte?— nunca me había tocado vivir. Yo todavía no había cumplido los dos años cuando Columbia Records lanzó Raw Power, y sin embargo ahí estaba, en un bar lleno de gente bastante más joven que yo, celebrando Search and Destroy como si fuese mi himno generacional. Tuve de pronto una visión de mi panteón personal como una repisa llena de frascos de formol en los que flotaban los cuerpos macilentos de mis ídolos. No era más que eso: un viejo idólatra, un coleccionista de reliquias a la espera del final de otro año en un bar.
La sorpresa fue comprobar, años después de aquella visión reveladora, que en una de mis reliquias —quizá la predilecta y casi con seguridad la más sórdida de ellas— aún latía furiosamente la vida. En la pantalla del teatro Walter Reed, en el Lincoln Center, vi cómo uno de mis frascos eclosionaba espectacularmente salpicando al público con su contenido. Era Jim Osterberg quien había roto el cristal translucido de la nostalgia con muchas ganas de hablar, y Jim Jarmusch estaba allí para documentarlo todo.
De Jim Jarmusch he visto casi todas sus películas, y esta no se me parece a ninguna. En contraste con la mayor parte de su trabajo, rico en espacios y silencios, en Gimme Danger las imágenes y las anécdotas se suceden a un ritmo rápido y fluido que establece la conversación de Jim Osterberg en su papel de Iggy Pop, quien desde su silla, con una lavadora detrás, narra de la mayor parte de la cinta. Si no me equivoco, es también la primera vez que Jarmusch recurre a la animación, a mi parecer de manera más que afortunada, para desgranar y dinamizar aún más el relato oral. Quizá la conexión más obvia con sus otras películas —además de la lavadora al fondo, que ya aparece en su documental sobre Neil Young— sea ese sentido del humor que revela sus raíces en el propio film. Al fin y al cabo, el documental deja claro que la música y la historia de los Stooges abarcan un espacio importante en la biografía de Jim Jarmusch.
El propio Jarmusch define Gimme Danger como una “carta de amor a la que posiblemente sea la mejor banda en la historia del rock and roll”. El resultado, de alguna manera, es un documental que complacerá más a los fans de los Stooges que a los fans de Jim Jarmusch. Con esto quiero decir que el planteamiento estético de Jarmusch parece ceder su protagonismo para ponerse al servicio de la narrativa que requiere un fenómeno como los Stooges. Gimme Danger fue la forma en que el director escogió agradecer el inmenso aporte de los Stooges a su experiencia vital. Esto no significa que en la película no haya guiños en los que se pueda leer el credo estético de Jarmusch. La anécdota en la que Jim Osterberg conecta la parquedad de las letras de los Stooges con los consejos de Soupy Sales, un comediante de los sesenta que predicaba la concisión epistolar en su programa para niños, me parece uno de esos guiños: si las cartas deben mantenerse por debajo de 25 palabras, también las canciones deben mantenerse por debajo de 25 palabras. En cualquiera de las letras del primer álbum de los Stooges se puede certificar la observación de este precepto, y no me parece descabellado decir que una extrapolación del mismo principio al lenguaje cinematográfico es también obvia en la ficción de Jim Jarmusch.
Como lector obsesivo-compulsivo que soy de Please Kill Me no pude evitar comparar los hechos que se presentan en el libro con los que se relatan en Gimme Danger. Si bien en medios diferentes, ambos documentos registran la misma información transmitida desde dos puntos distintos de una misma línea cronológica por las mismas personas: Danny Fields, los hermanitos Ashton y el propio Iggy Pop, y hasta donde alcanza mi recuerdo —de la película, porque el libro lo tengo siempre a mano—, sus historias encajan o se complementan sin contradicciones.
El film también presenta una enorme cantidad de información que yo ignoraba. Me enteré por ejemplo, de que Clarabell the Clown, otro personaje de la programación infantil estadounidense de los sesenta, fue una importante fuente de inspiración para el pequeño Jim Ostergerb. Aquel payaso mudo impredecible, capaz de hacer cualquier cosa para cumplir a cabalidad con su papel de saboteador oficial del programa Howdy Doody, contribuyó a moldear al contorsionista correoso y nervudo que todos conocemos como Iggy Pop, capaz hasta de revolcarse en su propia sangre para conmover a su público.
Es imposible trazar la trayectoria de los Stooges sin hablar de la relación apasionada y tormentosa del grupo con las drogas, principalmente por su prominencia en el anecdotario popular, pero también por la huella real y profunda que dejó en su música y en la forma en que esa música se transmitió en directo. En el film se habla de ello abundantemente: Osterberg afirma haber subido a escena bajo los efectos de diversas mezclas químicas, desde el ácido lisérgico hasta la heroína, pasando por la marihuana y la cocaína. Hay suficientes menciones del asunto en la película como para complacer la curiosidad que genera el tema. Sin embargo, las drogas y su papel en la precipitación final de los Stooges no son el eje principal del relato. Gimme Danger no es un relato cautelar, ni tampoco un análisis crítico, objetivo, de la historia de los Stooges. Se trata más bien un homenaje presentado en forma de documental: un homenaje a la inmolación del futuro del rock en las cenizas aún calientes del sueño contracultural de los sesenta.
El nivel de conciencia y de intención con que se forja ese futuro —un futuro alternativo que, tal vez sea necesario aclarar, nunca llegó— es algo que el film sí logra capturar. Osterberg se extiende en la descripción de diversas técnicas e invenciones para capturar los sonidos industriales que caracterizan el paisaje acústico de Detroit y sus alrededores, mientras en la pantalla brillan ríos de acero fundido. Explica también en detalle de qué fuentes bebe la música de los Stooges. También habla del uso de su cuerpo como instrumento, como una masa de nervios capaz de emular sonidos y posturas animales imposibles, capaz de atraer y de espantar, de catalizar y purgar la frustración adolescente. Era la danza furiosa de Iggy Pop la que azuzaba a los Stooges y a su público. El futuro del rock and roll, semidesnudo como un faraón, ofrecía su carne en sacrificio en cada concierto, oficiando a la vez de sacerdote y de ofrenda.
Desde luego, las disqueras—según Osterberg los verdaderos creadores del flower power con su pop empalagoso e inofensivo— se asegurarían de que ese futuro nunca sucediera. No es difícil domar o manufacturar gustos cuando se controlan todos los aspectos de una industria.
Y el futuro fue otro, no cabe duda, pero en ese futuro, es decir, nuestro pasado, el que nos ha tocado vivir hasta el presente en que termino de escribir esta frase, la influencia de los Stooges no se puede abarcar con una mirada. Para ilustrar su alcance, Jarmusch recurre a una cascada de vídeos, cada uno con un agrupación distinta interpretando una canción de los Stooges. La caída es larga y espectacular.
Pero no todo se pierde al terminar la primera mitad de los setenta: la película también documenta la reunificación del grupo a principios de los 2000. Se menciona a J. Mascis, de Dinosaur Jr., y el propio Mike Watts nos habla de su papel fundamental en la ignición del proceso que culminó con la reunión de los miembros sobrevivientes del grupo, seguida por varios años de giras como los Stooges, quizá una venganza tardía, una última oportunidad de disfrutar una cosecha sembrada casi tres décadas atrás y disfrutar de un arrastre que no tuvieron en su momento. Las reuniones, ya lo sabemos, nunca son lo mismo. Mantienen viva la nostalgia y a veces logran emular la energía original. Pero nunca son lo mismo.
Una última oración de Iggy Pop, quizá la moraleja de la película, resume el doble filo de esa fuck-you attitude que su rostro surcado por arrugas sigue evocando: Music is life, and life is not a business. Complacido, miro los frascos de formol en mi panteón. Al menos uno de ellos brilla con luz propia.
José Miguel López es escritor y editor