"La pietá" de Kathe Kollwitz. Monumento público

En el verano de 1987, casi recién inaugurado, visité, en Berlín, el pequeño museo dedicado a la figura de la escultora Käthe Kollwitz (1867-1945), en Fasanenstrasse 24. Considerada una de las figuras clave del realismo crítico alemán, Käthe Kollwitz, fue uno de los principales modelos en mi primera formación escultórica autodidacta. Otro, Georg Kolbe. Käthe Kollwitz por su compromiso moral y Georg Kolbe por su contundencia formal.

Nacida en el seno de una familia enraizada en los ideales cristianos, y la eliminación de todas las barreras sociales, Käthe fue pintora y grabadora, además de escultora. Unió su vida a Karl Kollwitz, médico, y ambos se establecieron en Prenzlauerberg, un barrio proletario de Berlín, donde él se entrega hasta la extenuación a los pobres, y ella encontraría los rostros de su universo plástico, al que ya le había introducido su maestro Max Klinger en Könisberg, su ciudad natal.

Fue la primera mujer en ocupar una plaza en la Academia prusiana de las Artes. Aunque reconocida internacionalmente muy tarde, en Alemania su nombre lo llevan no solo muchos institutos, sino también una plaza berlinesa y la calle donde vivió. Le fue otorgado a título póstumo el Premio al Mérito en la categoría civil, y desde 1960 se estableció en Alemania un Premio Käthe Kolwitz.

En 2018 se han publicado en España sus Diarios (Hermida Editores). A partir de ellos he hilvanado las vivencias que más me han impresionado de su conmovedora experiencia. Lo he teatralizado en un monólogo, poniendo en el relato su voz, como si ella nos hablara.

INTROITO

“He entrado en el cuarto de Peter y he cerrado la puerta. Pongo en su arbolito, tras el cabezal de la cama, veinte pequeñas velas. Han pasado dos años desde su muerte. Me siento en su escritorio, abro el cajón y extraigo las cartas y las fotos de mis queridos hijos.

¿Qué quiero de la vida? ¿Qué he querido? He querido morir por ti, Peter, pero ahora veo que tú has hecho más. No has muerto por amor a un ser humano, sino por amor a una idea, a un mandamiento. Y recuerdo las palabras de mi padre, tu abuelo: “No venimos al mundo a ser felices, venimos a cumplir con nuestro deber”.

Puesto que no pude irme en tu lugar, puesto que vivo, quiero vivirme hasta el final. Yo, Käthe Kollwitz, quiero ver hasta dónde puedo llegar con mi trabajo. El trabajo de tu madre, la “artista del arroyo”. Lo único que me parece digno para seguirte, hijo mío, es pasar por la vida de manera inquebrantable, sin quejarme, ni llorar. Aquí quedará todo escrito, en tu cuaderno.

PRIMER ACTO

Recuerdo aquel día, sábado, uno de agosto de 1914. Habían movilizado a tu hermano Hans, y tú, Peter, volvías tus ojos suplicantes hacia mí, cuando tu padre te puso todas las objeciones posibles para que no te sumaras. Pero yo, intercedí por ti. Llegó la hora que me arrastró al sacrificio. Cuando los hombres van a la guerra suelen dejar mujer e hijos, y su corazón está dividido. Los jóvenes no conocen esa división y se entregan con alegría, como una llama pura e ideal que sube verticalmente al cielo. La ciudad entera está engalanada con banderas, y masas humanas caminan con ánimo victorioso por Unter den Linden. Ya han sido bendecidos para el sacrificio. Se ha cortado el cordón umbilical por segunda vez; primero para vivir, después para morir. Desde todos los balcones comenzamos a cantar: “Deutchland, Deutchland, über alles…”

Y el 30 de Octubre me llega la noticia: “Su hijo ha caído”. ¿Qué he hecho?

Me encierro en el estudio y me pongo a trabajar. No solo he de completar mi trabajo sino el tuyo. Tú eras la simiente que no se debía haber molido. Debo amar a Alemania a mi manera, como tú lo hiciste a la tuya. Escribo cartas a tus amigos en el frente, a Erich, a Krems, a Hoyer, a Nolls, que ahora son mis hijos y me llaman: “Mutter Käthe!” Karl, tu padre, me dice que no hemos mejorado con tu muerte. No puede ser que sigamos siendo los mismos que antes de que el destino nos golpeara.

¿Y quién soy yo? Me miro y me dibujo una y otra…, y otra vez. Me siento tan pobre como si os hubiera perdido a los dos, Hans y Peter, mis dos hijos. Tengo 49 años. Me siento mayor y débil. Mi cuerpo, mi rostro ajado, mis manos… Tengo que ser dura y exprimir de mí misma lo vivido. Me he convencido de lo absurdo de la guerra, de ver cómo la juventud europea se destroza mutuamente. Ha sido una demencia colectiva. ¿Cuándo y cómo se producirá el despertar? Nie wieder Krieg! ¡Nunca más la guerra! Tengo que aportar algo a la lucha por la paz. No hay un minuto que perder.

SEGUNDO ACTO

El norte de Alemania y el sur se rompen. ¡Qué división más terrible! Impera el hambre y el frío. Voto por vez primera el 19 de Enero de 1919. He votado por la mayoría socialista. Se inaugura la Asamblea Nacional de Weimar. Bebemos vino y leemos el maravilloso poema de Meyer, “Paz en la tierra”. Pero hay huelgas por toda Alemania, y trabajo mal. A las huelgas, siguen los saqueos. Se declara la Ley marcial y las bestialidades por ambas partes son cada vez mayores. En la “Secession”, el escultor Kolbe habla del periodo de descomposición que vivimos, y que el arte así no puede prosperar. La idea de Taut y Gropius, que ahora tienen los artistas jóvenes de que solo tras la destrucción del mundo surgirá uno nuevo, puro, inocente y creador, me parece de repente esclarecedora. Vuelvo a trabajar en la escultura Madre con hijo con entusiasmo. Pero debo aceptar el encargo de un cartel para una compañía de socorro de Viena. Quiero dibujar a la muerte, he de expresar el sufrimiento de los hombres que es inacabable y grande como una montaña. Estampas de la guerra. ¿Pero puedo sentirme aliviada cuando sé que sigue con todo su furor? Solo siento sosiego cuando trabajo en la gran obra de Peter. Pero quizá eso no sea trabajo, sea una misión.

Me quieren comprar dibujos y reviso mis carpetas. Los encuentro deficientes. Con los grabados tengo mayores esperanzas. Quiero afrontar grabados en madera, pero he visto los de Barlach y algo me descolocó por completo. Él ha encontrado su camino, yo no lo he encontrado aún. Me atormenta desde hace años… También me avergüenzo de no pertenecer a ningún partido. No soy en absoluto revolucionaria, sino partidaria de la evolución, pero se me elogia como artista del proletariado y de la revolución, y se me empuja cada vez más a desempeñar ese papel y no me atrevo a dejar de desempeñarlo… Fui revolucionaria pero ahora he vivido la guerra, he visto morir a Peter y a miles de jóvenes y estoy espantada por todo el odio que hay en el mundo. “Nie wieder Krieg!” Nunca más la guerra, me repito… Pero, qué confusión tengo en mi interior; ni siquiera puedo profesar mi pacifismo. No se puede esperar de una artista que se oriente en esta situación demencial. Tengo, como artista, derecho a recurrir a todo el contenido emocional, de hacer que influya en mí y de exponerlo. Por lo tanto, tengo derecho a dibujar la despedida de la clase obrera al dirigente radical Liebknecht, tras su muerte, sin por ello tener que seguirle políticamente, ¿o no?

Mi esperanza en Rusia está destruida. ¡Qué profunda decepción mi viaje!

Trabajo en el Ciclo de la guerra y me propongo hacer la serie Voluntarios. He caído en una profunda depresión. He llevado mis cosas a la Exposición de la Academia, aunque me avergüenzo de ellas… Menos mal que hoy es domingo y las campanas repican. ¡Un ser humano está aquí! Un niño querido, hijo de mi pequeño Hans, y lleva el nombre de Peter. ¡Qué Dios te bendiga!

Acabados los cuatro grabados del Ciclo de la guerra, el cartel ruso y el de los niños vieneses, regreso a la escultura. Pero necesito el dinero. No podemos salir adelante con lo que gana Karl. Hoy me entero de que mis grabados se convierten en objeto de especulación, cuando estoy a punto de ser operada de la vesícula biliar. Mi pobre Karl no quiere soltar mi mano. “Te seguiré pronto”, me dice y llora. Tras cuatro semanas y media, vuelvo a casa. No tengo fuerzas, siento que me apago. Mi madre llega cada día y se sienta frente a mí y permanece en silencio. Aterrorizada porque un nuevo hijo le sea arrebatado. Y esa imagen se clava en mí, como su frase, “Mi buena hija”, cada día al despedirse.

Trabajo al fin en las figuras de Padre y Madre para el cementerio militar de Roggevelde. Quiero terminarla para primavera. La madre arrodillada, mirando los cientos de tumbas, abre los brazos por encima de todos sus hijos. Las dos figuras irán en el lugar donde yace Peter, mi querido Peter. Me siento invadida por la melancolía. Hoy he cumplido 60 años, pero lo he conseguido. La obra se inaugura oficialmente en 1932. Al día siguiente, solos Karl y yo, fuimos a ver la sepultura y todo cobró vida y sentido. Me acerqué al rostro de la mujer, que es el mío, acaricié sus mejillas y lloré. Karl detrás de mí, musitaba: “Sí, sí, aquí los tres juntos, por fin”.


TERCER ACTO

30 de Enero de 1933. Hitler es nombrado Canciller del Reich. Todo se precipita. Heinrich Mann y yo hemos de abandonar la Academia. Detenciones y registros domiciliarios. La más completa dictadura. Boicot a los judíos. Quema de libros. A los médicos que, como Karl, habían pertenecido a la Asociación socialdemócrata les quitan las cajas de seguros. No hay partidos ni periódicos que representen otra opinión. Pero seguimos trabajando y nos negamos a abandonar el país. Llevo cinco litografías sobre la muerte y un autorretrato a la Academia. Mis obras son incluidas en la Exposición de Arte Degenerado… ¡650 obras con el fin de ridiculizarnos! Paralelamente, el régimen nazi organiza otra exposición del arte oficial cuya inauguración es presidida por Hitler, pero la nuestra recibe dos millones de visitantes y la suya ha de conformarse con medio millón. Dos agentes de la Gestapo me interrogan sobre un artículo escrito en “Izvestia” y me dicen que mi comportamiento es merecedor de campo de concentración y que si reincido acabaré allí. Karl y yo decidimos suicidarnos si eso llegara.

Empiezo a ver que estoy llegando al final. Hay un enorme silencio en torno a mí y Karl anhela la muerte. Barlach ya no está entre nosotros. Se ha ido dejándome su bendición y se apodera de mí una agitación terrible y constante. Estalla la Segunda Guerra Mundial. Karl muere y el pequeño Peter se va a la guerra. Otra vez la guerra… Me asombro de cómo lo soporto sin sentirme enteramente desgraciada. No tengo dolores continuos y mis ojos siguen resistiendo. Una mañana entra Hans muy silencioso y enseguida lo supe. ¡El pequeño Peter había muerto! En mi interior creció una fuerza para ayudarme a soportarlo y consolar a su madre: “¡Pobre Ottilie!” Aunque no sirve de nada. De semejante herida solo se puede curar uno mismo, desde dentro, lo sé.

Mi estudio ha sido destruido por un bombardeo. Lo he perdido todo. Sin techo que me cobije, ni obras a las que mirar, todo destruido. Soy acogida en Dresde, en el Castillo de Moritzburg, por el príncipe Ernesto de Sajonia. Me viene a la mente una música de Bach con un texto que dice: “Oh, gran amor, amor desmedido, qué te ha llevado a este camino de martirio”.

FINAL

Mi testamento está hecho: Madre con hijo o La Piedad. Resumen de mi vida. Te tengo entre mis piernas abiertas, abrazándote con ellas. Una madre busca volver a introducir en ella una vida que desaparece y que en algún momento perteneció a su útero. Y lo hace como un animal, con los ojos, con los labios, con el aliento. Fundida para la eternidad mi culpa y mi impotencia, buscando en este recuerdo tu perdón y el de todos.”

***

Tras su muerte en el exilio último, en el castillo de Moritzburg, cerca de Dresde, el prestigioso Premio Nobel francés, Romain Roland, escribiría: “La obra de Käthe Kollwitz es la poesía más grande de la actual Alemania, en ella se reflejan las pruebas y sufrimiento del pueblo sencillo. Esta mujer lo ha abrazado con sus miradas y con sus brazos maternales con una tierna y seria compasión. Ella encarna la voz silenciosa del pueblo sacrificado.”

En el edificio neoclásico de la Neue Wache de Berlín, en Unter den Linden, que alberga el Museo Histórico de la ciudad, construido por Schinkel, el arquitecto Tessenov abrió en el centro de una de sus salas un óculo o luz circular bajo el cual fue instalada Madre con hijo o La Piedad, de Käthe Kollwitz, no solo como el recordatorio del sufrimiento y el inmenso número de muertos de la Segunda Guerra Mundial, sino como un perenne homenaje. ¡Te sobrecoge! Todas las inclemencias: el sol, la nieve, la lluvia y el viento, caen sobre ella, a través de esa abertura cenital. Un inmenso manto de flores es depositado por el pueblo alemán en sus conmemoraciones, recordándonos con ello la lucha por la supervivencia, el horror y la eterna condición humana.

Y recuerdo los versos finales de “Amor sin descanso”, de aquel Goethe, que ella nunca separó de sus manos como alimento espiritual:

“¡Vanos fueron los enfrentamientos!
Brillante corona de la vida,
¡turbulenta dicha!
¡Amor, tu eres esto!

Esperanza d’Ors en la entrada del museo de Käthe Kollwitz


Esperanza d’Ors
 es artista