En la casa familiar, las puertas que abrían o cerraban las habitaciones eran de cuarterones con cristales opacos. Mis padres habían cubierto, sin embargo, las suyas con madera, buscando quizá mayor intimidad. Todo lo que se refería al diseño de la decoración de aquella casa, un cuarto piso abierto al Parque del Oeste y a la Casa de Campo de Madrid, corría siempre a cargo de mi padre, aunque esto pueda extrañar a muchos.
Aquel dormitorio, todo en madera lacada en blanco, también fue diseñado por él, y ejecutado por un viejísimo maestro carpintero, de extremada delgadez y escasa altura, que acudía a nuestra casa, perfectamente trajeado y con corbata, sobre lo que tan solo se ponía un impecable delantal con herramientas.
Dicho pulcro personaje, y la escenografía que desplegaba para la ejecución de su trabajo en nuestro salón circular, constituía para nosotros, los siete niños de aquella casa, un auténtico espectáculo difícil de igualar, y ahí quedó para siempre en nuestro imaginario de niños.
Aquel dormitorio de superficies blancas, formado por camas, armarios mesillas y tocador, tan lejos del gusto de la época, fue decorado con unos grabados del siglo XIX, que rompían con lo que pudiera recordar el blanco hospitalario, que era el lugar donde transcurría la vida de mi padre, médico.
De todos aquellos grabados de escenas y temas dispares, hubo uno, qué colocado en la zona más baja del último cuarterón de la puerta, es decir, justo al nivel de mis ojos de niña, atormentaría mi corazón durante mis años infantiles. Su título: Los escalones de la vida, resumen de las diferentes edades del hombre. Unas gradas que ascendían primero, donde se ubicaban las figuras correspondientes a la niñez, la adolescencia y la juventud, y otras que descendían representando la madurez y la vejez, hasta llegar al lecho de la muerte, donde se escenificaba, no sin crueldad, la partida de la vida.
Sin embargo, también en aquella casa, en su buena biblioteca, encontraría después, en un libro sobre Miguel Ángel, una frase del escultor, sin duda escrita para ser hallada por mí: “Mi alma no puede encontrar ninguna escalera al cielo, al menos que sea a través de la belleza de la tierra.”
La curiosidad y la imaginación han determinado siempre mi vida, venciendo la melancolía que también habita en mí. La escalera, cuando ha aparecido en mi obra, ha sido buscando la trascendencia de la vocación humana, como un viaje a lo desconocido, incluso, sorprendentemente para mí, empleada con ironía.

Pero quizá fuera aquella imagen de la puerta la que me haya conducido, a veces, a dirigir mis ojos hacia ese poderoso elemento constructivo que es la escalera, tan presente en toda la historia de la cultura y el arte, no solo como un símbolo del transcurrir de la vida, sino como una sugerente forma del todavía infinito por descubrir.
Así, he sabido y observado que, desde el origen de los tiempos, subir las escaleras, constituía la vida ritual de un pueblo, como se evidencia en las pirámides mayas. Pero que su elección no era solo un impulso sagrado, sino, las más de las veces, la única posibilidad de subsistencia sobre el terreno abrupto y terrible de tantos paisajes de la tierra, pétreos e imposibles.
Aprendí que fueron los arquitectos griegos los inventores de los peldaños al aire libre, basando sus medidas en el teorema de Pitágoras, manteniéndose así durante siglos, por su perfección y su simetría, como tantas cosas que ellos nos legaron. Que en la Edad Media se trasladaron a torres, miradores de castillos y conventos, creando para ello las escaleras de caracol, que tanto subyugan en la infancia. ¿Quién se ha resistido a no subirlas?
El Renacimiento nos devuelve la escalera recta, mejorando su perspectiva y comodidad. Y nos deja, con Miguel Ángel, la Escalera Laurenciana, como culminación, con su increíble forma de abanico. Para el poeta César Antonio Molina, en su descripción de la escalera miguelangelesca, los escalones dibujan “caparazones de tortuga, por su mismo color y su misma calma, que nos conducen al paraíso”.
El Barroco amplía el aspecto teatral de la vida. Y me ha ayudado a observar como la Iglesia, necesitando apelar a los sentidos, las convierten en metáforas del espíritu, nexo de unión entre lo terrenal y lo celestial. Como el siglo XIX, con la potenciación de la clase burguesa y su afán de exhibirse, las escaleras son aligeradas en su estructura para ampliar sus perspectivas y ser así observadas desde los pasillos superiores, convirtiéndose en verdaderas pasarelas.
Y, finalmente, en nuestra contemporaneidad, cuando los ascensores les han robado protagonismo, han acabado por ser continuidad de rampas de estética sofisticada y depurada, dejándonos la escalera mecánica como abierta invitación al futuro de la imaginación.

En un terreno muy personal, tras vivir en siete casas a lo largo de mi vida, he acabado por elegir, para lo que me resta, una casa cuya escalera ocupa el centro de mi espacio vivencial con fuerza escultórica.
Las escaleras poseen, para el imaginario humano, un enorme poder de sugerencia, como señala Mircea Eliade, ya que son conductoras al conocimiento, al inconsciente, a lo que se oculta, a las profundidades de un inframundo.
Las vemos utilizadas, de forma evidente o no, en la literatura, con especial presencia en la poesía, como metáforas, pero también en la narrativa, como lo hace Carmen Martín Gaite en su lúcida crónica El cuarto de atrás donde la autora escala a un ático atiborrado de recuerdos y olvidos, y repasa su vida en una especie de autorretrato expandido.
Utilizada en el teatro, como lo hizo Buero Vallejo, en Historia de una escalera, obra que simboliza la frustración en el paso del tiempo, donde los sueños y las esperanzas no se cumplen o se repiten, perpetuando así la miseria y el egoísmo humanos.
O encontrarla también, de forma continua en la historia del cine, desde El acorazado Potemkin, de Eisenstein, hasta Treinta y nueve escalones, de Hitchcock, pasando por el cine musical o las producciones de la factoría Disney, hasta llegar a la cinematografía actual, tan propensa a la ciencia ficción, como vemos en Inception, de Cristopher Nolan, persiguiendo desentrañar lo que la escalera respira; en definitiva, lo que hay detrás de la escalera.
Pero es en la pintura donde adquirirá un protagonismo especial. Mencionada ya en la Biblia, la Escalera de Jacob, una escalera de la tierra al cielo, ésta se convierte en símbolo y obsesión. Su presencia ha permanecido, no solo en la pintura religiosa, sino en toda la pintura, según fuera el tiempo más realista o menos, atravesando los siglos, y llegando al XIX y al XX, para adquirir categoría temática insistente y central en artistas tan influyentes en la contemporaneidad, como M. C. Escher (1898-1972).

Aunque la última exposición antológica de este artista tuvo lugar en 2017, en el Palacio de Gaviria de Madrid, se acaba de inaugurar en Barcelona, en el Museo de las Drassanes, una nueva muestra, con doscientas obras, de este poderoso artista que aúna arte, matemática y geometría, consiguiendo con ello un juego constante de paradojas, un universo mágico seductor para muchos, y también para mí.
Escher y yo somos artistas con intereses muy distintos, pero he de confesar que siempre he sentido una enorme atracción por su obra, hasta el punto de dedicarle uno de mis Ícaros, Alas para M. C. Escher, en 1990, donde de forma irónica convertí la escalera en un ala imposible.
John Berger, en Sobre los artistas, hace una distinción entre ellos, calificándolos de épicos o líricos. Escher sería claramente lírico, pues intenta mostrar el mundo en la imagen de su experiencia personal. Yo, en cambio, sería épica, porque intento encontrar una imagen lejos de mí misma, para el ser humano.
Las escaleras que no van a ninguna parte del artista holandés, con sus extrañas y poderosas perspectivas, permanecen siempre conmigo. Esa escalera infinita e imposible donde se asciende y desciende al mismo tiempo engañando perspectivas. Esa escalera que el matemático inglés Roger Penrose enviaría a Escher y cuya ilusión óptica utilizaría el artista como nadie en sus míticas litografías Ascending and descending (1960) o en Relativity (1953), a partir de las que otro artista holandés, Bruno Ernst, continuaría trabajando, en la persecución de lograr una escalera sin fin.
Siempre, la inteligencia humana en la búsqueda del imposible. Porque la línea horizontal que dibuja el universo se configura más allá de todas las verticales que queramos levantar. Los hombres, como creadores, deben intentarlo siempre, como en una liturgia sublime, a pesar de saber con certeza que, tras subir, solo resta bajar. A pesar de la imposibilidad de una libertad absoluta, o precisamente en la búsqueda de esa libertad. No hay, por tanto, que asombrarse de la presencia continua y poderosa que hoy invade diseños, dibujos animados o los infinitos videojuegos.
“En la casa encantada de la vida, el arte es la única escalera que no cruje”, dice el satírico escritor americano Tom Robbins. Si vivimos transitaremos por ella. Hacia arriba o hacia abajo. Seamos pues como el hombre imaginario del poeta Nicanor Parra, que…
“…sube las escaleras imaginarias y
se asoma al balcón imaginario
a mirar el paisaje imaginario
que consiste en un valle imaginario
circundado de cerros imaginarios.
Sombras imaginarias
vienen por el camino imaginario,
entonando canciones imaginarias
a la muerte del sol imaginario.
Y en las noches de luna imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor,
ese mismo placer imaginario
y vuelve a palpitar
el corazón del hombre imaginario”.
Postdata. No sé si Hamnet, de Maggie O`Farrell, es la mejor novela de este momento. La elegí, a la postre, por mi amor a Shakespeare, aunque acabó no siendo él su protagonista, sino Agnes, su esposa. Pero diré que aunque solo fuera por el capítulo “Para que la peste llegue a Warwickshire…”, leída desde la experiencia de nuestra propia pandemia, y, sobre todo, por el último capítulo, descripción de la entrada de la mujer, por vez primera, en el Teatro del Globo, en el momento en que se estrena Hamlet, escrita por el dramaturgo desde el profundo sentimiento de pérdida de su propio hijo y su necesidad de resucitarlo, el viaje resulta ser, de la mano de esta hipnótica escritora, una subyugante y ascendente escalada de entrañable pálpito.

Esperanza d’Ors es artista