“Quien pretenda saber lo que nos reserva el porvenir no debería perder de vista los terrenos por edificar y los terrenos baldíos, los escombros y las obras en construcción”.
El tiempo en ruinas, Marc Augé
Paisajes urbanos y paisajes rurales, ciudades sobrepobladas y campos en abandono, megalópolis y Laponias, multitudes y soledades. En definitiva, lo lleno y lo vacío y una desdicha común: la pérdida de sentido, de identidad, de memoria, de historia. Las ruinas no sólo remiten al pasado sino al futuro. ¿Cómo mantener una continuidad entre lo vacío y lo lleno, entre la nada y el todo? ¿Entre la ruina y la obra en construcción?
El título de la muestra toma como fuente de inspiración el ensayo El tiempo en ruinas del antropólogo francés Marc Augé en el que reflexiona sobre los paisajes contemporáneos, las ruinas pasadas y futuras, la urbanización del mundo y sobre cómo todo producto de la sobremodernidad afecta a nuestra conciencia histórica y a nuestra experiencia del tiempo.
Desde hace décadas, el paisaje que habitamos está consagrado a la expansión territorial de la ciudad, a la homogeneización y a la pérdida de las idiosincrasias locales. Hay provincias enteras de nuestro país convertidas en auténticas “Laponias”, como bien ha definido Paco Cerdá. Cada fotografía de José Quintanilla encarna, en este sentido, una especie de zona cero. Es la imagen silenciosa y solitaria de la despoblación. Es la inmensidad del vacío en la que todo parece adquirir el color de la tierra. Paisajes desnudos de páramos áridos y caminos polvorientos apenas jalonados por árboles o alguna casa muda. Paisajes infinitos, pardos, sin sombras y sin habitantes.
En La vida secreta de las ciudades el escritor Suketu Mehta aporta datos para la reflexión: “Por primera vez en la historia, viven más seres humanos en las ciudades que en los pueblos. Nos hemos convertido en una especie urbana. En 1900, el 10 por ciento vivíamos en ciudades; en 2.010, el 53 por ciento y, para 2.050, cuando seamos nueve millones de personas en el planeta, el 75 por ciento habitaremos en ciudades. En 1970 el mundo tenía sólo dos megaurbes o ciudades de más de diez millones de habitantes: Nueva York y Tokio. Hoy, son veintitrés; en 2.025 serán al menos treinta y siete (…) Toda nuestra historia reciente puede entenderse contemplándola a través de la lente de la urbanización”
Si el campo está vacío, la ciudad está llena. Sin embargo, se da la paradoja de que los ambientes urbanos demasiado llenos se encuentran, en otro sentido, vacíos. Ocurre en los dibujos de Diana Velásquez que recogen obras en construcción que pueden no llegar nunca cumplir su función de albergar moradores. Sus paisajes de andamiaje son la imagen habitual de cualquier urbe del mundo. Es la ruina contemporánea, prematura, antes de nacer ya ha muerto. Es una ruina contradictoria que no remite al pasado sino al futuro. No es la ruina de la melancolía romántica sino de la distopía. Existen auténticos cementerios de urbanizaciones abandonadas sin terminar de construir. Es la secuela de la especulación inmobiliaria, de la vampirización del territorio.
En las ciudades nada permanece, todo se volatiliza en un abrir y cerrar de ojos. Miguel Delibes escribió Viejas historias de Castilla la Vieja en el año 1964 y ponía en boca de su protagonista las siguientes palabras: “Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero, y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro”.
Se supone que a las ciudades uno va a prosperar. La ciudad ofrece unas oportunidades económicas, laborales y sociales que el campo no ofrece. También ofrece emociones. Todo pasa en la ciudad. Y, las políticas públicas, se han encargado de que eso sea así favoreciendo lo urbano frente a lo rural. Desde mediados del siglo pasado se ha producido un éxodo continuo del campo a la ciudad pero, a día de hoy, estamos ante un nuevo fenómeno migratorio: el de los ciudadanos expulsados de su propia urbe buscando vivienda en la periferia de la periferia. La gentrificación está haciendo bien su trabajo. Así, mientras los centros urbanos se llenan de turistas, paralelamente se vacían de ciudadanos que las habiten.
En un segundo análisis, el vacío de la ciudad contemporánea se manifiesta también a nivel emocional. “Cada uno de nosotros posee un mapa sentimental individual de las ciudades que habitamos”, escribió el ya citado Suketu Mehta. Pero, ¿qué ocurre cuando ya no reconocemos la ciudad que habitamos?, ¿qué ocurre cuando la ciudad global nos destierra? Sucede entonces que se instaura en nuestra vida el tránsito y la incertidumbre se convierte en el equipaje de un viaje sin destino. El vacío se refleja, de este modo, en la pérdida de identidad y en el caos mental de las figuras femeninas de Isabel Gil que, atrapadas en la multiplicación de sus propias extremidades, tratan de habitar los mapas. El vacío también se plasma en las obras Rodrigo de Miguel que simbolizan la imagen de la soledad y la incomunicación en tiempos de superpoblación e hiperconectividad. Cada cual vive aislado en su lado de la cama o recluido en su propia bola de cristal. Estos dibujos forman parte de un diario comenzado en el año 2015 y titulado, muy acertadamente, MENOS (en un mundo de excesos, una muestra de ausencias). Y es que, la desmesura de nuestros tiempos hipermodernos (que diría Lipovestky) traduce nuestras carencias.
«Lo lleno y lo vacío»
Exposición colectiva
451. Calle Mon 26, Oviedo
Hasta el 30 de julio
Natalia Alonso Arduengo es gestora cultural