Fachada de la Alhóndiga de Miguel Fisac en Getafe (Madrid)

El mes de septiembre del pasado 2020, en Getafe (Madrid), el polideportivo “La Alhóndiga”, obra del gran arquitecto Miguel Fisac fue “intervenido” por el colectivo Boa Mistura con un mural de colores y la palabra EMPATÍA, con el apoyo de “Cultura inquieta” del Ayuntamiento de dicha ciudad, en el marco de un festival de arte urbano. Este polideportivo es un edificio que Fisac realizó con la colaboración de los entonces jóvenes arquitectos Fernando Sánchez Mora, Sara González, Blanca Aleixandre y Leonardo Oro, y que fue seleccionado para la Bienal de Venecia en 2004. Su gran originalidad estriba en sus 57 columnas de hormigón estructurado, material esencial en la obra de Fisac. Exactamente, el punto “intervenido”. El daño es ya irreversible.

Si esto ha ocurrido ha sido porque el edificio no contaba, a pesar de su peculiaridad artística, con ninguna protección por parte del Instituto de Patrimonio Cultural de España. Un hecho que nos alarma ya que, en circunstancias como esta, nada puede proteger en el futuro lo que constituye la herencia cultural y espiritual de un país. Discutir la responsabilidad de unos y otros resulta ya inútil, porque todos los que lo consintieron, los que lo ejecutaron, más los que, poco después de tan deplorable acción, se sumaron a aplaudirlo, tienen su parte en la vergüenza.

Creo, como Hermann Broch, que no hay nada más importante en una época que su “estilo”, por lo que aceptar la idea de que este culto a la “violencia artística”, que se viene gestando desde hace años, se convierta en parte integrante del “patrimonio”, es un precedente peligroso. Más aún, si estas acciones se apoyan e institucionalizan en “programas de desarrollo cultural”, y se presume al presentarlas, como “espíritu de la vanguardia”, o, en otros muchos casos, como una cierta insumisión ante un hipotético poder establecido.

Dice Jean Clair, en La responsabilidad del artista, que si el arte contemporáneo suscita tanta polémica hoy en día es porque el público, por poco informado que esté, adivina la deriva en la que está sucumbiendo, conminándonos a no olvidar, no solo nuestros deberes, sino nuestros poderes reales.

Las intervenciones o actuaciones sobre el espacio público son no solo necesarias sino alentadoras para todos los artistas en nuestro afán de cercanía, siempre que se propongan dialogar con el debido respeto con lo construido por otros, cuya obra contribuyó a “hacer la ciudad” no sin entusiasmo. Los artistas llevan la impronta de una época y contribuyen a definirla, participando con ello en la construcción del “estilo” de su tiempo.

He crecido con la convicción de que sería posible que el goce de las artes fueran patrimonio de toda la sociedad. Esa sociedad que, con más educación y tiempo libre, iba a estar en condiciones para apreciarlas y vivirlas. Sin embargo, diversas tendencias en las artes hoy, conducen a la confusión deliberada, alimentando con ello, de nuevo, el sentimiento de que estas pertenecen a una minoría, alejando su verdadero objetivo que es hacernos más humanos, embelleciendo nuestra vida, porque sabemos que la herencia del pasado, entre otras cosas, enriquece y posibilita la civilización futura.

White City Place, Londres . Intervención de Camila Walala

Cuando a mediados del siglo pasado, el pintor Fernand Léger, como participante activo en acciones de arte urbano, escribía en 1965, en su tratado sobre las Funciones de la pintura, aquel entusiasta mensaje: “Si ellos no vienen a nosotros, iremos nosotros hacia ellos… Salgamos a las calles, y llenemos de color sus casas, sus fábricas, bancos y hospitales y todos los rincones que conformen la ciudad…”, la propuesta resultó fascinante. Hoy, medio siglo después, se ha comprobado como visionaria.

Las infinitas posibilidades tecnológicas han conseguido que el diseño sea ahora el lugar desde el que trabajan muchos jóvenes artistas, creando nuevos vocabularios pictográficos que llenan los lugares públicos a lo largo y ancho del mundo, abriendo con ello caminos infinitos de lenguajes plásticos, hoy ya universales, pertenecientes a la aldea global. Desde esta filosofía, en uno de los ámbitos culturales emergentes de Londres, el White City Place, la artista francesa del “tribal pop”, Camile Walala, realizó una espectacular obra urbana, interviniendo calles y edificios, desatando una explosión, de creatividad, color y alegría, fascinante, con claras influencias no solo del maestro Léger, sino del “op art” y el “pop art”, logrando una poderosa presencia en la gran urbe, con un espíritu que podría emparentarse con el arte popular mexicano.

Con una ambición menor y otra filosofía, pero con una gran efectividad crítica y popular, estaría el arte urbano de un Banksy, utilizando los muros generalmente más denigrados de las ciudades del mundo, gracias a las infinitas posibilidades que la reproducción tecnológica le permite utilizar. Ahora se puede ver, en una exposición magnífica de su universo “post pop”, montada, discutida y analizada en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, no solo el alcance de su trabajo, sino de la metodología sociológica de su estrategia para lograr llamar la atención sin aceptar los convencionales cauces establecidos por el mundo del arte.

Siempre que me propongo una nueva obra pública, la consigna de Léger, “llenar de vida “, me viene a la mente como motor de mi acción. Levantar la persiana cada mañana y ver desde la pequeña o gran ventana una provocación vital de belleza. Es mi deseo militar en el arte público siguiendo la estela de los griegos, que fueron los primeros que conscientemente vislumbraron con generosidad la máxima de la belleza, anticipando el convencimiento renacentista de que “el aire de la ciudad hace libres a los hombres”. Eugenio d’Ors escribía a este propósito: “De las creaciones helenísticas, la ciudad y la estatua, aún es la ciudad la más bella. Tiene además de la línea, el movimiento. Es a un tiempo estatua y tragedia en el más elevado sentido de la palabra, espectáculo de un movimiento inserto en la libertad.”

Desde “laescena.es” he defendido que no hay reto mayor para un artista, que la introducción de una obra en la ciudad, el lugar donde transcurre la vida. Lucho por ese intento de insertar en el paisaje de forma democrática, no impositiva, mis eternas leyendas míticas, intentando, ¡oh, ilusión!, que acompañen nuestro paso. He preferido siempre caminar por las calles y mezclarme entre sus gentes, que hacerlo en la soledad de las montañas, aunque necesite de vez en cuando tocar ese cielo y habitar ese silencio. Mi elección estética es seguir la estela que dibujan los hombres y mujeres con su paso y acompañarlos con mi obra si me es posible. Ellos son, enamorada de sus cuerpos, mi provocación permanente. En 1995 a propósito de mi exposición “Prometeo, no debiste traer el fuego”, escribí los versos que siguen.

“Prometeo:
No debiste traer el fuego,
ni dejarlo aquí en mi boca.
Convertida en patética Pandora,
con qué insistencia recorrí tu geografía,
para nunca poseerte,
para perderme en la tierra del silencio.
No, Prometeo, no debiste traer el fuego
y dejarlo aquí en mis manos.”

Este es mi afán, entonces y ahora: la geografía humana.

Obra de Banksy en Palestina

Cuando visité El Cairo en 1991, a propósito de mi participación en la Bienal de Alejandría, subí de la mano del delegado cultural español, a una de las atalayas de la ciudad, un piso veintiuno sobre la cornisa del Nilo, y vi con asombro lo que se ofrecía ante mis ojos, comprendiendo con ello cómo eran sus habitantes. En El Cairo nadie tira nunca nada, todo lo suben a los tejados. Toda la “instalación contemporánea” de enseres, que conformaba aquel “suelo” de la ciudad cubierta con el polvo del desierto, me remitió inmediatamente a las tumbas de las pirámides con sus muchos objetos depositados junto a los sarcófagos para las necesidades del más allá. Comprender el escenario ciudadano es conocer y comprender a los que lo habitan.

En un pequeño Ensayo a dos voces que escribió la investigadora Alba Gómez Avi, hace años, reflexionábamos juntas sobre la experiencia de intervenir en la ciudad y la dimensión artística del espacio público, llegando a la conclusión de la enorme dificultad para comprender globalmente un organismo tan complejo que hace imposible su definición, porque el espacio público, el espejo de lo que somos, entraña una dimensión sociocultural. Pero atención, la palabra cultura nos recuerda Hannah Arendt, viene de “colere”, que significa cultivar, permanecer, cuidar, mantener y preservar. Cierto es que cada cultura se nutre de otras, pero es imprescindible su “resistencia” para que sea posible el diálogo con la diversidad de expresión de los lugares ya habitados antes, y con la voz que allí yace.

Si la ciudad es ese cuerpo creado por el hombre para que fluya la sangre de su ser social, lo describa, esculpa y dibuje de algún modo, no se me ocurre mejor escenario para nuestras propuestas artísticas. Mi pequeña experiencia de obra pública escultórica, me recuerda y certifica el poder inmenso de ésta. Solo a través de la obra pública el escultor puede vivir la “experiencia del reencuentro”.

Cuando pasa el tiempo y te acercas a tus obras, compruebas que ya no son tuyas, que no te pertenecen. Adquieren vida propia, porque la obra está insertada en un espacio que no es el tuyo. Es el espacio de los otros. Toda esa complejidad de signos, esa escenografía extraña e infinita, constituye una imagen que sustenta el referente identitario de sus habitantes.

Ensoñación artística «El vuelo de Calixto» para el jardín de Melibea en Salamanca de Esperanza d’Ors. Fotomontaje de Chema Castelló.

Por eso, cada vez que visito alguna de las ciudades donde he tenido el enorme privilegio de implantar una obra, me tiemblan las piernas, y ruego no solo que me sorprenda, sino que me parezca digna de estar ahí y, por supuesto, lo suficientemente bella. Y esas figuras de mis mitos que van desnudas porque el desnudo es hermoso, ya que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, deseo sean el recuerdo permanente de que el hombre debe ser el centro del universo.

Una contradeclaración a los tiempos que me han tocado vivir. Debe ser un acto de amor que abra paisajes de sentido y compañía, no solo para el artista -quizá, con suerte, el primer testigo-, sino para todos los que transitan en el presente y los que vendrán más tarde. En el cuestionamiento permanente que es la creación artística, los hombres pasamos y las formas permanecen. Octavio Paz, en su Crepúsculo de la ciudad, lo resume en estos versos:

“…Calles en que la nada desemboca
Calles sin fin andadas, desvarío
Sin fin del pensamiento desvelado,
Todo lo que me nombra o que me
Evoca
Yace, ciudad en ti, yace vacío
En tu pecho de piedra sepultado…”

Saludemos con gratitud el regalo de la libertad creadora que nos conforma a todos. No le pongamos la ya conocida máscara. No disfracemos el porvenir de desvarío. Porque no solo recibimos, como dice Bernard Shaw, “el legado de nuestra propia patria, sino la herencia universal”.

«El regreso de Ícaro con su ala de surf» de Esperanza d’Ors, Puerto de Alicante


Esperanza d’Ors
 es artista