El público. Foto: Ros Ribas

Este fin de semana Asturias se tiñó de Lorca. La noche del viernes 3 de febrero en el Auditorio del Niemeyer y la noche del sábado 4 en el Teatro Jovellanos, los públicos de Avilés y Gijón, respectivamente, pudieron disfrutar del magnífico montaje de El público, de Àlex Rigola, primero en un escenario más abierto que destacaba su espectacular escenografía y luego en otro más íntimo que arropaba y reforzaba la conexión entre las energías de los actores.

Esta propuesta que se estrenó ya en Madrid en el Teatro de La Abadía el 28 de octubre de 2015, y que desde entonces lleva convenciendo a los espectadores que han ido a verla, superando el miedo al especial hermetismo y peculiaridad de este texto de Lorca, consigue introducir al público en una de las creaciones más complejas del poeta y ayudarlo a comprender desde dentro el más auténtico universo lorquiano. El autor granadino era consciente de la bondad de sus tres obras más vanguardistas, de su teatro de lo imposible, El público, Así que pasen cinco años y Comedia sin título, y no escondía que en ellas estaba «su verdadero propósito» como artista y como persona, aunque para demostrar una personalidad y tener derecho al respeto hubiese tenido que «darles otras obras a los espectadores españoles». El público supone el primer paso del «teatro al aíre libre» al «teatro bajo la arena», de un teatro más popular y sin riesgo, a un teatro que no quiere conformarse con lo convencional y la apariencia, sino profundizar en la verdad que se esconde tras los trajes y las caretas del teatro y de la vida, la verdad del inconsciente, de los deseos profundos de un hombre que quiere amar como siente y de un artista que quiere ser honesto y compartir su verdad y sus propios desgarros; en suma de una persona que quiere ser libre y plena. Vivir, amar, escribir y dirigir de manera auténtica.

Aparte de ser la primera de estas obras, El público se escribe en 1930 entre Nueva York y La Habana, justo después de la profunda crisis personal del poeta, que alcanzó precisamente esos dos planos que luego aparecen de manera recurrente en la obra: el personal (Lorca había sufrido dos desengaños amorosos, el de Dalí y el del escultor Emilio Aladrén, que en ambos casos lo abandonan por una mujer, Gala y Elena, respectivamente; ésta última aparece de hecho en la obra) y el profesional (Lorca había publicado Romancero gitano y había estrenado Mariana Pineda y aunque gozaba del favor del público no conseguía el aplauso de su círculo más próximo, que lo creían capaz de hacer propuestas más novedosas y arriesgadas, y más interesantes en aquel contexto poético y teatral).

El público. Foto: Ros Ribas

 

Estas dos pulsiones, que son parte esencial en el montaje de Àlex Rigola, constituyen las médulas que explican y dan sentido último a este universo lorquiano y a la propia persona de Federico García Lorca: ese deseo por vivir amando en libertad, defendiendo un amor a priori imposible, el homosexual, en el que «el pez luna» no encuentre «un cuchillo», y por hacer y defender «un teatro bajo la arena» que construya verdad. Y con ellas, la lucha interna del propio Lorca consigo mismo para poder llevarlas a cabo y la lucha con el contexto social, tan castrador como los personajes del Emperador y su Centurión en la obra, además de la lucha con otros para que también ellos se acepten y se permitan ser plenamente, más allá de las creencias, los prejuicios, las inercias, los miedos y la cobardía.

El gran acierto de la propuesta de Àlex Rigola pasa precisamente por haber entendido la magnitud del texto, su verdadero potencial, la grandeza y pureza de sus asuntos que no importan tanto en sí mismos como por lo que revelan y por cómo se hace. Llevar a escena esta obra, que desde que en 1987 se atreviese con ella el genial Lluís Pasqual en el Teatro María Guerrero no había tenido otras representaciones profesionales, es mostrar las vísceras de un Lorca que sufre bajo la arena lo que al aire libre no le permiten mostrar. El montaje, mimado en cada detalle, demuestra que su director es consciente en todo punto del reto que tiene entre manos, del valor de hacerlo bien y de su complejidad. Se podría decir que gran parte del éxito del montaje está en que Àlex Rigola asume como propia la lucha (o las luchas) del poeta granadino y también sus palabras (cita que no en vano figura en el programa de mano): «Yo no vengo hoy para entretener a ustedes. Ni quiero, ni me importa, ni me da la gana. Más bien he venido a luchar. A luchar cuerpo a cuerpo con una masa tranquila. […] Y esta es la lucha; porque yo quiero con vehemencia comunicarme con vosotros ya que he venido[…] y no quiero daros miel, porque no tengo, sino arena».

Y éste es el otro gran valor de esta propuesta escénica, no dar lo que la obra no tiene, sino lo que tiene, y darlo siguiendo su misma estructura de drama en cinco cuadros y aceptando el lenguaje onírico y surrealista del texto de Lorca, agarrándose a su fuerza, a su intensidad, a su lirismo y desgarro, a su molesta explicitud y a su belleza, al erotismo que emana «alegría» y «agonía» y a esos símbolos que conectados dibujan la constelación de Lorca (el caballo, la luna, las rosas en el pelo, las aguas podridas del pantano, el azul, el rojo, el verde, el dorado, el negro). Los espectadores cuando entran en el patio de butacas se encuentran ya con un decorado, con actores en escena y con actores por la sala, vestidos con trajes azules de mahón y cubiertos sus rostros de negro, con una pequeña orquesta que toca y canta en directo y que ambientan un espacio escénico que acoge de inmediato en su interior al espectador. Se le va así introduciendo poco a poco en la estética de un sueño, con fragmentos, retales, actantes e imágenes, de texturas diversas. De entre todos ellos destaca un personaje de traje negro que cruza la escena y ocupa, quieto, el lugar más alto de la montaña de arena que hay en el escenario, para atraer la atención sobre un hecho que supone el inicio en sí mismo de la obra: la «gran mano impresa en la pared» de la primera acotación del texto se sustituye aquí por la aguda decisión de proyectar el rostro de Lorca sobre las cortinillas de tiras plateadas que cubren todo el fondo del escenario. Este asunto que pudiera parecer menor, es fundamental para el arranque de la obra y para la configuración general del espectáculo y su codificación como sueño.

El público. Foto: Ros Ribas

 

Lorca, su mirada y su sonrisa están presentes en ese momento en tres puntos distintos del escenario: al fondo y en lo alto, a la derecha, sobre las cortinillas, en imagen proyectada; al fondo y en lo alto, a la izquierda, sobre la montaña de arena, en el personaje del traje negro que no aparece en el texto de Lorca al inicio de la obra, pero al que el montaje da continuidad en el personaje del Caballo Negro y del Prestidigitador; y en primerísimo plano y central, la presencia de un Lorca en movimiento, hablando mudo al pueblo y montando La Barraca, proyectado sobre una rudimentaria tela que sujetan dos de esos caracteres azules sin rostro, que servirá de otro «teatro al aire», en contrapunto al que venga, y de fugaz recordatorio «a lo Meliès» de la especial naturaleza de los materiales de los que se nutren los sueños y de su peculiar estética. Cuando la música se va apagando, los actores con estudiada lentitud y parsimonia se retiran de la escena, y lo hacen por el mismo lugar donde está proyectado el rostro. Las luces cambian y ya todos estamos dentro de su cabeza, en los sueños, obsesiones, miedos y deseos del gran Lorca. Y allí nos espera el Director, también de traje negro, y su criado con la trompeta, que por si alguno se ha despistado, dice al público «que pase».

Accedemos de ese modo a un universo donde la imagen, el sonido, la luz, los movimientos y ese punzante lenguaje del texto de Lorca se aúnan para construir un todo onírico, de narrativa fragmentada e irracional, de gran valor poético, de metáforas visuales y visionarias, y de lenguaje simbólico, costoso de comprender queriendo imponer el racional entendimiento, pero al que no cuesta llegar si se accede a entrar y a quedarse en el sueño. No se pide tanto al espectador en esta propuesta en la que los equipos del Teatro de La Abadía y del Teatre Nacional de Catalunya, productores de la obra, han echado el resto: han unido saberes y sensibilidad para aportar cada uno lo mejor de sí mismo, con el fin de lograr envolvernos en la realidad etérea de lo onírico. Así, la configuración del espacio escénico a cargo de Max Glaenzel, con la sencillez de los elementos fijos en escena (esa montaña de arena que recuerda de principio a fin del montaje «el teatro bajo la arena» y la lámpara fija a la derecha que cambia su tonalidad y alturas en función del momento), pero sobre todo el genial efecto de las cortinillas de tiras plateadas que consiguen trasladar al público la idea de que lo que estamos viendo como retales de un sueño sólo es una parte que se escapa, y la más codificada, de lo mucho que hay detrás, en el territorio in absentiae del escenario y en la recámara más profunda del poeta.

Los cambios de iluminación de Carlos Marquerie, de las tonalidades más neutras del inicio y final, pasando por el punzante verde de la escena de las figuras de Cascabeles y Pámpanos, la oscuridad dorada de la escena del sepulcro de Julieta, o el inquietante rojo del final del cuadro cuarto y de la transición hacia el cierre de la obra, van graduando los distintos niveles de irrealidad de lo representado. El vestuario de Silvia Delagneau consigue reducir sin perder fuerza y personalidad los elementos descritos por Lorca para sus personajes, que en ocasiones por excesivos detalles pierden en pureza y despistarían al público de lo verdaderamente importante. Su propuesta es acertada en sus formas mínimas (las Figuras de Cascabeles y de Pámpanos visten igual, en ropa interior y tan sólo con una corona, y se diferencian en los cascabeles que uno de ellos lleva en una mano y al empezar a hablar luego tira; o el «Traje Blanco de Arlequín» o el «Traje de Bailarina», ambos en ropa interior y caracterizados con una gola o un tutú) o desnudas (como los tres Caballos de imponente plasticidad y belleza, que se forjan en los cuerpos de dos actores y una actriz desnudos). Pero también lo es en sus formas máximas: ya sea en el cuadro cuarto cuando todos los actores están a la vez en escena, todos vestidos y en tonos oscuros, y cinco de ellos con abrigos de pieles, en claro contraste con el personaje del Enfermo, en paños menores y completamente ensangrentado; o en la espléndida labor que hace con los trajes de trabajo azules, o los negros del Director o del Caballo negro y luego Prestidigitador, que todos juntos bien pudieran ser correlatos del propio Lorca. Los trajes y el vestuario están tratados con esmero en el montaje, apuesta inteligente sin duda cuando los dos temas centrales de la obra, el amor y el teatro, están directamente vinculados con éstos. En palabras del personaje del Director: «Eso es lo que precisamente se hace en el teatro. Por eso yo me atreví a realizar un dificilísimo juego poético en espera de que el amor rompiera con ímpetu y diera nueva forma a los trajes».

El público. Foto: Ros Ribas

 

Es fundamental para conseguir el efecto onírico y la inmersión del espectador en esta otra realidad el trabajo de Nao Albet en el espacio sonoro, que empieza con esos «músicos en la cabeza de Lorca» (todos ellos también parte del elenco de actores), que sigue con la música siempre apropiada, con el trabajo del ruido ambiente que estimula el plano de lo irreal, que inquieta o distorsiona, que subraya y enfatiza, o con la imponente presencia de la voz en off metálica de José Luis Torrijo con la que se traduce el personaje del Emperador, hasta llegar al momento de mayor carga emocional, el del «Pastor bobo», donde ese personaje de Lorca se desdobla en dos para hacer cantar al propio Nao Albet mientras danza Laia Duran, ambos actores que encarnaban a dos de los tres caballos, lo que sin duda amplifica el valor poético de la escena. La voz inmensa y profunda del pastor y el sentido baile coreografiado por la propia actriz consiguen conmover al espectador y trasladarle el dolor y falsedad de ese mundo de caretas, de máscaras y de trajes que es el teatro, incluso el que se hace «bajo la arena», y que es la vida.

Y por supuesto nada de esto habría sucedido sin el trabajo esmerado y convencido del cuerpo de actores. Catorce profesionales de la escena dan vida a los más de treinta personajes de El público: Nao Albet, Jesús Barranco, David Boceta, Juan Codina, Laia Duran, Rubén de Eguia, Irene Escobar, Oscar de la Fuente, María Herranz, Alejandro Jato, Jaime Lorente, David Luque, Nacho Vera y Guillermo Weickert. El hecho de que cada actor (menos el Director de Escena, encarnado por Juan Codina, y su Criado, Nacho Vera) represente a varios personajes no hace sino naturalizar aún más y enfatizar la técnica del desdoblamiento tantas veces utilizada por Lorca, en sus dibujos, en sus poemas y en sus obras dramáticas, pero en ninguna con tanta extensión ni rentabilidad como en El público, siendo de hecho una de las mayores dificultades del texto y su traducción escénica, y al mismo tiempo una de sus más inquietantes riquezas. Lorca juega en la obra hasta con tres dimensiones de sí mismo: el falso heterosexual que se niega a aceptarse personal y socialmente, y el homosexual más femenino y también artificial en su exceso (los personajes de Gonzalo y Enrique, el uno respecto del otro, y cada uno consigo mismo, y que toman cuerpo en las Figuras de Pámpanos y Cascabeles, y los Trajes de Arlequín y Bailarina), y el que sería su ideal, el homosexual que se acepta libremente, que en la obra aparece reflejado en el personaje del Estudiante 5º, que transfiere esa alegría y naturalidad al Estudiante 1º.

El público. Foto: Ros Ribas

 

Después de releer esta obra y de verla este fin de semana dos veces en escena, de asistir a sus reflexiones sobre la necesidad de un teatro nuevo y verdadero y a su defensa de un amor libre, ambos dolientes pero sin caretas, aún me queda más claro que si Lorca viviera, hubiese aplaudido y sonreído con orgullo al ver representado con lenguaje onírico su teatro imposible, hecho posible por Àlex Rigola, pero hubiese gritado, sin dudarlo, las palabras de su Julieta en la obra: «A mí no me importan las discusiones sobre el amor ni el teatro. Yo lo que quiero es amar».

Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rossllanoslopez@gmail.com