Una estética es una estrategia para justificar las limitaciones de la creatividad. Como tal, es un fenómeno característicamente adulto, porque la infantil, por su parte, es una creatividad sin límites autoimpuestos. Si la estética (cualquier estética particular) aplicada al arte trata de la conexión de este con la belleza, podrá entonces decirse que, estéticamente hablando, la belleza artística es antítesis de la creatividad artística. Lo que no significa que no puedan existir objetos artísticos simultáneamente creativos y bellos, sino que el artista adulto, en términos generales, sacrifica la creatividad en nombre de la belleza. Como no acabo de entender del todo lo que acabo de escribir, por más que su lógica me resulte aplastante, intentaré explicarlo pensando sobre todo en las formas de creatividad y belleza sonoras, a las que soy particularmente sensible.

Lev Vygotsky fue uno de los más agudos estudiosos y teóricos del desarrollo infantil. Le debemos, entre muchas otras cosas, algunas de las más detalladas observaciones de la creatividad en la infancia [1], la que el niño manifiesta cuando dibuja sin tener idea de lo que es la pintura, escribe sin saber qué es la poesía o produce música sin necesitar saber qué es la música. El niño crea sin anticipar la belleza de lo que produce ni preocuparse por qué pueda significar eso de que algo sea bello. Lo que no quiere decir, en absoluto, que en la creatividad infantil no haya premeditación. El niño busca representar algo y, lo más interesante de todo, es que siempre acierta: esa maraña de garabatos y tachaduras superpuestos de mil maneras es, indiscutiblemente, el perro que pretendía dibujar, que volverá a dibujar de las más diversas formas y colores, una y otra vez, y acertando siempre. Para el niño nada limita la apariencia que cualquier cosa puede cobrar en una representación y nunca se cansa de explorarlo. ¿Idealizo? ¿Exagero? Seguramente. Sin embargo, aunque solo sea en términos relativos, la apreciación del arte que el niño practica se basa mucho más en el placer de la exploración (de los materiales, de las formas, de los mil y un tentáculos de la analogía…) que en el ajuste a cualquier ideal de perfección o belleza del resultado logrado. El proceso cuenta para él más que el resultado. Por eso no le importa repetirlo una y otra vez y no muestra particular interés en conservar lo que ha hecho – eso es cosa de padres, tal vez semilla del coleccionista/fetichista que muchos llevamos dentro –.

Con la música ocurre más de lo mismo, aunque con la sutil, pero importante diferencia, de que el producto musical es efímero, evanescente, desaparece tan pronto como se crea. El niño golpea, hace vibrar o sopla cualquier cosa que se preste a ello, tantas veces como se le antoje y de tantas maneras como se le ocurra y el material le permita. Parte de la música que crea está en esos instrumentos y parte, seguramente, dentro de su propia cabeza. Jonathan Richman llamaba «instrumento encontrado» a cualquier cosa que recogía camino de los colegios y hospitales infantiles en los que se dedicó a cantar después del éxito infructuoso de los primeros The Modern Lovers. Bastaba con que pudiese servir como acompañamiento de sus canciones para que él se lo ofreciese a su audiencia como un verdadero instrumento musical. Según su propio testimonio [2], tan valioso como el de un Vygotsky, nada más sencillo que implicar a los niños en un proceso de creación musical, de resultado tan incierto como irrelevante. El niño disfruta haciendo, más que contemplando. Y, cuando contempla, en realidad completa con su imaginación algo que inmediatamente se transforma en simple ingrediente de un proceso creativo propio. ¿Idealizo? ¿Exagero? Seguramente. Pero vuelvo a remitirme a lo dicho más arriba.

¿Qué sucede entonces con la creatividad del niño, que parece quedarse para siempre en el país de Nunca Jamás, en lugar de acompañarlo a su cotidiano Londres Futuro? Vygotsky dice que, a medida que el niño se aproxima a la adolescencia, sus impulsos creativos decaen y que, en los pocos casos en que el interés por las letras, la pintura o la música se mantiene vivo, comienza en encauzarlo en las formas canónicas o tradicionalmente instituidas del arte literario, pictórico o musical. Mi manera de ver esta transición es que el pequeño artista creativo queda atrás y en su lugar emerge el artista esteta.

Me doy de sobra cuenta de que parezco estar negando creatividad a lo que común y generalizadamente llamamos «artista» y que eso es, al menos en lo que se refiere a los mejores artistas, algo así como un contrasentido («interpretación contraria al sentido natural de las palabras o expresiones», según DLE™). Lo cierto es que no pretendo jugar con las palabras; en todo caso, negociar o renegociar su sentido ¿natural?. Y el que yo defiendo para la palabra «creatividad» no es caprichoso, sino el que le ha venido dando esa intermitente línea de continuidad filosófica que parte de Descartes y llega en nuestros días a Chomsky, pasando crucialmente por Humboldt (Guillermo, el menos aventurero de los hermanos) [3]. Para todo ellos, la señal del tipo de creatividad distintivamente humano es el no conocer límite alguno. Que no es exactamente el que manifiesta el arte, sino el lenguaje (para ningún hablante existe el mayor número posible de oraciones ni la oración más extensa posible que pueda producir) y el pensamiento (lingüísticamente articulado o articulado en su propio «lenguaje»). El arte (adulto), por más que trabaje, de diferentes modos, con uno y otro, limita, también de muy diferentes modos, la creatividad del pensamiento y del lenguaje a través de las opciones estéticas del artista. Me gusta resumirlo así: la estética pone límites a la creatividad que la gramática (la lingüística, la visual, la auditiva… la mente contiene muchas «gramáticas») instala en el organismo humano. Aclarado esto, cualquiera puede reescribir lo que llevo dicho con las alternativas terminológicas que más sean de su agrado.

La infantil es, pues, la manifestación del arte que evidencia más directamente el tipo de creatividad consustancial al lenguaje y al pensamiento. Entonces, ¿por qué tantos teóricos de la estética, incluyendo figuras clave de la filosofía del siglo XX, denigran con tanta ligereza y frecuencia la creatividad infantil cuando tratan de enraizar el concepto de arte en el de belleza? Vete tú a saber. Tal vez por envidia. A mí, desde luego, los niños – en general – me provocan muchísima envidia. Pienso, muy particularmente, en Theodor W. Adorno, de quien tengo entendido que se encuentra entre los pensadores más influyentes sobre los jóvenes estudiantes de filosofía. Me interesa mucho Adorno, y hay mucho Adorno para leer y pensar. Mucho y bueno. Sin embargo, su teoría estética me parece más bien elitista. Y lo es, en parte, por el peso de ese maestro suyo que no fue para ser un oscuro objeto de estudio y de deseo, el también enormemente influyente Walter Benjamin [4].

Adorno afea al gusto musical popular su inclinación hacia lo conocido y, como fatal consecuencia, su tendencia a apreciar los mismos motivos repetidos una y otra vez. Sin embargo, no satisfecho con esta manifestación de desdén hacia la «baja» cultura musical, la transforma de inmediato, y en términos causales, en un reproche a la mentalidad infantil latente en la mayoría de los adultos. He aquí una muestra: «Existe un mecanismo neurótico estupidificador en la audición musical; su principal indicio es un rechazo arrogantemente ignorante de todo lo que no suene familiar. Los oyentes regresivos se comportan como niños. Reclaman una y otra vez, con maliciosa tozudez, el mismo plato que ya les han servido» [5]. Como suele decirse, Adorno se pasa aquí de frenada – o varios pueblos, en expresión tal vez más popular y, por ello, más adecuada al caso –. Porque, dejando de lado su valoración del gusto musical popular – aunque, sí, la he calificado ya de «elitista» –, lo cierto es que el tipo de obstinación que le atribuye es ajeno a la creatividad del niño. Y Adorno debería estar preparado como el que más para entenderlo, porque el motivo último de su descalificación es el de criticar la renuncia a la individualidad que supone que un adulto se sume a lo que todos hacen y se empecine en repetirlo una y otra vez. Pues bien, si existe alguien radicalmente autónomo en casi todo lo que hace, ese el niño, como sabe cualquier que se haya dedicado a observar o estudiar sus primeros pasos con el lenguaje, la expresión plástica o la musical. En todos esos terrenos, el niño es un explorador solitario en un territorio adulto que aún no es el suyo.

Y no es este, me temo, el único ni el menor reproche que Adorno dirige a la mente infantil. Porque Adorno, y en el fondo Benjamin, atribuyen a una mentalidad no suficientemente desarrollada el ocaso general de las artes, y en particular de la música, debido a la reiteración (Adorno) que favorece la reproductibilidad técnica (Benjamin) de las producciones musicales [6]. Por chocante que pueda parecer. Pero es que – razona Adorno – la atracción por los nuevos mecanismos de reproducción musical deriva en gran medida de la «gran ilusión» en que incurrimos al antropomorfizarlos, como si articulasen los sonidos por su propia voluntad y por sus propios medios. Lo que, según el diagnóstico de Adorno, remite a atavismos de nuestra psicología, manifiestos entre los niños y las gentes primitivas, y latentes y listos para aflorar en cualquier momento en el adulto poco (in)formado [7].

El gran historiador de las técnicas de reproductibilidad musical Greg Milner califica de «estrecha» la visión de la música popular de Adorno [8], en un sentido que comparto y que creo extensible a Benjamin. La música popular que ningunea Adorno no son las músicas tradicionales – las «etnografiables», digámoslo así –, sino las músicas nacidas a partir de las diversas innovaciones fonográficas de los siglos XIX y XX. Tanto es así, que llega a decir que con la reproductibilidad fonográfica o la difusión radiofónica «se minimiza la diferencia entre la música popular ligera y la música clásica» [9]. La solemnidad del momento y la actitud reverencial dan un «aura» a esta última que irremediablemente se pierde cuando el oyente puede consumirla distraídamente, fragmentada y contaminada por todo tipo de ruido ambiental. Por eso, razona Milner, no sabiendo apreciar la permanencia de lo musical en cualquiera forma de producción o reproducción, la «música» era para Adorno (y para Benjamin, añado) algo con una existencia separada o aparte del proceso de (re)producción y, por tanto, «abstracto» [10]. Lo que, se mire como se mire, resulta algo mucho más próximo a una forma de pensamiento mágico o animista que el que pueda ser propio de la mentalidad infantil o primitiva que Adorno parecía abominar. Ahora bien, ¿por qué habría de estar la música – mejor o peor, más o menos original o creativa, más o menos entretenida o solemne, en fin, cualquier tipo de música – reñida con la distracción, o el ruido, o la rutina diaria?

No está en mi ánimo denigrar ningún tipo de arte ni la mediación de la estética, no ya en la comprensión del arte, sino en la motivación de los artistas. Sería contradictorio con mi defensa de la libertad del artista, que naturalmente puede limitar su trabajo estéticamente como mejor entienda. Pretendo, sencillamente, reivindicar formas de creatividad más espontáneas, más próximas al arte infantil ajeno a la estética, menos sensible a la belleza y más a la exploración y a la sorpresa. Lo que, ciertamente, no creo que se logre replicando con premeditación lo que un niño hace con cualquier cosa que le pueda servir para emborronar o hacer ruidos en cualquier superficie. De hecho, rebajar el nivel de premeditación con que el músico se aproxima a sus materiales seguramente sea el mejor consejo para hacer de su arte, primordialmente, una actividad de exploración y hallazgo.

En este sentido, el caso límite nos lo ofrecen artistas como Daniel Johnston, cuya idiosincrasia mental sirvió para mantenerlo en una especie de infancia extendida, cualquier cosa menos premeditadamente, a lo largo de la cual consiguió desarrollar una profusa y enrevesada obra plástico-musical apartada, en forma y formatos, de cualquier canon pop coetáneo. E, inevitablemente, viene también a la cabeza Brian Wilson, componiendo desaforadas «sinfonías adolescentes a Dios» bajo custodia, en una especie de libertad condicionada que lo mantenía alejado de sus Beach Boys y liberado del ajetreo geográfico de la banda, sin dejar de ser su motor creativo. O el ya referido Jonathan Richman, siempre tan cercano al desenfado infantil en sus composiciones y sus interpretaciones, quien acumula en su repertorio un buen número de canciones concebidas para niños y que ha confesado haber puesto a prueba con audiencias infantiles canciones con las que quería despertar un espíritu receptivo semejante entre adultos. O Jeff Magnum, artífice de la explosión de surrealismo naïf de los Neutral Milk Hotel, entregado desde el colapso de la banda (en realidad, su propio colapso: el circuito musical no es lugar para niños) a trabajos de collage sonoro e intermitentes apariciones ante el público. O los Moldy Peaches, que es como decir Kimya Dawson y Adam Green, quienes, juntos o por separado, han recibido los peores veredictos de la crítica especializada precisamente por el excesivo apego al espíritu infantil en sus canciones. Allá ellos – quiero decir, los críticos –.

Concluyo. La psicología del desarrollo, como en realidad la biología del desarrollo en su conjunto, viene arrastrando el lastre histórico de considerar que, hasta llegar a convertirse en un adulto, cualquier organismo es una versión aún incompleta de ese adulto. Existe actualmente una creciente conciencia de que este sesgo adultocéntrico carece de cualquier fundamento. En el fondo, tiene bastante más sentido considerar que el adulto es una versión recortada o disminuida de su homólogo juvenil, porque casi todo lo que somos implica dejar atrás muchas de las capacidades latentes en lo que fuimos. Entre ellas, esa capacidad de exploración sin un propósito claro, para la que importa más la búsqueda que lo que uno pueda encontrarse explorando y buscando, consustancial a la creatividad infantil. Puede que no sea esta la belleza con que la estética trata de descifrar el valor de un empeño artístico. Sin embargo, si nos detenemos a pensarlo libres de prejuicios filosóficos, también hay belleza en esa búsqueda ajena a cualquier estética e ignorante de la idea misma de belleza.

[1] Vygotsky, L.S. 1932. «Imagination and its development in childhood», en The development of higher psychological functions, Academy of Pedagogical Sciences, 1960.

[2] Tim Mitchell. 1999. There’s something about Jonathan, Peter Owen.

[3] Noam Chomsky. 1966. Lingüística cartesiana. Un capítulo de la historia del pensamiento racionalista, Gredos, 1969.

[4] Javier García Rodríguez y Guillermo Lorenzo. en preparación. El aparato reproductor. Diálogo (no autorizado) sobre la creación audiovisual y Walter Benjamin. Eolas/menoslobos.

[5] Theodor W. Adorno. 1991. «On the fetish character in music and the regression on listening», en The culture industry, Routledge (pág. 51; la traducción es mía).

[6] Walter Benjamin. 1936. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, Penguin Ramdom House, 2021.

[7] Theodor W. Adorno. 2009. Current of music, Polity Press.

[8] Greg Milner. 2009. El sonido y la perfección. Una historia de la música grabada, Lovemonk [2015].

[9] Theodor W. Adorno, op. cit., pág. 46; la traducción es mía.

[10] Greg Milner, op. cit, pág. 129.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo