El público del Palacio Valdés de Avilés ratificó el pasado viernes con sus aplausos los graves cargos que desde hace ya varios años y montajes pesan en Ciudad Tierra sobre los Ron Lalá: “teatrismo agudo, musiquismo pertinaz, humorismo alevoso, blanqueo de sentimientos y tráfico de emociones”. Los mirantes del coliseo avilesino, puestos en pie, declararon felizmente culpables de estas acciones delictivas y de un prodigioso y necesario artismo a Yayo Cáceres, Director de la obra (o de las obras que subyacen en Crimen y telón), a Daniel Rovalher y su Teatro, a Juan Cañas y su Detective Noir, a Íñigo Echevarría y su Teniente Blanco, a Miguel Magdalena y su Comedio, y a Fran García y su Tragedio, que sustituyó con fortuna a un Álvaro Tato sobre el que recayó la misma condena por un texto que indudablemente lleva su rúbrica. Después, los espectadores volvían más felices y tranquilos a sus vidas, con la sensación del deber cumplido, al haber aplicado la justicia poética y premiado a los inocentes, y con la certeza de que el teatro verdadero nunca moriría en manos de bandas tan peligrosas como Ron Lalá y con tanto público cómplice dispuesto a guardar silencio ante los agentes, cualquiera que sea su tiempo, de la Triple A (Agencia Anti Arte).
Y es que esta compañía lo ha vuelto a hacer; ha conseguido que el espectador abandone su carácter pasivo de expectante y se convierta en parte de un universo que empieza a funcionar en el mismo patio de butacas, justo en el momento en el que se comienza a leer el programa de mano, una ingeniosa hoja volandera, extra de un periódico, en la que no sólo se anuncia que “el teatro ha muerto” sino que se alerta al público de las claves espaciales y temporales, axiológicas y epistemológicas, necesarias para comprender la ontología del mundo de ficción que propone la obra, una distopía futura, pero no tanto, en la que el planeta Tierra, dominado por los ordenadores y la tecnología, y llevado por la lógica extrema de la globalización, que así enunciada recuerda los peligrosos idearios de los regímenes totalitarios (un solo mundo, una sola mente, una sola urbe), se convierte en Ciudad Tierra. Un lugar en el que se prohibe todo lo improductivo, y entre ello las Artes, que deben exiliarse a otros planetas. Los artistas, por su parte, son detenidos en campos de concentración en Marte y perseguidos, los que quedan, por los agentes de esa Triple A, condenados ya a vivir en la resistencia o la clandestinidad.
La acción de la obra se sitúa en el mismo día de la función, en nuestro caso un 16 de febrero, pero del año 2038, y en el mismo lugar, el teatro Palacio Valdés de Avilés, en un mundo donde el medio ambiente es una simulación informática, donde las máximas sociales son el entretenimiento absoluto, el gasto extremo y el bienestar obligatorio, y donde ser feliz es un deber. Un mundo de artificio en el que la cultura, el arte, la música, la poesía y el teatro, y sobre todo el teatro, aún resultan por contraste más verdaderas de lo normal.
Por eso, si bien Crimen y telón se ha dicho que es una comedia thriller, y lo es, con esta mínima descripción se advierte que es mucho más. Los “ronlaleros” cuentan una historia de base policíaca, usando los elementos básicos del género negro: hay un cadáver, un asesinato o un suicidio que resolver, un investigador, sospechosos, pistas, hipótesis, el suspense, en definitiva… Pero todos ellos aparecen integrados con los componentes clásicos del enredo teatral, de la maquinaria que se pone al servicio de la intriga escénica, de la construcción del pathos trágico, con anagnórisis, con temor y compasión, pero también con distanciamiento. En su tejido late Hitchcock, pero también late Aristóteles. Se usa el cinematográfico flashback del cine noir y las notas de voz del protagonista que emulan, bajo fórmulas actualizadas, los largos parlamentos de resumen que en el teatro clásico ayudan al espectador.
Crimen y telón es una gran alegoría paródica, una metáfora continuada, con mucha guasa e ironía, del mundo que vivimos, de sus absurdos, de sus excesos, de sus sinsentidos, de la deshumanización y desnaturalización de los mismos, que logra poner de manifiesto una vez más la que ya parece ser una de las apuestas de esta compañía, propia y de adopción cervantina: la fuerza creadora de la locura, su mágica elocuencia para decir la verdad y criticar al mismo tiempo con inteligencia todo aquello que no nos gusta.
Comprar una entrada para ir a ver una función de Ron Lalá es comprar un pase para asistir a un juego, que a su vez en este caso propone otro; el juego que en definitiva es siempre el teatro, el de la ficción vivida como real, que muchas veces se revela como más verdadera que la propia vida. Porque cada función de Ron Lalá, y Crimen y telón más, evidencia que “el teatro es la mentira que dice la verdad”, y nos hace asistir a un viaje, un juego, una ficción, y nos dejamos ir, llevar, participando no del espectáculo, porque estamos dentro, sino del mundo creado.
La inmersión es otra de las señas de identidad de esta maravillosa banda de arti-delincuentes; hacen al público hablar y gritar, posar de perfil y de frente para la foto, abuchear o aplaudir a su antojo, y hasta cantar el “himno clandestino al teatro” en una ciudad donde está prohibido cantar, silbar, tararear. Ponen en marcha estrategias de siempre, pero siempre buscando la sorpresa, la hilaridad y la complicidad inevitable cuando la genialidad se descubre ante nosotros; y buscan otras nuevas que advierten del inconformismo natural en sus procesos de creación, lo que garantiza que su fórmula de éxito no se encasille o llegue a cansar. Hasta el regidor y los técnicos de luz y sonido, en este caso, intervienen en la obra, con una naturalidad que sorprende en sí misma.
Y aunque unos prefieran Folía, otros En un lugar del Quijote, los más la Cervantina, y reparen ante este nuevo montaje por comparación, en pequeñas exigencias o en la grandeza de un texto que asfixia en algún momento al espectador, lo unánime es que la calidad nunca cansa, por eso Ron Lalá sigue cosechando éxito de público y de crítica. Hay mucho y bueno en esta función además de la loca invención distópica y de la propia historia policíaca. Hay música en directo, dirigida por Miguel Magdalena, que siempre es un valor. Hay un texto de Álvaro Tato tan complejo como bello, tan divertido como sesudo, tan clásico como moderno, que invita y reclama su lectura pausada y posterior. Hay una escenografía en blanco y negro, con rojo, acorde con el vestuario, ambos de Tatiana de Sarabia y Yeray González, que evoca al séptimo arte en el que se popularizó el género negro, y que se completa con el juego de la acertada iluminación de Miguel Ángel Camacho, radiante en contraste o tamizada en las sombras, que logra la ambientación necesaria para esta temática y este género. Hay un gusto por los detalles que evidencian el mimo por el teatro hasta en su mínima expresión; esa escena de recuerdo poético de un amor entre Noir y la femme fatal de la obra, Poesía, con un juego de sombras superpuestas es un buen ejemplo. Hay un absoluto manejo de los niveles de lectura, combinando referencias populares y cultas, como sucedía en el teatro del siglo de Oro, que se observa de manera especial en el tratamiento del humorismo.
Existe una comicidad inteligente que surge de la inversión de la realidad. Por ejemplo la que subyace en esta distopía al situar el arte como algo nocivo (“las metáforas son delito”, los personajes no pueden leer un mensaje porque está en endecasílabos y los versos están prohibidos, el que lee es porque lo hace tan mal que parece que lee en prosa, las escenas de venta de arte en estraperlo o la tortura artística a la que someten Tragedio y Comedio a Noir convencidos de que “todos los verso-adictos terminan recayendo”…). Pero también aquella que nace de la exageración del artificio propio del código del género negro (como las anagnórisis forzadas o las pistas que no se buscan sino que vienen a los personajes en forma de mensaje robotizado o directamente lanzadas al escenario, como el programa de mano o el libro de Edipo Rey, de Sófocles; o el tratamiento personificado de la Poesía como femme fatal y la descripción de sus encuentros, “unidos como vocales de una sinalefa”). Y la risa de esta comicidad puede ser más inofensiva, como la que surge de los códigos reinventados por el Teniente Blanco para sustituir los tecnicismos prohibidos, o los asombrosos juegos de palabras, una dimensión habitual que es conocida marca de la compañía, ya sea con chistes verbales como el ex abrupto “hijos de Musa” o los más fáciles “una bombilla al suelillo” o “eres green, eres blue, eres pink… No, eres Noir!”, o chistes más visuales como el gato en sombra que sale a romper quizá uno de los momentos más emotivos de la obra. O los casos en los que la risa brota del humor tendencioso al convertir en objeto de moza nuestros mayores horrores y vergüenzas, como cuando se proclaman como virtudes los pecados de una España que apuesta por la cultura y el arte tanto que todo el país completo ha sido exiliado a Marte.
Y cómo olvidarnos de lo que la función tiene de pedagógico. Siempre los montajes de Ron Lalá enseñan sobre el conjunto del hecho teatral, y en este caso la obra resulta una clase teórico-práctica sobre de las partes del espacio escénico y su contexto técnico, un tratado sobre preceptiva teatral y un libro abierto sobre el texto dramático, sus autores, obras y personajes principales. Además, la obra es una clase magistral sobre la historia del teatro, que se va contando a través de los flashbacks que visitan al detective Noir, y que no hacen sino enseñar qué elementos debiera recuperar el teatro actual para no morir: la verdad del teatro primitivo, sus orígenes desconocidos y su carácter rudimentario, como el teatro de sombras, pero desvinculado al poder, que siempre es su enemigo; el teatro griego, reflexivo, con capacidad para enseñar aspectos esenciales para el ser humano, como lo que enseña Sófocles y su Edipo, que “de todos los males los peores son los que se causa uno a sí mismo”; los teatros nacionales, el teatro clásico francés, inglés y español, con parodia incluida sobre el efecto buzo que despiertan las manifestaciones pobres de lo patriótico y con mensaje de fondo sobre la ausencia constante de la mujer en la historia de la literatura y del teatro, llevada a escena a través del recuerdo metonímico de los personajes femeninos de este teatro del Siglo de Oro (Julieta y Lady Macbeth, de Shakespeare, y Ángela o la Dama Duende, de Calderón, y Laurencia, de Lope). Para finalizar con el flashback del teatro contemporáneo, en el que el juego del autor con sus personajes y de éstos con el texto, y del actor con su público, suponen una de las muchas rupturas de la ficción dramática y de las fronteras entre ésta y el hecho teatral, hasta el punto de hacer conscientes a los personajes de su ser ficcional y de comprender que su realidad es la escrita previamente en un texto.
Si la Cervantina era un virus que Ron Lalá inoculaba entre el público que se acercaba a disfrutar del universo de libertad creadora inspirado en Cervantes, ahora los personajes a los que dan vida los “ronlaleros” sufren del síndrome de abstinencia artístico, trafican poesía con sus camellos y se centran en sobrevivir sin ella; aprenden a perderla, a olvidar el arte. Y todo, ¿para qué? Para lo mismo siempre, la verdad, la bondad y la belleza de Ron Lalá: cantar al mundo lo necesario que es el arte, y en concreto la poesía y el teatro, porque a pesar de su artificio, de su juego, de su mentira, o gracias a ello, también son de verdad, y más en un mundo que se atreve a imaginarse sin ellos. Como dirá el detective Noir al teniente Blanco: “Yo le daré blasfemia digital. Somos analógicos, teniente. Usted y yo. Toda nuestra especie. Las artes nos daban sentido. La Poesía nos hacía humanos. Ella era majestuosa como un hexámetro, pero sencilla como un octosílabo. Su cuerpo me encabalgaba una y otra vez hasta llevarme al hipérbaton. Sí teniente. ¡Voy a cantar!”. Y eso es lo que pasó en el Palacio Valdés el 16 de febrero de 2018, que felices, y no por mandato, cantamos todos.
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
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