Fotograma de "Alicia ya no vive aquí"

La cajera del supermercado tiene las uñas pintadas con flores diminutas. Sonríe. Parece feliz. Nunca se inmuta si alguien protesta o dos personas se enzarzan en la fila por cualquier tontería. “Iba yo, usted se acaba de colar, si solo llevo dos cosas, hay que respetar el orden, vale, vale, pero las cosas no se hacen así”. Ella sigue pasando los productos, incluso dos veces si al lector se le resiste un código de barras, y a veces intuyo que sonríe debajo de la mascarilla. Imagino que tendrá sus momentos, como todo el mundo, pero siempre que me toca su caja, las cosas son así. Frente a tanta gente irritada, la serenidad de esa mujer reconforta. Por eso me gusta observarla (las flores diminutas de las uñas en movimiento), olvidando que la mascarilla no cubre los ojos.

Se ha muerto Adam Zagajewski. Recuerdo sus poemas evocando al padre. Los leo y pienso en mi padre. Dos vidas que no tienen nada que ver entre sí, pero los hilos de la literatura alcanzan este tipo de recorridos.

Llegó un momento en que el padre ya no reconocía al hijo. Y Adam escribió esos poemas. Nunca quisiera escribir sobre eso.

La chica del supermercado no se parece a Ellen Burstyn, pero a mí me gusta recordar a Ellen Burstyn en ‘Alicia ya no vive aquí’.

Tengo la sensación de que los personajes femeninos de Scorsese no están suficientemente valorados.

Acumulando agotamientos, nos sentamos en un banco. El sol apenas calienta las manos. ¿Dónde se ha escondido toda la gente?

Miramos a nuestro alrededor y nos encogemos de hombros.

La ciudad, desierta, y sus puertas cerradas.

El juego ya no tiene ninguna gracia.

En medio de este revuelo de fechas y hojas de calendario derrotadas, miro mi rostro en el espejo y advierto el peso de este año sobre él. Lo advierto también en personas a las que hace tiempo que no veo y con las que me cruzo por la calle. Una derrota, consecuencia de las circunstancias, que se cierne sobre los rostros sin hacer distinciones.

Todos guardamos silencio.

A veces, cansando de leer, ver películas, cocinar, escuchar la radio o cualquiera de esas cosas a las que nos agarramos para afrontar el aislamiento de la pandemia, pienso en momentos que me han hecho feliz. Y tengo, de pronto, cinco o  seis años. Hace calor. Voy con mi padre por un mercado (puede que sea el de Mieres) y veo un puesto donde una mujer grande está vendiendo peces. Me acerco y veo el movimiento en el agua de aquellos peces naranjas y negros. Algunos son muy pequeños, sobre todo los negros. Hay más gente alrededor. Compran peces. La mujer grande los coge con una especie de colador y los mete en una bolsa transparente llena de agua. Los niños se alejan entusiasmados con aquella bolsa transparente con dos o tres peces dentro. Mi padre me mira y sonríe. No sé nada de la vida aún. Ni siquiera sé lo que es la felicidad porque, afortunadamente, hasta ese momento no he conocido otra cosa. Con lo cual, en esos momentos, supongo que ése es el estado natural. Que no existe otra cosa. No hay más planteamiento.

Nos alejamos del puesto de la mujer grande que vende peces. Hay mucha gente por el mercado y a veces se hace difícil caminar. Algunos niños pasan por nuestro lado y se quedan mirando los peces que llevo dentro de la bolsa transparente. Dicen, mientras se alejan, que ellos también quieren ir al puesto donde está aquella mujer. Pero ya no los veo porque el tiempo se ha detenido y sólo tengo ojos para contemplar aquel movimiento silencioso, el de los peces dentro de una bolsa transparente llena de agua.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades