Foto: Alejandro Basteiro

Hace tiempo ya, en medio de unas prácticas de revelado de la facultad, apareció en mi cubeta lo más parecido a una buena foto que he tirado en mi vida. Estaba tomada desde la parte baja de una de las cuestas que conducen a la Alhambra, y en ella se veía una travesía de casas bajas cubierta de nieve por la que ascendía un grupo de chavales. Las líneas rectas de la arquitectura cortaban la foto a todas las alturas pertinentes y el cielo era abundante, de un gris homogéneo e intachable. La camaradería de los jóvenes hacía un bonito contraste con la escena invernal, una especie de memento mori. Eso pensaba yo entonces. Fui a enseñársela a mi profesor, que era de los que sueltan la cartera antes que un elogio, convencido de que esta vez no le quedaría más remedio que felicitarme por mi trabajo. En vez de eso me señaló con el dedo una lata vacía que aparecía medio enterrada en la nieve, cerca de la esquina inferior izquierda, y en la que se veía la mitad del logo de Coca-Cola. Protesté la insinuación de que el detalle dejaba la fotografía inservible, pero mi profesor no tenía intención de debatir el asunto: “Es tu foto”, dijo. “Todo lo que sale en ella es responsabilidad tuya.”

Si esto es así –yo me he ido convenciendo con los años– habrá pocos fotógrafos más responsables que el japonés Masao Yamamoto (Gamagōri, 1957), protagonista de la muestra Small Things in Silence del Centro Niemeyer de Avilés. Y me refiero al tipo de responsabilidad que tienen las personas que desempeñan profesiones de riesgo, como los cirujanos o los calígrafos, para quienes un derramamiento o un elemento fuera de sitio pueden desatar la tragedia. Si miramos la fotografía Kawa #1508, por ejemplo, vemos un rebaño en un parche de tierra aislado en medio de la nieve. No se aprecia con claridad a qué especie pertenecen los animales, ni se sabe qué están haciendo ahí. Toda la parte exterior está sobreexpuesta, de modo que no se distingue lo que es nieve de lo que es foto quemada. No hay narrativa, ni mensaje, pero la imagen es de una depuración y una intencionalidad asombrosas. Una fotografía perfecta, si existe tal cosa.

No hay que dejarse engañar por las esquineras de cinta adhesiva, los bordes mal recortados y las cicatrices químicas: Masao Yamamoto es dueño de sus procedimientos y en consecuencia de lo que sale o no sale en sus fotos, de lo que se esfuma en sus blancos o se ahoga en sus negros. Como sucede con todos los artistas que se inspiran en la filosofía del Tao, en su obra forma y fondo aspiran a ser lo mismo. La cualidad principal de su estética es moral, y no es otra que la defensa de esa manera de mirar que no pierde el tiempo persiguiendo momentos extraordinarios, sino que atrapa lo que hay de extraordinario en cada momento. Sus imágenes funcionan como el mecanismo de la memoria: son tan imprecisas como evocadoras. Personas, animales y paisajes, hasta el agua en movimiento, salen afantasmados y exprimidos de identidad, como recuerdos a medio olvidar. Uno de los clichés más manoseados cuando se habla de fotografía es la dialéctica de la captura, el famoso instante atrapado o congelado, pero lo que Yamamoto registra en sus imágenes es inestable como humo. Humo embotellado, pues, una parodia sutil de otra mentira muy popular: que la fotografía tiene algo que ver con la inmortalidad.

 

Frente a los fotógrafos que se ahogan en su propia pirotecnia buscando ultradefinición y recontrapicados nunca vistos, Masao Yamamoto ha cultivado el carisma elemental de la fotografía a escala doméstica. Acercarse por primera vez a su trabajo es descubrir un tesoro en escala de grises dentro de una caja de zapatos. La experiencia recuerda al cortocircuito sentimental que nos provocan los álbumes familiares, cuando preferimos la copia agrietada de mil novecientos cincuenta y tantos a una reproducción digital restaurada hasta la asepsia. El tamaño de las fotos, junto con las imperfecciones que mencionaba al principio, favorece la intimidad con el material y consigue hacerte creer que no existen negativos ni más copias en el mundo. Esta sensación modifica la clásica rutina museística de ir saltando de obra en obra, porque cada fotografía que se queda atrás te deja el gusto a polvo de lo irrecuperable.

La excepción a casi todo lo dicho hasta este punto es la serie Shizuka, que cierra la exposición con un acorde mayor. Las diferencias en formato y soporte de estas fotografías saltan a la vista –son más grandes, más limpias y brillantes– pero lo que de verdad las separa del resto es su vocación de retrato. Los sujetos son tarugos de leña y piedras que te miran a pesar de que no pueden verte, como máscaras de teatro Nō colgadas en la pared. Si algo tienen en común con el resto del material es ese fondo elusivo, ese espectro que se intuye por el rabillo del ojo pero se esfuma si lo miras de frente. Aun en este registro estético completamente diferente del habitual, la cámara de Masao Yamamoto sigue siendo un tamiz impecable dedicado a separar el espíritu de la materia.

Probablemente lo mejor que se puede hacer con estas fotografías es presentarlas de la forma más diáfana posible, tal y como han hecho en el Centro Niemeyer con Small Things in Silence. Además, tuve la suerte de encontrar la sala vacía de público y completar mi visita en un silencio total. Existe un concepto zen llamado shoshin, que quiere decir mente de principiante y suele acompañarse del ejemplo de una taza llena de té hasta el borde. Para servir más té, obviamente, hay que vaciar la taza. Se entiende que a menudo debemos librarnos de lo superfluo para acceder a lo importante, y de la misma forma conviene desaprender algunas de las cosas que creemos saber sobre el arte y la técnica fotográfica para apreciar el trabajo de un artista como Masao Yamamoto. A cambio quizás comprendamos que mirar, ver y recordar podrían ser en el fondo la misma cosa.

Small Things in Silence
Exposición fotográfica de Masao Yamamoto
Centro Niemeyer, Avilés
Del 23 de septiembre de 2016 al 8 de enero de 2017

Alejandro Basteiro es escritor y dibujante
alejandrobasteiro.es / @lapiedradezo