Nadamos en biografía; estamos enfermos de biografía
Claire Dederer [1]
Bob Markley, cofundador de The West Pop Art Experimental Band, grupo epítome de la psicodelia musical de la costa oeste, fue encarcelado durante algún tiempo por mantener relaciones sexuales con menores. Paul Francis Gadd (aka Gary Glitter), uno de los reyes del glam, fue condenado tras un largo historial de casos de violación y abuso sexual de menores. El último hijo de Bob con Apharita Constantia Anderson (aka Rita Marley, hagan ustedes mismos las cuentas familiares) fue fruto de una violación – lo cuenta ella misma, disculpatoriamente, en sus memorias [2]; también que era objeto de maltrato constante por parte de «El Cantante» [3] –. Sid Vicious presuntamente asesinó a su novia, Nancy Spungen – lo confesó primero y se desdijo después, se dice que no podía recordar si lo había hecho o no –. Phil Spector falleció por (o con) COVID-19 en prisión, donde cumplía condena por el asesinato de la actriz Lana Clarkson. Entre los señalados por la ola del #MeToo dentro de la escena musical se encuentran Ryan Adams (Ryan Adams and The Cardinals), Win Butler (Arcade Fire), Matt Mondanile (Real Estate) y Evan Stephens Hall (Pinegrove). Hasta Robert Allen Zimmerman (aka Bob Dylan) se ha visto salpicado. La lista pretende ser mínimamente ilustrativa y dejo de lado casos suficientemente publicitados, como el de Michael Jackson. Imagínense todo lo que podría moverse o caer si realmente se tirase de la manta en un territorio artístico promocionado durante décadas como el más allá del bien y del mal en lo que a sexo y drogas se refiere.
La cuestión, ciertamente, no solo se plantea con relación a las músicas populares – ahí están los casos del Plácido Domingo, tan gran tenorio como tenor, según parece, o del fallecido director, primero, y ex-director, #MeToo mediante, de la MET de Nueva York, James Levine –. Ni es, obviamente, exclusivo de la música – ni, ya puestos, de las artes en general –. No obstante, con relación al arte se plantea el conflicto, al tiempo intelectual y emocional, de si es posible separar el valor estético que pueda merecer una obra de la catadura moral del autor [4]. Y, en el caso de la música, concurre una particularidad que hace que el conflicto adquiera contornos especiales. Pienso en la figura del frontman – FundeuRAE™ prefiere líder, yo prefiero que cada cual escoja y lea lo que decida en lugar de lo que yo escriba –. Pero antes de aproximarme a esta figura, me interesa contextualizar algo más el asunto.
El debate sobre la (des)conexión entre la valoración estética de la obra y el enjuiciamiento ético del autor alcanzó su momento crítico más determinante a finales de los años sesenta, con el posicionamiento, a propósito de los textos literarios, de dos de las más prominentes figuras oraculares de un tiempo marcadamente oracular [5]. Fue entonces cuando Roland Barthes declaró, aproximadamente, que el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor [6] y Michael Foucault, poco después, que el nombre del autor no tiene la misma consistencia legal que el nombre declarado en un documento de identidad, aunque no se localiza tampoco en el mismo nivel de existencia de los personajes de ficción. Se encuentra, según Foucault, en un mundo intermedio entre ambos, tal vez más próximo de uno o de otros, según los casos. Con todo, el autor es, en general, una convención cultural y un constructo discursivo más, asociado a un modo particular de «ser» [7]. De la tesis de la «muerte del autor» se sigue que uno puede releer El guardián entre el centeno, contemplar un Picasso, ver El cuchillo en el agua o marcarse un «moonwalk» sin ningún tipo de reparo de conciencia.
Este era, ya digo, el espíritu (alternativo) dominante mientras se mantuvo vivo el influjo, hoy declinante, de las grandes figuras oraculares del (post)estructuralismo. Desde la segunda década de siglo, pasó a convertirse en una llama cada vez más exhausta frente a la actitud de alerta (woke) de la cultura de la anulación (cancel culture) emergente: la desconexión no es posible, el autor, como agente responsable de su trabajo, debe rendir cuentas de todas las implicaciones morales subyacentes a la obra y atenerse al rechazo, el estigma o el ostracismo del que pueda hacerse merecedor según los casos.
Los pliegues de la actitud de alerta/anulación son numerosos y muy complejos: desde estar alentando un sistema de control colectivo y de autocensura personal, hasta la discutible legitimidad de las instancias que juzgan y las garantías con que lo hacen en cada caso, pasando por la nada trivial de la fluidez entre la moral personal y la moral de la obra – o si la estética de un objeto puede entenderse como proyección de la ética de un sujeto –. Todo extremamente espinoso. Por eso valoro el esfuerzo intelectual de quienes no se lanzan directamente a la caza y captura, es decir, a la alerta y la anulación, sin explorar, como condición necesaria, el fundamento de la actitud que promueven. Gracias a este tipo de esfuerzos, cada cual debería ser capaz de apurar su propia visión al respecto, sin caer en la admisión ciega, irreflexiva, de uno u otro punto de vista, a pesar de los inconvenientes que pueda acarrear, en su caso, el ir a contracorriente.
Uno de esos esfuerzos, del que mayormente disiento, pero que me ha impulsado y ayudado especialmente a moverme en esta materia, es el trabajo de Gisèle Sapiro [4]. Sapiro buscó su propia coartada para suscribir las tesis de la alerta y la anulación en la filosofía del lenguaje, concretamente, en la tesis de la rigidez referencial de los nombres propios. Según la autora, el simple hecho de que el autor rotule la obra (un libro, una pintura, un disco, no importa qué) con su nombre propio lo vincula a ella de igual modo que queda vinculado a cualquier otra declaración o acción a la que ponga su firma o suscriba. Quedan así establecidos los vasos comunicantes que hacen inevitable el trasiego de la ética personal a la estética de la obra y viceversa: «El nombre del autor [es] el designador rígido de todas las obras que le son atribuidas», de modo que, «si la persona del autor se encuentra en cada una de sus obras, entonces la moral de la obra remite a la moral de su autor» [8]. Sin embargo, la posición de Sapiro queda expuesta a dos serias objeciones.
En primer lugar, su versión de la rigidez referencial de los nombres propios es suigéneris, si no directamente incorrecta. La tesis de los nombres propios como «designadores rígidos» se debe al filósofo Saul Krikpe y establece algo bien distinto a lo que dice Sapiro: el nombre propio designa rígidamente porque está conectado directamente a un individuo a partir de un acto «bautismal» original y lo nombra (o nombraría) por igual independientemente de las obras que haya realizado, le sean atribuidas, le sean conocidas, etc. [9]. Ninguna de sus obras está «por necesidad» entrañada en el rótulo que identifica al individuo. En otras palabras, Michael Jackson habría sido por igual Michael Jackson independientemente de haber formado parte (o no) de los Jackson 5, publicado (o no) Thriller en 1982, blanqueado (más o menos) su piel, mantenido (o no) una relación romántica platónica con Elizabeth Taylor y cometido (o no) crímenes de pederastia en el rancho de Nevermore. Por tanto, quien desconozca los aspectos menos edificantes del músico está admirando la obra de exactamente la misma persona a quien otro admira dibitativamente o a quien otro ha anulado por un imperativo ético. Y, al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenemos de toda la sobreinformación, absolutamente intrascendente, que recibimos sobre los artistas y que nada tienen que ver con su trabajo? ¿O deberíamos exigir, de igual modo, información personal sobre nuestros profesores, médicos, peluqueros o farmacéuticos? Pues no sé qué decir, la verdad.
El anterior es un aspecto de la argumentación de Sapiro que se apoya en una pata falsa y que resulta, por tanto, falaz. Sin embargo, su refutación no me satisface del todo, porque no me deja ante una posición alternativa con que me encuentre realmente conforme. De todos modos, la aproximación de Sapiro a la cuestión sirviéndose instrumentalmente de la semántica de los nombres propios me inspira una línea de reflexión alternativa que, creo, me aproxima bastante más a algo parecido a una posición personal. Léase como mi segunda objeción a Sapiro. Allá va.
Parto de la idea de Wittgenstein de que nombrar es un juego o, mejor dicho, un conjunto de juegos, cada uno de los cuales cuenta con sus propias reglas [10]: no es lo mismo nombrar a un niño por primera vez, referirlo, aún niño o ya adulto, en ocasiones particulares, poner nombre a los animales, a las marcas comerciales, etc. De hecho, con los nombres propios se puede jugar de diferentes maneras, cada una de ellas acorde a sus propias reglas. Paso directamente a la escena musical.
Paul McCartney nombra a Paul McCartney, como Fiódor Mijáilovich Dostoyevski nombra a Fiódor Mijáilovich Dostoyevski; Elvis Costello nombra a Declan Patrick MacManus, como George Eliot nombra a Mary Ann Evans; The Beatles nombra a Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Richard Starkey, como Carmen Mola nombra a Jorge Díaz, Agustín Martínez y Antonio Mercero; Guided by Voices nombra a Robert Pollard y a un número indeterminado de músicos diferentes de uno a otro de los incontables discos de la banda, como Luther Blisset nombra a «un número indeterminado de artistas, activistas y performers» [11]; The Residents nombra a cuatro músicos anónimos, como Sonia Dalton «aglutina a un grupo de profesores, creadores y ensayistas postchiripitifláuticos» [12]. Cada uno de estos casos plantea un modo diferente de jugar al juego del lenguaje del nombre propio y cada uno de ellos plantea modos diferentes de afrontar el juego de la responsabilidad de lo que cada cual canta o escribe.
De Loquillo, Bunbury o C. Tangana (como de Antonio Muñoz Molina, Arturo Pérez-Reverte o Sergio del Molino) disponemos de nuevas imágenes y opiniones trascendentes prácticamente semanales. De artistas como estos puede decirse que forman parte de un sistema musical (y literario) nuclear en que la fotogenia, opiniones y personalidad de quien ampara con un nombre propio la obra son ciertamente continuos, en mayor o menor medida, con esta. Pero existe también una periferia musical (y literaria) que plantea, por diferentes vías, la desconexión de una y otra dimensiones y promueve una conexión más íntima entre la obra y el oyente (o el lector) que entre el autor y la obra. Para muchos lectores, legítimamente, la lectura de la obra incluye, en mayor o menor medida, el aparato mediático y crítico que apuntala el texto; para otros, igual de legítimamente, todo esto es irrelevante. La música (y la literatura), como el nombrar, también es un juego que se puede practicar de muchas formas. Quien quiera o necesite un autor en su juego, por ejemplo, un frontman carismático, rodeado de mística, además de música, y de sabiduría, es decir, de aura post-benjaminiana (un Bono Vox, un Nick Cave, una Patti Smith) es obviamente libre de incorporarlo a su juego. Y viceversa.
En mi opinión (o sea, bajo la interpretación que hago por mi cuenta y riesgo), la tesis de la muerte del autor significa, precisamente, que cada cual es libre de introducirlo o excluirlo de su propia ecuación del disfrute musical. Te van los liderazgos fuertes, adelante; no te aportan nada, lo mismo. Ni siquiera debe uno sentirse obligado a practicar el juego del disfrute musical siempre del mismo modo. A veces puede apetecerte liquidar al cantante (escuchar a Bob Marley, a Paul Weller o a Jarvis Cocker como si fuesen avatares de IA, o ni siquiera eso) y a veces indultarlos, devolverlos a la vida y sumarlos a la partida.
Y esto es lo que opino al respecto. Lo reconozco: demasiado débil y dubitativo. Por eso me ha gustado tanto el libro Claire Dederer, a la que este texto en el fondo es muestra de admiración, pues su punto de partida, y en el fondo también de llegada, es que la cuestión es tan en extremo compleja que extraña la proliferación de opiniones tan fuertes como irreflexivas.
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[1] Claire Dederer. 2023. Monstruos. ¿Se puede separar el autor de su obra? Península. La traducción es de Ana Camallonga.
[2] Rita Marley y Hettie Jones. 2004. No woman no cry. Mi vida junto a Bob Marley, Ediciones B. La traducción es de Mercè Diago y Abel Debritto.
[3] Así se le llama a Bob Marley, o a alguien lo bastante parecido, en Marlon James. 2016. Breve historia de seis asesinatos, Malpaso Ediciones. La traducción es de Javier Calvo.
[4] Además del libro de Claire Dederer, son asimismo recomendables los de Gisèle Sapiro. 2021. ¿Se puede separar la obra del autor? Censura, cancelación y derecho al error, Clave Intelectual (traducción de Violeta Garrido) y Gonzalo Torné y Clara Montsalvatges. 2022. La cancelación y sus enemigos, Anagrama.
[5] Con el paso previo, sin duda necesario, de la aportación del New Criticism norteamericano, en la primera mitad del siglo XX, a través de la llamada «falacia intencional». Véase W. K. Wimsatt Jr. y M. C. Beardsley. 1946. «The intentional fallacy», The Sewanee Review 54(3), 468-488.
[6] Roland Barthes. 1967. «The death of the author», Aspen Magazine 5(6) <https://ubu.com/aspen/aspen5and6/threeEssays.html#barthes>.
[7] Michel Foucault. 1969. «Qu’est-ce qu’un auteur?», en Dits et écrits, 1954-1988, Tome I (1954-1969), Éditions Gallimard [1994].
[8] Gisèle Sapiro, op. cit., p.47.
[9] Saul Kripke. 1980. Naming and necessity, Harvard University Press. Por cierto, Saul Kripke también tuvo su propio proceso de cancelación, por los rumores que lo acusaban de perseguir y espiar muchachas jóvenes en su campus de Princeton.
[10] Ludwig Wittgenstein. 1988. Investigaciones filosóficas, UNAM/Crítica. La traducción es del Alfonso García Suárez y Ulises Moulines. Curiosamente, Saul Kripke es también uno de los principales intérpretes de la teoría de Wittgenstein sobre el jugar y seguir reglas: Saul Kripke. 1982. Wittgenstein on rules and private languages, Harvard University Press. La interpretación tiene tanta aportación original que suele hablarse del «Wittgenstein de Krikpe» o «Kripkenstein», nombre que inequívocamente también remite a la monstruosidad.
[11] La cita es de Wikipedia™, «Luher Blisset», <https://es.wikipedia.org/wiki/Luther_Blissett> [consultado: 10.10.23]. En español existe la traducción de su libro Q, Random House (2000), pero también se le atribuyen varias obras musicales y diferentes tipos de intervención cultural.
[12] La cita es información aportada por la editorial De Conatus, que publicó en 2021 su artefacto novelesco Borges en Estocolmo, el cual aborda principalmente la cuestión de la persona, la personalidad y sus abusos en la literatura.
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo