Se podría decir que Nada que perder cuenta la historia de un crimen, o más bien de una muerte anunciada. Se podría decir también que Nada que perder es un fiel retrato de una parte de nuestra sociedad, en la medida en que sus dieciséis personajes representan caracteres implicados de uno u otro modo en una trama de corrupción, asunto de lamentable actualidad. Se podría decir que Nada que perder supone un análisis inteligente de la crisis global que vive nuestro mundo, una crisis que no sólo es económica, sino que afecta a todas las instancias: la familia, la educación, la realidad laboral, la justicia, la convivencia social… Asimismo se podría decir que Nada que perder es una crítica eficaz a esta sociedad que carece de valores, y al ser humano que la forma, que con sus acciones ha logrado convertir el planeta en un auténtico estercolero, de donde parece imposible hacer desaparecer tanta miseria y basura. Incluso se podría decir que Nada que perder plantea una punzante reflexión sobre el aguante del ser humano y su bondad, sobre lo que cabe esperar de él cuando se le acorrala y se le hace sentir que ya no tiene nada que perder.

Nada que perder es todo esto y algo más: realmente es una pregunta en muchas preguntas, un más que respetable intento de conocer y comprender este mundo y a nosotros mismos en él, nuestras posibilidades e imposibilidades, imbricando el método filosófico de la mayeútica en el hecho teatral. La obra lleva a las tablas escenas de la vida cotidiana, que luego resultan ser retazos de una historia que pudiera ser otra, para preguntarnos sobre ella, para reivindicar que hay que seguir preguntándonos, aunque no apetezca saberlo todo porque las verdades de nuestro tiempo son tremendamente dolorosas, y para advertirnos de lo peligroso que es no querer saber. Como señala la propia compañía, «Nada que perder es una obra para los que aún se preguntan cosas. Para los que no han tirado la toalla, para los que no miran para el otro lado, para los que no cierran los ojos, para los que insisten en preguntar y repreguntar, para los que quieren saber».

Pero la obra está tan bien pensada (felicitaciones a los hermanos Bazo, Quique y Yeray, a Juanma Romero y Javier G. Yagüe, responsables de la factura colectiva de un texto tan certero como genuino, publicado recientemente en la revista teatral Primer Acto); está tan perfectamente ejecutada y revivida (los aplausos y la ovación final en pie, inmediata, agradecen el trabajo puro e implicado de los tres actores, sensacionales todos y coprotagonistas de igual nivel, que dan vida cada uno a ocho personajes: Marina Herranz, Javier Pérez Acebrón y Pedro Ángel Roca); está tan trabajada y tan mimada por los profesionales técnicos o artísticos que han colaborado de uno u otro modo en el año y medio largo de su preparación (parabienes para la Compañía Cuarta Pared, fiel a los montajes comprometidos y que buscan nuevos retos en el lenguaje teatral, y referente por ello en la escena española contemporánea); y está tan bien orquestada y entendida por su director (deben hacerse extensivas las enhorabuenas a Javier G. Yagüe), que Nada que perder también es una obra para los que ya no se preguntan. Para los que han sucumbido, para los que viven mirando para otro lado porque mirar de frente es doloroso, para los que cierran los ojos, y con ellos el corazón, para los que no quieren preguntarse más cosas porque saben las respuestas, porque les dan miedo. En definitiva, para los que ya no quieren saber porque huyen de esa verdad que recuerda las miserias vergonzosas del ser humano. Como dirá uno de los personajes en escena, «no puedo vivir si lo sé todo»; pero la solución tampoco es la que el profesor de filosofía recomienda irónicamente a sus propios alumnos (y por extensión al público) en el epílogo de la obra (porque también tiene epílogo!), cuando ya fuera de sí, obligado a enseñar lo contrario a lo que cree porque ya nada de aquello funciona entre tanta basura, exclama: «corred y dejad de haceros preguntas».

Y todo esto es posible en parte a la bondad de un texto complejo, que trabaja con niveles, y que estructura la obra en cuadros, a modo de pequeños actos, siempre con tres personajes en escena y con una estructura común: dos personajes que dialogan (o en función de los ocho momentos: discuten, se interrogan, se cuestionan, se enseñan a preguntar y responder, se ordenan y obedecen, se consuelan, se comprenden y justifican, o se cuentan, se valoran y se juzgan) y otro personaje que adopta la postura de una instancia narrativa, que conversa con el público y reflexiona en voz alta, y que dependiendo de la escena hace las veces de árbitro en el ring de un enfrentamiento y consejero; comentarista de las acciones y palabras de los otros dos personajes; especie de abogado del diablo que cuestiona determinadas conductas y apela al espectador; asesor en comunicación verbal y no verbal; voz de la conciencia, a modo de Pepito Grillo, o voz del monólogo interior de los distintos personajes; representación corpórea del «señor sin cuello» o del miedo; narrador que se hace cuerpo y voz en off que ahora está dentro; y en última instancia, también, juez que juzga al que juzga. Este personaje tan especial al principio no interacciona con el resto, pero poco a poco se va implicando hasta llegar al último cuadro en el que desata al personaje y lo libera. Un gran acierto es rotar la posición de los actores, de modo que este personaje no lo interprete sólo uno de ellos; se gana así dinamismo, originalidad y sobre todo no aburrir, no agotar y no caer del lado del terreno de la moralina.

Los cuadros al principio se nos dan como aislados, aunque enlazados entre sí de manera sutil e inteligente; y poco a poco se irán convirtiendo en piezas de una gran puzle: el que supone la historia que, además de todo, se nos está contando. Esta estructura del texto exige del espectador una colaboración continua, un papel activo que, como en el thriller, se ve envuelto en un juego de conocimientos y sospechas, que irán confirmándose a medida que se configure el gran cuadro o mosaico en el que encajan todos los personajes. Y todo funciona a modo de maravilloso engranaje, en el que cada escena tiene valor por sí misma y por el conjunto, algo que se consigue al trabajar el texto, y luego también el montaje, desde distintos niveles que confluyen: el valor de ese cuadro para la historia, los temas que se desarrollan (vinculados sobre todo a las parejas de personajes) y la crítica que a modo de subtexto suele estar centralizada en el personaje narrador.

Así, la escena del padre y del hijo, un profesor de filosofía y un joven detenido por quemar un contenedor de basura en las protestas de una huelga, facilita el contexto de la historia pero sobre todo planteará el tema de la imposibilidad de comunicación entra jóvenes y adultos en las familias, al menos cuando en lugar del cariño se impone la exigencia y cuando en lugar de la comprensión se ejerce la imposición. La sensación de impotencia y frustración, y la pérdida de la empatía, genera inseguridades y éstas se cubren negando la posibilidad de que los hijos se hagan sus propias preguntas y dándoles cerrados los interrogantes que ellos mismos debieran hacerse y del mismo modo sus respuestas. Como dirá el hijo, «me pillaron por gilipollas. Me pillaron por Sócrates, por Séneca y por la madre que los parió». En el subtexto, aparece el tema del estado general de la educación y los recortes, el paso de las siete leyes educativas y un guiño en clave cómica a la situación del profesorado, al que se le ve sobreviviendo a base de omeprazol porque «la paciencia es infinita pero el estómago no».

El cuadro de la interventora corrupta que llega de vacaciones y del inspector preocupado por los papeles de una trama de corrupción que se pudieron quemar en el incendio, genera en el espectador la sospecha de que el fuego fuera intencionado, pero los temas son aquí laborales: vivimos en un mundo en el que parece sobrar el competente y justo, el que vela por los derechos de todos, por lo ético y profesional, porque estorba para los fines de los corruptos, que prefieren y premian al tonto, o al que está dispuesto a hacerse el tonto, o al que mira para otro lado. Como dirá un personaje: «los tontos, los que no saben nada, esos hacen mucho daño pero sin saberlo». La crítica aquí alcanza las relaciones laborales, que no valoran lo verdaderamente importante: no se aprecia al que quiere saber sino que se le destierra o aliena.

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La tercera escena la protagonizan una hija que intenta convencer a su padre de que mantenga la denuncia contra un concejal corrupto, que además es la persona con la que lo engaña su madre, y el padre de ésta, que precisamente si quiere retirar la denuncia es para proteger a su hija, ya que sabe que la madre había puesto algunas propiedades a su nombre. A nivel de la historia, entramos ya de lleno en la trama de corrupción política y aparece el presunto culpable, el concejal corrupto, pero el texto también permite reflexionar sobre cómo la basura se extiende y alcanza incluso a quienes no la generan pero inconscientemente viven de ella y en ella, y si quieren seguir viviendo como vivían deben asumir el precio de callar y mirar para otro lado. «¿Qué no pagó el dinero sucio? ¿Puede una conciencia limpia crecer entre tanto dinero sucio?». El subtexto es la crítica a cómo unos valores que debieran ser universales para todo ser humano ya no lo son, porque se han convertido en realidades relativas y dependientes de las circunstancias y de las personas, lo que supone en sí mismo el fin de la justicia y la ética.

En las palabras cruzadas entre la funcionaria corrupta que debe declarar en el juicio contra el concejal y el abogado enviado por éste para que prepare a la testigo para que su testimonio le sea favorable, se ofrece el dato de que el interventor desterrado por saber demasiado trabajaba ahora en el zoo. La prostitución de la justicia en este mundo, en el que el buen abogado es aquel que logra alargar o posponer los juicios y para el que todo «teniendo dinero se puede hacer», es el asunto central de la escena, desde la que se nos pregunta si la justicia realmente es igual para todos.

El intercambio verbal entre un joven disfrazado de Cervantes, que trabaja para una empresa de cobradores de morosos, y su jefe, un usurero que exige a sus empleados un 110%, nos reportará para la historia información muy relevante. Resulta que el joven no es capaz de cobrar el expediente de un interventor que trabaja en el zoo (revelación de nuevo para un público que puede ratificar sus sospechas) porque le da pena; a través de la lectura de las notas del seguimiento que éste le hace, sabemos que interventor recibía presiones para ir a declarar pero que no quería. El tema en este caso es la pérdida de la dignidad de las personas cuando sienten que están aceptando condiciones y tratos indebidos e injustos a cambio de su trabajo. «¿Qué sería capaz de hacer para mantener un trabajo? ¿Por mi familia? ¿Vale mi familia más que la suya?». El subtexto lo ocupa la precarización en el trabajo, las nuevas formas de explotación laboral, y la vileza de los mecanismos de aceptación por vía del chantaje emocional o la necesidad. «¿Cuántos trabajos sucios hay que aceptar para tener uno limpio?».

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Y a continuación una anunciada escena de terror real, en la que una madre cierra la casa para que no entre nadie y su hijo pequeño muestra miedo, hambre, frío, desamparo e incomprensión, porque no entiende por qué no tienen nada ni pueden salir de su casa. Es uno de los momentos más intensos y dramáticos de la obra, en el que la tensión propia del thriller se dispara cuando se anuncia la llegada del malo, del que viene a acabar con los inocentes e indefensos, y de la imposibilidad de que ni siquiera en este caso lleguen los buenos a salvarlos, porque los buenos son también los malos: es la policía la que trae la orden de desahucio. Las consecuencias para la gente humilde de todo este tipo de situaciones injustas son aún más injustas. Como dirá la madre: «Mi vida entera es una pesadilla. Los mayores no tenemos pesadillas». El tema de los desahucios aparece («¿Cómo le explicas a un niño que te has quedado sin casa?») pero con él además la reflexión sobre si también en la crueldad la realidad supera a la ficción («Tu peor pesadilla, ¿qué es una escena de terror o la cruda realidad?»).

Después de la tensión emocional de la escena anterior, tiene lugar uno de los momentos más cómicos y críticos, de la obra: el encuentro del concejal corrupto, preocupado por lo que se le viene encima, con su madre, quien justifica todas sus acciones argumentando que cualquiera en su lugar haría lo mismo. Es el tiempo para explicitar que el nepotismo familiar es norma habitual en el procedimiento de los poderosos y para defender que el poder es un sacrificio que sólo algunos están dispuestos a asumir (dirá la madre: «todo lo hicimos para que tú estuvieras al otro lado») y sus abusos de poder o sus prácticas corruptas, un mal menor o un pago («la gente duerme tranquila por el sueño que tú te quitas»).

La última escena hace hablar a un detenido ensangrentado, que resulta ser el interventor exiliado en el zoo, y el médico que está valorando su estado mental y su responsabilidad en la muerte del concejal, al que dejó entrar en la jaula de la pantera. La crítica en este caso se cierne sobre las prácticas indebidas de los médicos, a través de éste que desoye el juramento de Hipócrates al querer hacer pasar por loco al personaje e intentar convencerlo de que es mejor para su familia que se declare responsable de esa muerte («¿Sigues la voz de tu amo o la propia?, le dirá la instancia narradora convertida ahora en juez al psiquiatra»). El asunto que nos conmueve es la sorpresa ante lo que puede llegar a hacer una persona normal y humilde, juiciosa e incluso modelo de conducta, cuando se la arrincona y se la obliga a sentir que ya nada tiene que perder porque ya lo ha perdido todo. Este personaje descubre de la manera más trágica que la justicia ya no puede ser humana y por eso la delega en la Naturaleza: «Yo creo en la justicia. Donde no llega la justicia de los hombres, llega la Naturaleza. La pantera entendió y supo lo que tenía que hacer». «Murió porque se lo merecía».

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Nada que perder es una obra fantástica porque tiene de todo, y en su justa medida. Es una versión actual de la tragedia clásica, en la que el héroe, un hombre bueno (con el que cualquiera podría sentirse identificado), es castigado por querer saber, como Edipo, se ve obligado a resignarse al no poder con el fatum de la corrupción y el poder, y despierta en nosotros el auténtico pathos griego: cuando se equivoca en sus acciones lo perdonamos porque sentimos compasión y temor al mismo tiempo (quizá nosotros hubiésemos hecho lo mismo). Es un thriller de ideas comprometidas, tragicómico como la vida misma, que traslada desde antes de empezar la acción teatral (desde el contacto directo de los actores con el público en las filas de butacas), en cada escena y en el epílogo de la obra, los interrogantes que todo ser humano hoy debería plantearse para no dejar de saber, para no sucumbir, para poder defenderse de la basura y vivir dignamente. «¿Cuál es el límite de una persona? ¿Dónde está el punto de no retorno? ¿Qué harías tú si ya no tuvieses nada que perder?»

Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com