El actor, dramaturgo y director argentino Pablo Messiez, afincado en Madrid desde hace años, y uno de los directores de referencia en la escena española contemporánea, estrenó en la noche del viernes 18 de noviembre en el Teatro Palacio Valdés de Avilés su nuevo montaje, Todo el tiempo del mundo, que estará en cartel en la sala Max Aub de las Naves del Español del 24 de noviembre al 18 de diciembre. Tras su éxito como director de La piedra oscura, de Alberto Conejero, encargo del Centro Dramático Nacional, y con el que obtuvo cinco Premios Max en la última edición de 2016 (entre otros, el de Mejor Director de Escena), se atreve ahora con un texto de inspiración autobiográfica, que partiendo del recuerdo de la figura de su abuelo, explora dos de las dimensiones más complejas e inherentes al ser humano: la construcción y vivencia del tiempo y del lenguaje, aspectos también fundamentales en el teatro.
El propio dramaturgo reconoce que en esta ocasión parte de uno de los temas que más le inquietan, como persona y como hombre de teatro: el tiempo y el misterio de su estructura lineal, y en concreto la duda, transferida al protagonista de la obra e introducida incluso en el diálogo en escena, de qué pasa si algo que ocurrió en nuestro pasado lo olvidamos y no queda nadie que lo haya vivido o lo recuerde. ¿Se podría dudar entonces de su existencia si ya nadie puede construir ese recuerdo con palabras, ya sean contadas o pensadas? ¿Adónde se van las cosas que olvidamos o que ya nadie recuerda? Esta preocupación por entender la coordenada temporal y su sentido en la vida de las personas, rememora en la distancia aquella «vida de la fama» de los albores del Humanismo, cuando el individuo trataba de hacerse un hueco propio reivindicando precisamente la continuidad de su propia existencia ya extinguida en el recuerdo que los demás tuviesen del otro. Tiempo y palabra, en definitiva, para definir de nuevo la identidad del ser humano.
Que es un tema interesante no se le escapa a nadie, pero también muy difícil, y llevarlo a las tablas mucho más al tener que dominar otra de las dimensiones que suelen acompañar al tiempo, el espacio. El reto que se plantea Todo el tiempo del mundo es, por tanto, el de romper las barreras temporales en la representación, manteniendo el mismo espacio escénico (no hay cambios en la configuración del escenario ni en sus elementos) e incluso el mismo espacio argumental (nunca salimos de esa zapatería de época que recuerda a aquella del abuelo de Messiez). Y este reto se consigue llevando a escena la propia linealidad del tiempo, al hacer coincidir el presente del Señor Flores, los pensamientos o recuerdos de su pasado (hechos cuerpo, y palabra, con las visitas misteriosas de una serie de personajes que confunden por igual al espectador y al propio protagonista), y su futuro junto a la única persona que habita su presente, Nené. Las entradas y salidas de los personajes, y especialmente las de éste último, inteligentemente destacadas con los cambios de su vestuario, así como el juego de las luces que delimitan el inicio o final del día, ayudarán a conseguir este efecto. Después de todo, es Nené el personaje que representa la realidad del presente o del futuro, según sea, y el avance del tiempo cronológico en la obra, y no el Señor Flores. Ella es presente y será futuro, pero a diferencia del protagonista nunca entrará en contacto con el pasado (por eso no ve a los personajes que lo visitan).
No obstante, y aunque observar y disfrutar la dramaturgia resultante de este desafío temático y teatral fuera razón más que suficiente como para asistir a la representación, el valor de la obra de Messiez, producida por Buxman y Kamikaze Producciones, no debiera reducirse a esto. Existe en esta obra una clara voluntad de reflexionar sobre el tiempo, pero también de observar la implicación que este análisis tiene en la vida de una persona. Es por tanto un drama filosófico, desde luego, pero sobre todo un drama humano.
Se manejan en el texto teorías del tiempo y explicaciones sobre el desplazamiento a través del mismo que obsesionan al protagonista y que en el público pudieran generar el mismo desconcierto que le producen a Nené. Sin embargo, las cosas cambian cuando el espectador va resolviendo las piezas del puzle que se le plantea sobre las tablas y comprende sus partes y su todo desde una clave más humana y cercana: la importancia de los recuerdos y del pasado en el presente de las personas y en la configuración de su identidad, y sobre todo cuando estas memorias parecen olvidadas, y por tanto a priori innecesarias, como le sucede al protagonista, pues éstas se revelarán entonces como más fundamentales aún para la felicidad presente del individuo.
Todo el tiempo del mundo cuenta la historia de un hombre aparentemente gris, aburrido e infeliz, el señor Flores, que regenta una zapatería de señoras y que no parece tener mucha ilusión por vivir plenamente. Trabaja para él una mujer, Nené, que lo cuida en la distancia (como se le permite), que lo quiere, y que muestra interés por él, aunque el señor Flores ni siquiera parece enterarse. Hay que interesarse por uno mismo para poder interesar a otros. Y eso es lo que cambiará en la obra.
Por las noches, cuando se queda solo para cerrar su negocio, se le comienzan a aparecer distintos personajes de ontología sospechosa y que el espectador valora: al principio se asemejan a personajes absurdos en un teatro de base real pero poco a poco van interpretándose en otra clave, como seres de otro tiempo, del pasado, y lo que antes era en ellos extravagante es ahora esencialmente humano. Después de todo, aparecen para satisfacer alguno de sus deseos no cumplidos en vida, buscar algo que los deje descansar y para dar también algo al protagonista que finalmente le aporte esa paz interior que cada vez se hace más evidente y necesaria. Cada uno de ellos se va descubriendo poco a poco como una persona importante en la vida del señor Flores y le ayudan a revivir episodios de su pasado, de su historia personal, que él ya había olvidado o había decidido olvidar. El hombre avezado al alcohol que irrumpe en escena como un loco, generando el primer choque de mundos, y que protagoniza uno de los momentos de comicidad de la obra al quedarse en paños menores y zapatos de tacón, recuerda los detalles de la muerte de la abuela del protagonista. La mujer embarazada que está a punto de dar a luz confiesa ser su madre biológica, la que nunca pudo abrazarlo. La visita de una pareja de novios, tan absurdos como patéticos, resultarán ser el trasunto temporal de su difunta esposa, en la época en la que ya estaba enferma, y de sí mismo de joven. Y la muchacha de pelo lacio y largo, descalza, que reclama respuestas sobre su historia personal, será su propia hija.
Todos los recuerdos tienen en común que son dolorosos, y quizá por eso el personaje los hubiera enterrado: la vivencia de la muerte de una abuela, la muerte de su madre biológica sin que la reconociese como tal, la enfermedad de su esposa con las palabras y la dureza que supuso vivirla a su lado, y el no haber contado la verdad a su hija sobre la identidad real de su abuela y por tanto sobre la suya propia. Al principio, todos los personajes trastocan al protagonista, ubicado en un presente fijo del que no quiere moverse porque niega la posibilidad de romper la linealidad del tiempo. Pero cuando éste pasa de la duda a verlos como seres procedentes del pasado y va descubriendo estas relaciones con su propia historia, a través de detalles o frases que garantizan su autenticidad, el efecto es el contrario: el protagonista parece sentirse más cómodo en el pasado que en su presente. Al escuchar las palabras de los habitantes de su propia historia y al darles a cada uno lo que pide (compañía al primero, un abrazo de hijo a la madre, una existencia a su esposa difunta y una verdad a su hija), él recibe también de ellos su cariño y su perdón, lo que le hará aceptar sus propios recuerdos y volver a sentirse hijo y padre. El silencio que le piden los personajes para escucharse supone precisamente eso: la tranquilidad de conciencia, la paz interior que se obtiene cuando uno es capaz de hacer las paces con su pasado. Flores comprenderá así su verdadera y completa identidad, y será sólo entonces cuando sienta las ganas y la libertad de volver a nacer. El Flores renacido sí será capaz de disfrutar de su presente en plenitud y de poder hacer que ese presente avance y sea futuro.
El genial contraste entre la ontología ficticia o dudosamente real de la mayoría de los personajes y el realismo de la bella y cuidada escenografía de Elisa Sanz, responsable también del vestuario, tan importante en la obra, es otro valor del montaje. Escenario fijo que reproduce fielmente una zapatería de época, con todos los detalles (cajas de cartón, estanterías, caja registradora, ceniceros y bolsas con el logotipo de la tienda, escaparate, banco central para sentarse y banquillos de madera desde los que el señor Flores ayuda a calzarse… Todo precioso). Y al fondo, una gran estructura de marcos que hace las veces de los grandes ventanales del escaparate, con su puerta y su campanilla, que permite ver también la calle por la que llegan o pasan los personajes. Hasta la cuarta pared tiene aquí función escénica: es (y somos) el espejo donde se miran algunos de los personajes. Unos caracteres revividos por el buen trabajo de los actores de la compañía Grumelot (Carlota Gaviño, Rebeca Hernando, Javier Lara, José Juan Rodríguez, Íñigo Rodríguez-Claro y Mikele Urroz), que ya habían trabajado junto a Messiez en Los brillantes empeños, y por la actriz María Morales, protagonista de la última obra del argentino, La distancia.
Son geniales también los momentos poéticos que esconde la representación. Pensemos, por ejemplo, en lo que supone calzar a un muerto o descalzarlo, calzar un recuerdo o descalzarlo, o debiéramos mejor decir «muertas», como se ocupan en señalar los personajes femeninos en tránsito. Mencionemos también la reivindicación en el texto y en la vida de las palabras y su importancia para construir nuestra relación con el mundo y con los que nos rodean, y la enfermedad tan grave que supone no cuidarlas como se merecen, algo que en este caso Pablo Messiez demuestra con la construcción de un personaje enfermo que tristemente no puede controlarlas. O el doble final de la obra: el monólogo con luz tenue donde el protagonista se despide de la persona que era, que vivía sin recuerdos y por ende sin identidad en su presente, para nacer de nuevo como persona que vive con ellos integrados. «No se puede vivir de los recuerdos, pero sin ellos tampoco» (dice un sabio amigo).
El final de la obra no podía ser otro que el beso apasionado entre Nené y este Flores renovado (un beso que hubiera sido inverosímil en otro tiempo), y que no hace sino situar por fin al amor en el lugar que le corresponde: el de motor definitivo de un presente también renovado, en el que, como escribe Ernesto Sábato en su novela El túnel (otro autor preocupado por el tiempo), «vivir consiste en construir futuros recuerdos».
Merece la pena liberar algo de nuestro tiempo para disfrutar de Todo el tiempo del mundo.
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com