El nuevo espectáculo de María Pagés aúna muchas de las claves identitarias de sus creaciones. Se trata de un montaje singular, donde se dan la mano códigos distintos (baile, música, cante, poesía, incluso monólogos y escenas teatrales), y por supuesto una cuidada puesta en escena, mimosa con el acertado uso de los colores y de la luz, y escrupulosa con el diseño de vestuario de Pagés, para lograr juntos emocionar y comprometer al mismo tiempo, con lo contado, al público.
La mezcla de los elementos tradicionales del arte flamenco con el dominio del espectáculo, presidido todo por una clara conciencia de la necesidad de un ritmo escénico, hacen de esta propuesta un conjunto que no se puede atender solo con los ojos, como reza el título de la obra, sino “con tus entrañas y con todos los sentidos”, como se cantará luego. Todo ello se logrará al trabajar la intensidad autónoma de los distintos cuadros en los que se estructura el montaje, personalizándolos con el movimiento en escena del cuadro flamenco, cuidando con gusto las transiciones, que amortiguan los corazones henchidos de emoción, y jugando con el cambio en el protagonismo que se disputan baile, cante e instrumentos.
El centro del espectáculo es sin duda el arte poliédrico de María Pagés, bailaora, directora, coreógrafa, diseñadora de vestuario y hasta coartífice de la música. Es indudable que la artista sevillana, iconoclasta por naturaleza, es el alma de toda la propuesta, aunque siempre acompañada por un magnífico equipo de profesionales, fuera y dentro del escenario, que consiguen convertir en realidad artística de calidad sus atrevidas ideas, que mezclan sin complejos los distintos lenguajes y los sustenta sobre la base firme del flamenco. El cante de Ana Ramón, que sale directamente desde las entrañas del diafragma para instalarse en las del espectador y conmoverlo por dentro, y el de Juan de Mairena, que rompe y rasga el alma del que escucha sintiendo; las palmas y acompañamiento de José Barrios, que aporta la esencia misma del flamenco; la guitarra de Rubén Levaniegos, que acompañando o sonando solo ella en escena, llora y ríe, ralentiza y acelera con su pulsar el pulso de un público conectado ya por dentro; y la genial incorporación al cuadro tradicional flamenco del profundo violonchelo de Sergio Menem y el plañido intenso del violín de David Móñiz, consiguen crear ese universo de emoción que supone todo el espectáculo.
El hilo conductor, no obstante, es la historia de una mujer, de un ser humano, contada a través del baile de Pagés y sus cambios de vestuario, con el que se establece un diálogo constante de principio a fin de la obra. Nos lleva desde el minimalismo silencioso del baile inicial sin música, para “oír con los ojos”, casi a modo de lengua de signos, y protagonizado por la plasticidad de los brazos desnudos e iluminados, que destacan en una figura vestida de negro, para pasar luego al centro del escenario y seguir con unos brazos que ya envuelven, que miran, que recorren el cuerpo e indagan su contexto. Es el nacimiento de esa mujer y la toma de conciencia de sí misma.
Baila luego una mujer que busca su espíritu, como cantan Ana Ramón y Juan de Mairena, y parece encontrarlo en la cola roja de su vestido negro, a la que por momentos se diría que embruja y mueve con sus entrenados brazos para acabar abrazada a ella; de la búsqueda de sí misma a su encuentro. Se trata de un baile centrado aún en el tronco superior de su cuerpo, que fija su raíz al suelo, y que cuando empieza a despegarse al ritmo de las palmas y el taconeo, permite vislumbrar el mimo por los detalles con unos zapatos negros de tacón rojo que en movimiento congregan la expresividad, la fuerza y elegancia del buen flamenco.
La emoción se intensifica progresivamente con igual ritmo que lo hace el baile (que usa ya de todo el cuerpo), el cante, la música y el acompañamiento. Llega un momento que el espectador ya no es espectador porque siente toda esa carga emotiva de manera tan intensa que la carga deja de ser carga y lo eleva. Hay algo místico en el flamenco, misticismo impulsado también en este caso con las letras elegidas del místico sufí Ibn Arabi y del gran poeta andalusí del siglo XIII Ben Sahl. Esa sensación de despegarse de la tierra, como lo hizo el cuerpo de la bailaora, es la que hace que la reacción del público se escape a las convenciones sociales y las leyes no escritas del decoro en el acto de expectación. Y hasta los más noveles en asomarse al mundo del flamenco, imbuidos ya, rompen el silencio de las butacas con un ole, un aplauso, un suspiro o un aliento.
El contrapunto ascético a tanta mística se consigue con el protagonismo del cuadro flamenco y del cante, en el logrado diálogo entre la voz femenina y masculina con un fragmento de la Oda a la Vida Retirada, de Fray Luis de León.
En el centro del montaje descubrimos a una María Pagés que trabaja también con la palabra, con la palabra segura de un magnífico y acertado texto, Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo, que lleva a escena en forma de monólogo con el que aconsejar a las mujeres (como lo hace el poeta-padre a su hija Julia), y al ser humano en general, sobre la vida, sobre sus luces y sus sombras, pero siempre con la convicción firme de su belleza. Los versos de Goytisolo se convierten poco a poco en cante y en arenga, que se traslada al público para que colabore de esta optimista proclama: “Ya verás cómo a pesar de los pesares, tendrás amigos, tendrás amor, la vida es bella”.
El alboroto conseguido en el cuadro anterior contrasta con la tristeza de una guitarra sola que toca para una mujer, ahora ya vestida de rojo, aunque con degradados en negro, que parece bailar la duda de si en efecto la vida es siempre bella, sobre todo cuando “no tengo alas para volar, que estoy atada a la tierra”, cantando ahora El jardinero, de Tagore. Pero pronto volverá la alegría a ganar la batalla, insistiendo en el mensaje positivo de que la vida siempre merece la pena, y el público a disfrutar de la plenitud de la fiesta flamenca, que precisamente por su intensidad requiere ese “óyeme con tus entrañas y con todos tus sentidos” ya anunciado.
Esta alegría continúa con la ronda instrumental que se hace en el centro del escenario, donde el cuadro flamenco ocupa todo el protagonismo: un violín que ya no llora sino que ahora baila y ríe; un violonchelo pulsado que aporta el desenfado asociado a otras músicas de la misma raíz popular; una guitarra que también sabe cantar a la vida. Y todo se cierra a golpe de abanico, el que introduce al final del cuadro una nueva María Pagés, que irrumpe en escena vestida de negro, pero de corto, y que también se atreve con un número musical. Al grito de “ay, qué calor, que no se puede aguantar”, todo el cuadro flamenco se convierte ahora en elenco que improvisa un viaje en autobús, con escenas y diálogos cotidianos. El contraste con el tono del resto del montaje, el contenido de las letras (actuales, de gusto popular y tintes críticos), los movimientos escénicos de unos músicos transformados en actores, y una gran pantalla blanca que se impone como fondo, en clara oposición con el negro y oscuro de antes y de luego, crean una escena cómica inesperada que el público agradece como descarga de tanta intensidad acumulada, y que María Pagés aprovecha para introducir temas como el paro o las elecciones, pero también para mostrar la riqueza que supone siempre la convivencia con el otro, la mezcla de culturas que asegura el respeto verdadero al ser humano, con independencia de su origen o procedencia, en cualquier momento de la vida y en cualquier situación, por minúscula que sea (como un viaje en autobús).
El cuadro siguiente abandona lo popular cómico para visitar lo popular serio. Con los cuatro músicos en el centro y los dos intérpretes de pie avanzando cada uno por un lado de la escena, las letras que cantan son ahora protagonistas; ya no son desenfadadas críticas a lo cotidiano sino fragmentos del conocido poema Vamos juntos, de Benedetti, popularizado por la voz de Nacha Guevara. La muerte igualadora, la importancia de la memoria histórica y la necesidad de unirse para la lucha son los asuntos que se desgarran ahora en el cante de Ana Ramón y Juan de Mairena: “la muerte mata y escucha / la vida viene después / la unidad que sirve / es la que nos une en la lucha” o “la historia tañe sonora / su lección como campana / para gozar mañana / hay que pelear ahora”.
Este poema convertido en sustancia flamenca supone la antesala perfecta para el cuadro final del montaje, en el que vuelve a verse sola en escena, como en el inicio, a una María Pagés que llena todo el escenario; incluso se podría decir que es el propio escenario. Aparece con un vestido negro de cola circular (como el montaje, como la vida), que ocupa todo el tablado. Solo suena fuera de escena la guitarra para que la protagonista absoluta sea ella, el alma del montaje pero sobre todo la mujer, el ser humano, que ha sido y en algún momento deja de ser, como es ley de vida. La voz femenina canta también fuera de la vista del espectador versos en este caso del responsable de toda la dramaturgia de la obra, El Arbi El Harti, escritor marroquí en lengua española o francesa, profesor de la Universidad de Rabat, y especialista en poesía. La presencia central de esta nueva representación de la pena negra, que evoca claramente la muerte, baila el mundo de las desilusiones, que la llevan a una casa vacía, que encuentra nueva morada en “la sombra de la sombra”. La lenta salida de la mujer por el fondo del escenario, y la plasticidad del cuadro efímero que se consigue pintar, hace que el público se rinda de nuevo a la belleza de los sentidos con un más que merecido aplauso.
En definitiva, “Óyeme con los ojos”, título tomado del poema “Sentimientos de ausente”, de Sor Juana Inés de la Cruz, otra mujer tan humana como luchadora, no es la historia de una mujer que lamenta la ausencia del amado sino una alegoría de aliento poético que acompaña a una mujer a lo largo de su vida, que no es otra que la del ser humano. Que nace, empieza a buscarse y se encuentra, para luego perderse de nuevo en algún momento del camino, y reencontrarse en otros. Que vive y disfruta de esa vida que es bella, a pesar de los pesares, y lucha con sus compañeros de viaje por lo que considera justo en tanto que humano. Y que muere sola, como vino al mundo, al final del camino, y se va “a la sombra de la sombra”. Una delicia, en efecto, para todos los sentidos.
Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com