La noche del viernes, la Sala Club del Niemeyer se llenó para disfrutar de la obra ganadora del 6º Certamen Internacional Almagroff, que se desarrolló durante las dos últimas semanas del mes de julio dentro de la programación del Festival Internacional de Teatro Clásico de Almagro. Perra vida, de la compañía Ángel Verde Producciones, de Canarias, es una versión libre de El casamiento engañoso de Cervantes, novela ejemplar que supone a su vez el prólogo de otra, El Coloquio de los perros.

Esta doble referencia literaria es uno de los elementos fundamentales en los que se sustenta la original versión de José Padilla; que el protagonista escuche hablar a los perros y escriba sus conversaciones en un cartapacio, que entrega a Peralta para que lo lea y sea testigo de su no locura, no sólo sea un elemento de cierre de la obra, como en el original cervantino, sino un aspecto que define al protagonista desde el principio mismo del montaje, supone sin duda uno de los grandes aciertos de esta dramaturgia.

Campuzano vive en la calle, convive con los perros, no necesariamente Cipión y Berganza, sufre sus perrerías, los teme e incluso los oye hablar. Los tics con los que Diego Toucedo da vida al personaje del alférez Campuzano (gestos entrecortados, rascarse detrás de la oreja con los mismos movimientos que haría un perro pulgoso, los fundidos de ruido que le penetran en el cerebro y lo hacen incluso comportarse como uno más de ellos, ladrando y arrastrándose por el suelo en la impactante transformación en escena al inicio de la obra) completan el retrato animalizado de un ser humano que por su historia personal vive un presente de vagabundo. El título de la propuesta, Perra vida, es más que idóneo para esta versión que prioriza llevar la lección moral del texto cervantino a nuestro mundo actual, reflejando precisamente la dureza de la vida de un hombre, Lorenzo, el que se esconde tras el alférez Campuzano, que fue engañado y tratado como un perro por la persona que más quería, Estefanía (en realidad Mª del Carmen García), y luego, desposeído, de toda posesión material pero también de toda dignidad, lo sigue siendo en una sociedad que permite que la vida para un ser humano sea la misma, e incluso peor, que la de los chuchos abandonados.

Rescata así José Padilla la lección, el ejemplo, de las breves novelas cervantinas y la sitúa en un primer plano. Esta dureza moral de los humanos con los humanos no sólo se ve en el propio motivo del “casamiento engañoso” sino también en una general frialdad e indiferencia ante los desconocidos que sufren, y que se muestra con la déspota actitud de Peralta respecto al mendigo antes de saber quién era éste, o con las palabras del propio Campuzano cuando dice: “en este mundo nadie ayuda a nadie” o en esta vida “hay mucha gente chunga”. Además, son varios los temas que se incluyen en la actualización de la obra que llaman a la reflexión: el hecho de que el primo sea rumano, del este, o la conversación que Campuzano recuerda con el Capitán Rojas sobre la importancia de acoger a “los moros”. Y sobre todo las reflexiones finales de Peralta, donde critica la inacción y falta de coraje de los poderosos para solucionar las cosas: “países enteros que no tienen lo que hay que tener para hacer lo que hay que hacer”.

La versión mantiene elementos sustanciales del original, como son los personajes, y el motivo del engaño en el matrimonio, si bien existen cambios respecto al texto cervantino, tanto en los caracteres como en la trama, sobre todo al sintetizar algunos de sus elementos y actualizar otros. Los soldados de la época de Cervantes se convierten en esta versión de Padilla en exlegionarios, “la olla y las lonjas de jamón de Rute” con las que Peralta agasaja en la novela ejemplar a Campuzano se transmutan en escena en un caliente “carajillo con orujo”, “la posada de la Solana” y la hacienda de Clementa Bueso en el bar Lolo (abuelo de Lorenzo) y después en el “restaurante Estefanía”, las “muy buenas sortijas” de la mano blanca de la mujer cervantina se transforman ahora en “pulseras” en la muñeca de la actriz que da vida a Estefanía, Elisabet Altube, y la “espada” de Campuzano se convierte en esta versión en un arma de fuego. Las virtudes con las que se presenta Estefanía para conseguir el matrimonio y su predisposición a someterse a la voluntad del marido cambian radicalmente de signo en el personaje femenino de Padilla, al menos respecto a Lorenzo Campuzano (queda menos claro respecto a Vicente, su primo en el engaño y su pareja real). El personaje de Campuzano, en esta versión teatral, una vez enterado del engaño, no sale en busca de la mujer para vengarse, como en el texto original, sino que directamente adopta la actitud de derrota con la que finalmente también se mostrará este personaje en la novela ejemplar. Y del mismo modo, y aunque en ciertos momentos de la representación Campuzano reconoce haber recibido respuesta a su misma medicina (reconoce que el negocio es heredado cuando peligra la aceptación de la pareja), en la versión de Padilla se muestra más humano y enamoradizo, y no está tan claro que represente el tipo del “burlador burlado” como en el texto cervantino, donde él también engañaba con su apariencia y creía casarse con una acaudalada. En la novela, fruto de la desesperación y de la pena, enferma de alopecia y va al Hospital de la Resurrección a pedir asilo y ayuda, mientras que en la versión de Padilla se convierte en un mendigo que duerme en la calle y durante el día vive en el que fuera su hogar, el mismo restaurante que le robaron y que regenta la misma Estefanía que arruinó su vida.

El personaje menos definido de la novela de Cervantes, el primo, que aparece mencionado como asistente a la boda y luego como el que se la lleva (“el cual de luengos tiempos atrás era su amigo a toda rueda”), lo convierte Padilla en Vicente, un hombre rumano que es el cómplice y pareja de Estefanía, y que en su única aparición en escena consigue burlar la inocencia de Lorenzo, al que llama “primo” con una doblez clara en el uso del significado de la palabra. Otro personaje que utiliza Padilla en el montaje es el del señor tasador, que interpreta la misma actriz que da vida a Peralta, Nerea Moreno; aparece de espaldas, como un juez más de las acciones y vida de Lorenzo, y casi como una voz de la conciencia que nos previene sobre las trampas y maldades de esta “perra vida”: “hay que estar con los ojos bien abiertos para que no le quiten a uno hasta la camisa”, dirá. Funcionalmente es equivalente en el texto de Cervantes a la “huéspeda” que cuenta a Campuzano el engaño de Estefanía, siendo así estos personajes los responsables de la anagnórisis que precipita el sufrimiento del protagonista.

En este punto la versión de José Padilla crece respecto al original al mostrar en escena la desesperación de Lorenzo, con una magnífica interpretación de Samuel Viyuela González, que recuerda inevitablemente por su contundencia y rigor, y por los efectos ruidosos y distorsionados en los audios, el momento en el que con idéntica bondad en la ejecución Diego Toucedo da vida al Campuzano que al principio del montaje se transforma en perro. El cierre con el seco disparo que evidencia el suicidio fuera de escena de Campuzano es en la lectura de Padilla la inminencia del mal anunciado desde el origen mismo de la obra: primero con la alusión indirecta a la existencia de un arma en el coche de Peralta (cuando dice por teléfono: “No. No la llevo encima. Está en la guantera”) y después con la referencia directa de Campuzano a que “es el novio de la muerte”, himno con el que se decide poner punto final a la representación. De este modo, José Padilla permite que el personaje cervantino acabe su vida con la expresión máxima de libertad que las creencias en el texto no le permiten. En la novela ejemplar de Cervantes el protagonista no se suicida, pero sí lo desea y lo piensa, y así se lo cuenta a Peralta tras relatarle cómo se enteró del engaño: “aquí dio fin a su plática y yo di principio a desesperarme, y sin duda lo hiciera si tantico se descuidara el ángel de mi guarda en socorrerme, acudiendo a decirme en el corazón que mirase que era cristiano y que el mayor pecado de los hombres era el de la desesperación, por ser pecado de demonios”.

Salvo en este añadido del final, la dramaturgia de Padilla respeta la estructura narrativa marco de la novela ejemplar: un encuentro entre dos amigos en un momento del presente de ambos y el relato de lo que le había sucedido a uno de ellos para explicar su penosa situación actual. El acierto de la propuesta escénica de esta compañía canaria radica fundamentalmente en la división de los dos tiempos, el presente y el pasado, para volver luego brevemente al presente, y representarla a través de la duplicidad del protagonista (un actor, Diego Toucedo, interpreta al alférez Campuzano del presente perruno y tremendo; y otro actor, Samuel Viyuela, hace lo propio con el Lorenzo Campuzano del pasado) y sobre todo de su espacialización.

El espacio escénico se divide en dos zonas, claramente diferenciadas por la iluminación y por la presencia en la primera de unas cuadrículas de arena, que junto con las botas de Estefanía, evocan la inspiración western de la versión de Padilla, potenciada por la localización de ese “tugurio” perdido en medio de la nada. La zona iluminada es la esfera activada para la actuación y la ocupan los personajes del tiempo narrado: primero Campuzano y Peralta en el presente, y luego Lorenzo y Estefanía en el pasado. La otra zona, totalmente visible al público y también en escena, la ocupan los actores que interpretan a Campuzano y a Peralta, pero también sus personajes; es inquietante ver cómo el alférez Campuzano asiste a la representación de su vida y la ve pasar ante sus ojos con la impasividad que genera la imposibilidad de cambiar el pasado y el desgarro de revivir lo vivido. La Sala Club del Niemeyer potencia, por la proximidad entre el público y los actores, esta bondad de la propuesta; vemos las caras serias e inexpresivas de Campuzano y Peralta y vemos cómo no dejan ni un momento de seguir la historia que allí se cuenta. Una historia contada con saltos temporales para avanzar el progreso de dos vidas que se encuentran y se unen, de una relación que progresa, para mostrar después el engaño y la desesperación que éste produce.

Especialmente llamativos y ricos en significado son los momentos en los que presente y pasado se acercan, como cuando Estefanía sale de la zona iluminada y pasa por delante de Campuzano y Peralta; o cuando Campuzano le da el sobre que llega del registro a Lorenzo. Y sobre todo el momento en el que Lorenzo y Campuzano coinciden ya en la parte iluminada de la escena para darse el relevo final con la simbólica entrega de las pulseras de Estefanía. Lorenzo se despide de Estefanía al grito de “viva la verdad y muera la mentira” (frase textual de la novela de Cervantes) y al darle las pulseras a Campuzano activa de nuevo el tiempo presente, en el que éste, incidiendo en lo mismo, confiesa a Peralta que las pulseras iban a juego con la dueña porque tampoco eran joyas, tampoco eran verdad. “No es oro todo lo que reluce”, como en la ficción, y más si es de Cervantes, y como en la vida.

Perra vida se nos muestra, en definitiva, no sólo como un interesante y original ejercicio de actualización del texto cervantino, sino también como un universo dramático autónomo, nuevo y propio, con todos sus elementos perfectamente trabados y cuidados, entre los que destaca un comprometido y sólido trabajo actoral, que logra poner en escena la tragedia personal de un ser humano que en cualquier momento puede ser también la nuestra.

Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com