Fachada del Warsaw, 261 Driggs Ave, Brooklyn, NY

Sucedió tal como ella misma lo había augurado dos años antes en el bar del Park Plaza de Boston. Aquella tarde de mierda, antes de pagar la cuenta, me prometió que un día yo estaría bien del todo y que el nombre de ella sería apenas un vocablo asignado al desdén. De este despecho que ahora me clava sus tacones afilados en los riñones, había escrito yo afectadamente en las primeras páginas de mi diario, solo quedará una huella borrosa en la arena de la memoria.

La profecía me había alcanzado en la punta norte de Brooklyn, acodado en la barra del Diamond, siete meses después de haberme hecho la promesa de dejar mi pasado en el viejo apartamento de Queensberry Street, a tiro de piedra del Fenway Park, casualmente ese mismo otoño en que los Red Sox ganaron su primera Serie Mundial desde 1918.

No se trató de un milagro repentino. Superar aquella derrota que había hecho de mi psique un yermo cenagoso fue un proceso lento y tortuoso. Pero cuando decidí mudarme de Boston —ciudad en la que nací en el año sesenta y nueve, aunque solo había vivido en ella desde el noventa y tres— ya estaba casi seguro de que sus palabras se harían realidad más temprano que tarde. Y así había sido: a fuerza de curda, química, tabaco, pastillas, aviones, promiscuidad y tiempo, mucho tiempo, había alcanzando el estado que la mirada celeste de mi ex había avistado en las nieblas de mi futuro.

No todo estaba documentado en el Moleskine negro y desgastado que tenía abierto junto al posavasos en la barra del Diamond: un volumen más de mi diario de vida —el mismo que habían empezado los curas del San Ignacio, en Caracas, cuando todavía ni siquiera sabía escribir— manchado con mis intentos desesperados por retrasar la admisión de mi fracaso como escritor. Y, sin embargo, todo estaba allí: espacios de más de un mes entre un apunte y otro, garabatos caóticos, manchas de vino, de comida y de sangre, esquemas indescifrables, vómitos verbales de caligrafía rabiosa, versos arrebatados, unos malos y otros terribles, párrafos empalagosos como el jarabe para la tos y oraciones perfectamente vacías como el alivio de la benzodiacepina.

En la solapita de cartón de la tapa de atrás había boletos al Musee D’Orsay, al zoológico del parque Ueno y al Museu Nacional d’Art de Catalunya. (Casi todos mis viajes comienzan y terminan en Barcelona). También había una etiqueta de aguardiente Cristal con un número de teléfono sin nombre (el código de área podía ser de Barranquilla, donde por poco no me mataron a patadas después de responderle a un costeño que la arepa se la podía meter por el culo, pero el golfo era de Venezuela), una secuencia de fotos con dos chicas besándome los cachetes, sacada en un fotomatón de un bar en Chicago, y un billete de veinte pesos dominicanos que no hubiese pasado un test anti-doping con dos versos ilegibles y posiblemente innecesarios.

De todos los cuadernos que había llenado desde los dieciocho años, este era quizás el más vergonzoso, el que hubiese matado a mamá de tristeza. (A papá no porque no lo hubiese leído). Pero era también el que me permitía escribir que hoy, 22 de abril de 2005, había alcanzado el día augurado por mi ex una noche a finales de invierno en 2003, a botella y media de yo haberle rogado que me diera una última oportunidad.

Le pedí otro vaso de Kölsch a Jason, ansioso por alargar el paso de la ola de alegría que me había regalado el primer vaso celebratorio. Bebí un trago largo que bajó liso por la garganta y volví a meter la cabeza en mi Moleskine. A medida que iba descifrando mi propia caligrafía —en algunos pasajes con no poco esfuerzo—, sentía el raro placer de violar mi propia intimidad.

Me sorprendía que su nombre simplísimo, monosílabo anglo de cuatro letras, no hubiese quedado registrado en las páginas del diario. Un examen superficial indicaba que nunca había apuntado el nombre de la causante del despecho patológico que llenaba casi tres cuartos del Moleskine. ¿Quizá porque entonces la masa de aquel nombre deformaba la realidad hasta convertirla en un embudo de cuello infinito? ¿Tal vez porque la densidad de su significado hacía redundante el gesto de nombrarlo? Lo cierto es que no encontraba su nombre por ningún lado, y tampoco veía la necesidad de anotarlo ahora que finalmente se había convertido en un vocablo asignado al desdén. Sin esas cuatro letras a la vista, la animación confusa que se desprendía de mi pulgar adquiría un aire nihilista ligeramente menos patético, y no se me ocurría una mejor razón para levantar mi vaso de cerveza hacia el cielo primaveral que se filtraba por las ventanas del Diamond.

Supongo que cada quien tiene su propia medida. La mía es poco menos de un litro, o esa incómoda medida inglesa conocida como un quart. Le puse el punto final a la oración anterior y dejé el Moleskine abierto junto al vaso vacío mientras corría a uno de los dos baños del Diamond.

Por lo general prefería usar el baño grande, el que tenía las paredes forradas de casetes y un secador de manos potentísimo, pero no quería perder tiempo esperando que se desocupara. La cerveza le imprimía la credibilidad necesaria al optimismo que me impulsaba a retomar la escritura del diario, y quería regresar a sus páginas lo antes posible. Me sequé las manos y regresé a trote hasta mi puesto al extremo de la barra.

En la barra me esperaba otro vaso que Jason acababa de servir. Animado por la luz que parecía emanar del cilindro dorado me subí de un salto al taburete, listo para beber un trago y escribir la oración que había comenzado a rumiar en el baño mientras me lavaba las manos, la continuación con que esperaba oxigenar las aguas estancadas del diario.

Solo cuando devolví la cerveza al posavasos me di cuenta de que el Moleskine no estaba allí donde lo había dejado. Una corriente helada me envolvió de la cabeza a los pies. Revisé varias veces los bolsillos de mi abrigo sin encontrar otra cosa que el tintineo de las llaves. Mire detenidamente el suelo a mi alrededor y recorrí visualmente el local sin dar con el menor indicio de mi libretita negra. Apenas había otras tres personas en el bar: una pareja que jugaba en el shuffleboard y un viejo polaco que bebía absorto su copa de vino, al otro extremo de la barra. No había nadie en ninguna de las tres mesas. Solo en una de ellas, la más cercana a mi puesto, había dos vasos manchados de espuma. Corrí a mirar en el baño, busqué debajo de todas las mesas y volví a revisar los bolsillos de mi abrigo, pero nada: aunque me negara a creerlo, mi diario había desaparecido.

Primero me invadió la incertidumbre, como cuando se sospecha haber enviado una respuesta comprometedora a todos los destinatarios de un email de trabajo. Luego me embargo una sensación de vergüenza que solo había experimentado en pesadillas. Me transfiguré en un adolescente en calzoncillos con una erección imposible de ocultar en mitad de una primera comunión. Yo mismo podía sentir la palidez de mis labios cuando le pregunté a Jason si había visto a alguien llevarse el Moleskine negro que había dejado posado junto al vaso.

— Sí, ¿acaso la mami esa no era amiga tuya?

— ¿Qué mami?

— La morena del culo atómico que estaba sentada allí hace un segundo —me dijo indicando con la cabeza la mesa donde estaban los dos vasos vacíos—. Cuando te fuiste al baño se acercó a la barra y se puso a leer tu cuaderno como si te conociera de toda la vida. Te lo juro que pensé que era amiga tuya.

No me costó recordar a la pareja que ocupaba la mesa cuando entré al bar. La jeva guardaba una semejanza sorprendente con una modelo trigueña de American Apparel que por aquel entonces se había convertido en una de las deidades predilectas de mi panteón onanista. Él me pareció un bulto inútil en la mesa. Los olvidé tan pronto me puse a revisar mi diario y a sorber mi cerveza. Solo ahora caía en cuenta de que el bulto inútil era quien ocupaba el baño grande cuando fui a mear.

Salí disparado a la calle y miré de un lado a otro. No pasaba ni un solo carro. Solo una ciclista pelirroja indiferente a mi pérdida se desplazaba hacia el norte con esa arrogancia masculina de la gente que maneja sin tocar el manubrio. De la pareja no había ni rastro.

— Banerjee —dijo Jason, poniendo el recibo de una tarjeta de crédito con un manotazo sobre el mostrador—. El dude que pagó la cuenta llama Sundeep Banerjee. No sé por qué pensé que eran amigos tuyos.

Porque los dos son marrones como yo en un barrio en el que cada vez vive más gente blanca como tú, pensé, pero no dije nada. Anoté el nombre en un posavasos y me lo guardé en el bolsillo.

— Bueno, míralo por el lado positivo —dijo Jason mientras comprobaba la limpieza de un vaso a contraluz— : al menos ahora estás seguro de que alguien leerá lo que escribes.

Uno de los enlaces que conseguí, después de googlear distintas combinaciones del nombre Sundeep Benerjee con las palabras Queens, Astoria, Greenpoint y Brooklyn, me llevó a un perfil de myspace.

El tal Sundeep, para mi sorpresa, no era ni médico ni dentista, sino tecladista de un dúo de electro pop llamado La Chanson Mechanique. Según las fotos —en una de ellas pude reconocer la puerta del Astoria Soundworks— la cantante era una rubia con pinta de escandinava que en nada se parecía a la modelo de American Apparel, pero él era sin duda el mismo bulto inútil que había visto en el Diamond.

En la página de Myspace se anunciaban un par de presentaciones. Una de ellas ese mismo sábado, a medianoche, en un bar de Providence, Rhode Island. La otra era el martes siguiente, en el Warsaw, un centro comunitario de Greenpoint en el que funcionaban un bar y una sala de conciertos.

Aunque el Warsaw quedaba a unos veinte minutos a pie desde mi casa, no había ido ni una sola vez desde que me había mudado a Nueva York. Cuando todavía vivía en Boston y solo venía Brooklyn los fines de semana, era uno de mis locales favoritos, probablemente porque fue allí donde Peaches y el MDMA me devolvieron la fe en la humanidad una calurosa noche de julio. Aunque los dos temas de La Chason Mechanique que se podían descargar en Myspace dejaban claro que, tal como anunciaba su nombre, el dúo no pasaba de ser una imitación más bien mediocre de Stereo Total, ese martes por la noche yo estaría en el Warsaw mucho antes que la mayoría de sus trescientos veintidós fans.

El olor era el mismo de siempre: madera permeada de cerveza rancia y años de humo y sudores. Se sabe que los olores disparan recuerdos de una manera más bien desconsiderada, y este me hizo suspirar de nostalgia. Pieles lustrosas, pupilas dilatadas, fulgores estroboscópicos y labios fugaces cruzaron mi cerebro como un cardumen de bonitos. Por lo general prefiero beber cerveza, pero esa noche me pedí un gin and tonic. No había mucha gente, y la poca que había era algo menor que yo —entre los veinticinco y los treinta—: skinny jeans, faldas cortas y oscuras, medias altas de lana y muslos torneados, benditos muslos torneados y pendencieros que desviaban mi atención de la misión que me había asignado.

El escenario en la sala de concierto lo ocupaba un cantante muy joven con una Telecaster mexicana: versos tristes de yonqui autocompasivo, gimoteos llenos de congoja sobre un mar de acordes abiertos y distorsionados. El chamo no era del todo malo, pero yo no estaba para tristezas ajenas. Lo mío era recuperar las mías de las garras del súcubo que me las había arrebatado en el Diamond, así que volví a la barra, al otro lado del local, a esperar la aparición de Sundeep Benerjee y su valkiria.

Cuando comencé a beber mi segundo trago, esta vez sí una cerveza, el pelirrojo tocaba lo que parecía una versión de Born to Loose. La música llegaba con mayor claridad a la barra ahora que el público comenzaba a llenar la sala. La versión prometía, cómo no, pero no logré reunir la suficiente voluntad para levantarme otra vez del taburete. Preferí sorber mi cerveza y escribir en la libretita azul que había comprado en el deli del yemenita, en la esquina de Java y Manhattan. Me había hecho la promesa de que todo lo que apuntara en ella lo transferiría a mi Moleskine secuestrado una vez que lo recuperara. Estaba consciente de que la persecución de mi propio diario se había convertido en mi única justificación para volver a escribir.

Había alcanzado mi medida una vez más. A las dos pintas de cerveza que ya llevaba en el buche se les sumaba también aquel gin and tonic que pedí en la prehistoria de mi llegada a Warsaw, así que vacié mi vejiga vigorosamente mientras me volvía a alcanzar el recuerdo de las fiestas pasadas y sus viajes obligatorios a este mismo baño. Viendo mi pene triste y cabizbajo, aquellos recuerdos distantes componían lo que parecía el sueño de otra persona.

Cuando salí del baño el bar estaba casi vacío. Todos habían pasado a la sala de conciertos. En la pared que dividía el local retumbaba una frecuencia casi infrasónica. Finalmente había comenzado la sesión de La Chanson Mechanique.

Era como si los trescientos veintidós seguidores del grupo se hubiesen dado cita esa noche en el Warsaw. La verdad es que sonaban sorprendentemente bien en vivo, aunque el tal Sundeep me siguiese pareciendo un bulto inútil, con todo y que fuesen sus aparatos los que generaban el paisaje acústico sobre el que volaba la terrible y hermosa valkiria. A diferencia de las muestras de Myspace, que en el mejor de los casos delataban una ironía más bien forzada, La Chanson en directo sonaba con un desenfado desenfrenado. La rubia escandinava se entregaba con una generosidad poco común, sin separar los labios del micrófono, mientras el público saltaba al beat de las secuencias de Sundeep. La mezcla de sexo, violencia y ternura que rezumaba su voz me hacía olvidar a ratos la razón de mi presencia en el Warsaw. Cuando finalmente se bajaron de la tarima, otras dos cervezas más tarde, estaba a punto de convertirme en el fan número trescientos veintitrés del grupo.

No me pareció oportuno abordarlos adentro, mientras recogían sus equipos entre felicitaciones y elogios, así que me acerque a la pareja mientras esperaban un taxi junto a la puerta lateral del Warsaw, una media hora después del final del concierto. Primero me dirigí a ella y le di las gracias por el show. You are a real star, le dije. Luego miré a Sundeep, que fumaba sentado en un amplificador sin quitarme los ojos de encima, y le di las gracias por haber creado el escenario acústico perfecto para que ella brillara como la estrella que era. Quizá la desconfianza que me inspiraba Sundeep le imprimió una entonación irónica en lo absoluto intencional al comentario. Sin dejar de chupar su cigarrillo, Sundeep hizo un gesto con la cabeza para indicar que me había escuchado. Fue entonces cuando me atreví a preguntarle si había vuelto a ver a su otra amiga, esa morena tan guapa con la que estaba el otro sábado en el Diamond.

— No sé de quién coño me estás hablando, dude —me contestó, todavía sin quitarme los ojos de encima. Vi que la valkiria miraba a Sundeep sorprendido.

— Te refresco la memoria: los dos estaban sentados en una mesa redonda cerca de la entrada, a mano derecha de la puerta; fuiste tú el que pagó la cuenta de los dos con una Master Card. ¿Estás seguro que no sabes de quién estoy hablando?

En ese momento llegó el taxi, un carro negro de la Northside. Sundeep sostuvo mi mirada unos segundos más, pero finalmente tiró el cigarrillo y comenzó a meter sus equipos en la maleta del carro negro.

— Pari —susurro la valquiria al pasar junto a mí—. La chica se llama Pari Kirmani.

No me dio tiempo de darle las gracias. Enseguida se subió al carro donde su compañero la esperaba y el taxi se alejó con un bramido por la Driggs.

Todo había salido a pedir de boca, o al menos eso creía hasta que quise regresar a casa y me di cuenta de que la u negra de mi candado indestructible estaba tirada en el suelo, sólidamente abrazada a la rueda delantera de mi bicicleta y a la base del parquímetro donde la había dejado. El resto de la máquina se había desvanecido. Me cagué en todo, en mi idioma materno y a gritos.

(continuará)

José Miguel López es escritor y editor