Thirty St. Station, Filadelfia

El viaje de Nueva York a Filadelfia es corto: un poco más de un hora. Creí que podría trabajar en el tren (estaba actualizando la traducción al español del manual de los scouts, un guiso pesadísimo que me había pasado un antiguo colega de Boston después de que él mismo lo rechazara), pero me quedé dormido antes de salir de los túneles subterráneos que atraviesan el Hudson. Volví abrir los ojos cuando el altavoz anunciaba la llegada a la 30th Street Station. De todas maneras, no creo que me haya perdido de nada sino de comprobar mi sospecha de que Trenton, NJ, podía disputarle a Bridgeport, CT, el título de ciudad más fea del noreste estadounidense.

La verdad es que, por razones que no sabría definir, quizá un antiguo jefe que era de aquella ciudad o el propio Sylvester Stallone, venía un poco predispuesto en contra de Filadelfia, por lo que me sorprendió la elegancia de la 30th St. Station. La luz natural que entraba por los ventanales y bañaba el enorme espacio contrastaba drásticamente con la palidez enfermiza que alumbraba la fealdad subterránea de Penn Station, la más cruel de las cicatrices que el viejo Robert Moses dejó en la cara de Manhattan.

Al salir de la estación crucé el río hacia el centro de la ciudad. Estaba nublado, pero la temperatura era agradable. Me pareció que había poca gente en la calle, aunque me imagino que a cualquiera que viniera de Nueva York le podía pasar lo mismo.

Después de caminar varias cuadras terminé entrando a Moriarty, un pub de fachada azul con una pinta tan auténtica como cualquiera de las trampas para turistas que se pueden ver en las dos orillas del Liffey.

El local adentro era acogedor, aunque estaba casi vacío. Me instalé en la barra, abrí la laptop y me pedí una Guinness. Un televisor enmudecido reportaba otra bomba en Bagdad mientras Van Morrison cantaba Brown Eyed Girl.

Creo que estuve trabajando en el manual de los scouts por un par de horas, o al menos eso calculé mientras meaba en el baño del pub. Dos pintas se pueden ventilar en media hora sin ningún problema, pero estas eran dos pintas de Guinness, y las había sorbido lentamente mientras cotejaba la traducción horrenda de la primera edición del manual contra el manuscrito revisado de la nueva edición en inglés. Cuando comencé a trabajar en el capítulo sobre los nudos, a unos sorbos de terminar el primer vaso, lamenté la omisión del nudo del ahorcado, que fue el primero que me vino a la mente mientras trataba de reparar aquel español vilipendiado.

Debido a la prisa con que salí del baño al darme cuenta de que había dejado la computadora encima la barra, ahora tenía una mancha oscura, alargada y tibia en la pierna derecha del pantalón. Al menos la laptop seguía intacta en la barra, lo que después de haber perdido mi diario y mi bici —en escenarios y circunstancias no muy distintos— me parecía un verdadero triunfo.

Lovely Day for a Guinness!, me recordaban tres tucanes en vuelo, cada uno con dos vasos en el pico amarillo, tan negros como la congoja que comenzaba a enfriarme el muslo derecho. La genialidad irlandesa al servicio de un producto que se vendía solo. ¿Por qué un tucán y no la silueta negra de un cuervo, la encarnación de Cuchulainn, tan común en los cielos grises de la isla esmeralda? Desde luego porque los publicistas irlandeses habían pensado en borrachos tropicales con ínfulas de bardo como yo, pájaros vistosos y mudos dispuestos a hundir su pico en la cerveza hasta olvidar el sabor de los jobos y los nísperos de su ecosistema natural.

Mientras el brebaje cremoso se transfiguraba ante mis ojos, el despropósito de mi presencia en Filadelfia se definía con la misma claridad con que se dibujaba la raya que separaba el líquido oscuro de la espuma. ¿Qué diablos estaba haciendo yo en aquella ciudad? ¿Quería de verdad recuperar la constancia de las horas perdidas en los cafés del Canal de San Martin? ¿Confirmar en mi puño y letra la negativa rotunda del viejo romance químico por quien secretamente había emprendido aquel viaje tan largo y tan caro a Tokio, como si ese encuentro guardase el secreto de una cura milagrosa? ¿Era en verdad tan importante volver a trazar la tristeza de mis pasos bajo los arces amarillos mientras recorría los santuarios de Kioto sin poder sacarme de la garganta el vocablo que ahora —hacía poco más de una semana, cabe recordar— solo asignaba al desdén? ¿A quién coño iba a importarle la dignidad anónima que se despedazaba en las páginas de mi Moleskine mientras daba traspiés con las pupilas como platos por las calles del Raval, imaginando afecto y deseo en la invitación que las putas susurraban en la oscuridad?

Tuve que vaciar casi medio vaso de un trago para bajar la píldora de maltripeo que se me había atravesado en el esófago. Quizá había llegado el momento de sacudirme la tristeza y vencer mis prejuicios contra Filadelfia, de salir al sol a ver si la primavera ya había abierto los tulipanes y acortado las faldas o simplemente turistear hasta que llegase la hora de la inauguración en la Vox Populi. Decidí que lo mejor sería consultar mis opciones con el bartender.

— Si las campanas rotas y los sándwiches de carne con queso servidos por un güido intolerante no son lo tuyo, me parece que lo mejor es que te quedes aquí bebiendo hasta que tengas que irte —respondió el irlandés.

Pocas cosas me resultan más reconfortantes que confirmar una idea preconcebida, pensé mientras pedía otra pinta de stout.

La lluvia en los vidrios descomponía las luces de la calle. Siempre lo he dicho: los irlandeses y yo estamos destinados a entendernos. El mismo Rory, que, tal como lo había sospechado, era de Cork, había pedido el carro poco después de servirme un café que sabía a basura quemada: un taxi blanco y verde con un trébol pintado en la puerta. En serio.

Después de cinco minutos atravesando calles borradas por la lluvia, el taxi se detuvo frente a la fachada de la Galería Vox Populi, en la Norte 11. El edificio era bastante más grande de lo que había pensado. Había gente en la puerta, fumando, algunos con vasos de plástico en la mano. Tuve que taparme un ojo para ver bien la hora en mi teléfono. Diez para la ocho. Hacía casi una hora que había empezado la inauguración. No era el momento de titubear, así que me concentré en caminar derecho para entrar a la galería.

La sala de la exposición quedaba en el tercer piso. Lo primero que hice fue buscar la mesa de los quesos. Tenía que meterme algo en el estómago para retardar la absorción del alcohol.

La comida no estaba nada mal. Había varios quesos, uvas, ¡salmón! Hasta había una rosca de camarones como esas que venden en Trader Joe’s. Justo me disponía a hundir otro camarón en la salsa cuando vi a Sundeep en un rincón de la sala, conversando con una mujer canosa que me daba la espalda. No supe si me vio, pero instintivamente me desplacé hacía un punto de la sala donde había una mayor concentración de gente y era más fácil pasar desapercibido. Tardé en darme cuenta de qué era lo que todos miraban. Suspendido a dos metros del suelo, un cuaderno cuadriculado perforado por balas oscilaba al final de un cordel de nailon. A unos seis metros del cuaderno colgaba un blanco de tiro de esos que bosquejan la silueta de un torso humano.

Miré hacía donde había visto a Sundeep, pero ya no estaba allí. Algunas personas se habían acercado a la mesa a picar, otras conversaban alrededor de otras piezas. Entonces la vi. Con su traje transparente/avanzando entre la gente. En verdad era un jumper negro sin mangas, pero para mí era como si fuese transparente; definitivamente Pari Kirmani era igualita a mi modelo de American Apparel. La vi desaparecer con una pareja por una puerta que no había visto antes. Decidí seguirla.

La habitación a la que daba acceso la puerta era mucho más pequeña. No sé exactamente cuántas personas había. ¿Diez? ¿Quince? En medio del semicírculo de gente que miraba la instalación, Pari escuchaba con una sonrisa lo que le decía al oído un flaco calvo con la gabardina empapada.

Me acerqué para poder observar la instalación. Casi la mitad de la pared estaba cubierta por rectángulos de papel garabateados y escritos a mano. Sobre los papeles dispuestos en cuadrícula se veía la silueta de un corazón desgarrado pintada con aerosol rojo. Del techo colgaban cuatro lupas, y la gente se turnaba para observar de cerca el contenido de las hojas que forraban la pared. Pero a mí no me hacía falta una lupa para reconocer la familiaridad de los trazos. El temor irracional de que alguien pudiera darse cuenta de que era yo quien había llenado esas páginas me heló la sangre. No solo estaba ebrio, sino en pelotas, y, a diferencia de la artista que había empapelado esa pared de la galería con una de las partes más tristes de mi vida, mi anatomía no guardaba ningún parecido con la de una modelo de American Apparel.

Una voz que susurraba mi nombre como un niño fantasma logró arrancarme del horror que me había paralizado. Era Pari Kirmani.

— Antes de que digas nada, fíjate en la muchacha de las trenzas, la que está en cuclillas leyendo esas hojas de la esquina inferior, con la lupa.

Obedecí sin chistar. La chica observaba lo escrito con atención. De pronto hizo una breve pausa y sonrió. Entusiasmada y aún sonriente, le ofreció la lupa a un hombre de pie junto a ella.

— Y aquel de la chaqueta camuflada —dijo Pari apuntando con un gesto de la barbilla.

El de la chaqueta camuflada no estaba leyendo. Estaba mirando un dibujo sin la ayuda de la lupa. Sentí que el corazón se me hundía al distinguir dos círculos y un rombo: mi Fuji desaparecida.

Me acerqué y le quité la lupa a un tipo bajito que ya tenía rato examinando las hojas con demasiada minuciosidad. Lo desconcertante no fue comprobar que sí había dibujado mi Fuji en el diario, además con mayor meticulosidad de la que esperaba, sino descubrir que también había apuntado las cuatro letras del nombre que ahora asignaba al desdén en la página contigua. No solo el nombre, sino también el apellido aparecían anotados con cuidado en una caligrafía mínima dentro de un marco rectangular en la esquina izquierda de la página. El marco representaba una hoja de papel. (Lo sé porque yo mismo lo había dibujado sentado en la única mesa de un ultramarinos que queda en una de esas calles laterales que desemboca en Portaferrissa, en el Gótico de Barcelona). Luego había una mano muy mal dibujada que arrugaba el papel y por último aparecía el papel arrugado al fondo de una papelera. Incluso había numerado la secuencia, por si acaso en un futuro me costaba descifrar el orden de las viñetas.

Al final había registrado el monosílabo anglo de cuatro letras en el Moleskine.

Quise comprobar la fecha en que había hecho aquel dibujo, pero alguien me arrancó la lupa con violencia. Pensé que había sido el mismo tipo bajito al que yo le había quitado la lupa, pero al voltear descubrí que se trataba de Sundeep que me miraba sonriente. Lo siguiente fue una cachetada que me encendió la mitad de la cara y un forcejeo confuso que culminó cuando un guardia de seguridad me retorció el brazo detrás de la espalda y me sacó de la sala. Cada vez que trataba de gritar o de zafarme, me retorcía más el brazo hasta hacerme callar. Así me hizo bajar las escaleras, mientras la gente se apartaba para dejarnos pasar. Finalmente alcanzamos la planta baja y me echó a la calle de un empujón.

No caí al suelo de milagro. Comprobé que tenía mi laptop y corrí a refugiarme bajo un arco de ladrillos al final de la calle. Desde allí les grité hijos de puta varias veces, pero mis gritos se diluían en la lluvia que arreciaba. No quedé totalmente afónico gracias a una voz clara y juvenil que salió de un bulto gris como la montaña de un nacimiento sin luz, apenas visible en la oscuridad, y me pidió que por favor tuviera un poco más de consideración y me callara la boca, que había gente tratando de dormir. Con la espalda pegada a la pared del arco, resbalé hasta quedar sentado frente a mi compañero de refugio, oculto bajo un montón de cobijas y periódicos. Detrás de la cortina de agua, la luz brillaba alegre en las ventanas de la Vox Populi y, bajo esa luz, abiertas e impúdicas, la hojas de mi diario desmembrado: sílabas de tartamudo que ahora contaban otro chiste para una audiencia mucho más numerosa que cualquiera que yo jamás haya tenido. El cabrón de Jason tenía razón: al menos me quedaba ese consuelo. Oí truenos a lo lejos y calculé que no escamparía sino hasta el amanecer.

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José Miguel López es escritor y editor