Salí de entre unos arbustos con la cara arañada y un dedo apuntando hacia donde no debía, siendo el punto de partida de mis falanges los nudillos de mi mano extendida.
Un zapato que debería estar en mi pie derecho se había quedado rezagado, o decidido a esperarme más adelante.
La verdad es que estaba demasiado oscuro y bien podría haber sido que era él quien me susurraba la dirección a la que debía dirigirme, como las princesitas de Amy. La suela se había despegado del resto formando una boca parecida a la de los muñecos de Jim Henson. Al menos su mueca era ésta la última vez que lo vi sujeto a mi pie derecho.
Recuerdo ahora que estos playeros los había comprado en un pequeño comercio de un pueblecito de la meseta central. Era una zapatería y olía como huelen las zapaterías antiguas, a cuero y a pez. En ésta el dependiente jugaba todo el rato con una cajita redonda de pastillas Juanola y cuando te traía los zapatos se mezclaba con lo anterior el olor del regaliz.
Era un señor sin pelo con unas gafas de pasta de las de antes, un bicolor entre transparente y marrón, amable como pocos y en la radiola del comercio sonaban en loop chistes de Arévalo, Eugenio y Pepe da Rosa. Un tío genial.
Salí con mis Victoria recién estrenadas y caí en que a la izquierda de la puerta de la zapatería había una tienda de juguetes impresionante, una puerta estrecha y un escaparate, con postigos de madera pintados de un marrón mucho más vulgar, de ese, pastel o vahído, ese color.
Era una muestra de juguetes en la que cohabitaban muchas generaciones. Los playmobil, las muñecas de trapo, alguna Barbie y un par de videojuegos de bolsillo (si esta acepción existe a día de hoy). Conformaban un universo propio y atemporal a la par que magnífico. Y además, una vez dentro, también olía bien.
Creo que lo que me lleva ahí son los olores, del pez, de las Juanolas, del cuero, de la madera, del polvo que había sobre los estantes de la juguetería y del niño que bailaba entre los juguetes, en mi opinión un poco cargado en sus bajeras de ordinario excremento, producto fecal.
Más abajo – era la calle mayor del pueblo – me contaron, mientras degustaba yo plácidamente una horchata al sol de la terraza, que el de la juguetería tenía la costumbre de salir vestido de mujer los domingos, siendo como es común que ese día es cuando más transitada está la calle y siendo a su vez el sujeto conocido por todos.
Al hilo de esto me enteré que los domingos también daban salida a los locos del manicomio. Había uno muy cachondo por el que la policía del pueblo ponía candados fijados al suelo y éstos a las señales de tráfico.
El loco era Diosdado, que había heredado un traje de la guardia civil y una vez vestido de faena se ponía también en la calle principal a dirigir el tráfico, y claro, su madre – la Maritere – se enfurruñaba si tenía que ir a buscarlo al calabozo por las veces que este decidía, siempre en pos del bien de la ciudadanía y siguiendo su propio designio de la seguridad vial, intervenir quitando, moviendo o trasladando, al fin y al cabo, las señales de circulación del municipio.
Una vez terminada la horchata, y prolongando ese gusto que da su final, me monté en el intercambiador de latifundio a latifundio donde cogí el autobús que traspasa las fronteras regionales para así volver a casa.
Me bajé en la parada negociada por la empresa de transportes a comer un bocata y a refrescar el gaznate ya que la chufa una vez pasa la gola te la cuartea y es mala compañera. Y así me perdí yo en mis propias deliberaciones, fueran cuales fuesen.
Total, una vez llegado a mi destino, salí del vehículo que me había proporcionado la empresa farmacéutica que me tiene contratado y a la puerta del hotel me encontré con un conocido de la infancia a la puerta de mi hotel, el Ranas.
Así lo llamábamos porque en un campamento de verano –yo antes vivía en Gijón– cuando íbamos camino de una piscina municipal en Astorga paramos en una casa abandonada, estuvimos trasteando y encontramos una rana, preciosa y pizpireta. Él, que era muy gallu dijo «yo la cojo y la suelto en la piscina, asustamos a las tías y ya veréis…».
Sí, algo así pasó, como era moderno teniendo en cuenta el resto de asistentes al campamento se metió la rana en el bolsillo de sus tejanos prietos como traje de neopreno.
Llegamos a la piscina y cuando vio la oportunidad sacó la rana y la tiró al agua.
Pero no nadaba la ranita, ni hacía nada; estaba muerta y consumida, como una compresa. Muy fina pero nada segura fue su última parada. Se había ahogado en el bolsillo de sus jeans, su última charca, reseca y de cincuenta por ciento algodón y el resto acrílico.
Este es el último recuerdo que tengo de el Ranas. Una vez me hube despertado sobre el prao del parque decidí salir de entre los arbustos.
Iker Glez. es colaborador de LaEscena