Siempre quise cruzar el Miño a nado, como Mao el Yang-Tsé-Kiang… Y lo conseguí durante unas vacaciones estivales, con un flotador que le sustraje a mi prima atado a mi tobillo izquierdo, por si el Cola Cao y las gominolas de sabor a Coca-Cola me fallaban. Lo malo de mi pretendida gesta es que mis padres y mis tíos, tras apercibirse de mi gallarda aspiración, me estaban esperando en la orilla portuguesa con un equipo de la Cruz Roja, acompañados además por una pareja de velludos agentes lusos de la GNR (Guardia Nacional Republicana). Al final todo acabó con una somanta de hostias al memo del niño, subido entre coscorrones y collejas al viejo Seat 132 blanco con matrícula de Oviedo.
No sé si a Mao le hostiaron alguna vez sus padres, pero en mi caso aquel fallido acto heroico, finiquitado con un «no sales más de casa en todo el verano», truncó mi incipiente carrera de líder iluminado, aun siendo más alto y más salao que el chino aquel. Todo esto viene al caso de cómo han cambiado las cosas desde los años de la Transición política española; ni Mao es ya siquiera un icono pop con gancho comercial (al igual que el pobre Che) ni los chinos son tan chinos, al menos fuera de China (de lo polémico de poder regañar o dar una colleja a un vástago lo dejamos para otra ocasión). El Mao de Warhol ya no mola y los pijos y/o hipsters no llevan ni una triste chapita del aguerrido Guevara para expresar su compromiso (vía pop) con dos de los grandes exponentes gráficos de la rebeldía del siglo pasado. Asimismo, ahora hasta los mismísimos chinos pasan de Mao y han sacado del underground más cool a Audrey Hepburn, convirtiéndola en imagen de bolsos y monederos para chonis, menaje para hogares con toritos bravos, tapetes de patrias, vírgenes nada sangrantes, etcétera. ¡Han arrastrado a “mí” Audrey por el fango!
Aún tengo fresco el recuerdo de una edición en la IFEMA de Madrid en 2001; en cierto stand de una franquicia -de no sé qué accesorios- regalaban a modo de publicidad una bonita bolsa de lujoso papel satinado de alto gramaje con una de las fotos más famosas de “Desayuno con diamantes”. Ante mi cara de pasmo infantil, mientras sujetaba -mudo de emoción y cortedad- una de las bolsas como quien alza un cáliz, el amable comercial con voz y traje de comercial y gestualidad carpetovetónica de colmado tradicional me espetó: «¿Le gusta Marisol, eh? Llévese una, ande, caballero…». Me contuve ante tal sacrilegio nominal y sólo atiné a balbucear un parco: «¿Me daría dos, por favor?» (luego envié a mi paciente esposa a por otra, así como disimulando, mientras yo espiaba la acción en lontananza) y me fui más contento que Don Óptimo. Pero pronto llegaron los chinos (no los de Mao, los otros) y algo vieron en aquella “Marisol” que les empujó a desbancar por ella a la ya por entonces ultrajada Marylin y ¡hala! ¡a sacar “Audreys” a manta en sus enormes bazares!, estampándola hasta en las mismas tazas y ceniceros que lucen pensamientos fútiles tales como “Yo por mi café ¡ma-to!” o “Hagas lo que hagas ponte bragas”.
Me da pena por Mao, casi tanta como por Audrey y por los “audristas” de siempre. Del caso Ramones o del de la diana mod mejor ya ni hablar… El día que vea en un bazar de esos o en la camiseta de una choni a Jean Paul Belmondo y Jean Seberg con el New York Herald Tribune por los Campos Elíseos… No llamen a la GNR, sencillamente mátenme, por favor.
Pablo Martínez Vaquero es periodista
pablo.m.vaquero@gmail.com