En el cristal de la única ventana iluminada del hotel se reflejan las ramas de dos árboles. Se escucha el sonido de las ramas agitadas por el viento, el rumor del río. Al otro lado de esa ventana, hay una habitación, no muy grande. Con una cama baja y una manta gris, fina, sobre el colchón. Junto a ella, en la alfombra, otra manta más, roja con cuadros negros, doblada. Y, esparcidos por encima de la manta y el fondo del armario, calzoncillos y camisetas y calcetines, acumulados, unos sobre otros. A la izquierda de la cama, una mesita pequeña, con un cenicero y, a la derecha, una silla, pegada a la cabecera y un poco más allá, a unos siete pasos desde la cama, la ventana. En la pared, una lámina con un crucifijo, enmarcada y cubierta con un cristal y en el cristal, una pegatina de un rally pasado, con uno de los bordes doblado, en parte blanco y con pequeñas hebras marrones. A los pies de la cama, una botella de coca cola, vacía, de dos litros y junto a la botella, pegada a la pared, una maleta abierta: la ropa amontonada, elevándose, sobresaliendo y rodeándola. A su lado, periódicos deportivos deshojados y revueltos. Sobre el mueble que hay junto al escritorio, una televisión antigua, con botones muy grandes en el panel delantero, una televisión apagada. Frente a la puerta del baño, un perchero. Y fuera, en el pasillo, a un lado las otras diez puertas y al otro la pared. Los interruptores están en el espacio blanco que separa una puerta de otra, a la altura de las manillas. En las esquinas hay jarrones con flores secas y en la entrada un reloj dorado, con las agujas quietas y, flanqueándolo, dos velas rojas, con rastros de cera endurecida parecidos al rastro de la lluvia en el cristal de una ventana. Son las siete y veinte de la mañana. La claridad de la calle entra en la habitación y la luz todavía está encendida.
Lucía, sentada en la silla: ¿Por qué lo dices?
David, sentado en el borde de la cama: Porque te conozco. Y, moviendo los dedos de sus pies: Está frío el suelo.
Lucía: Me conocías. Ya no. Ya no me conoces. Ni yo a ti. Cálzate. O ponte unos calcetines.
David asiente. Y, haciendo fuerza con los talones, eleva un poco los pies y sigue moviendo los dedos.
Lucía: ¿Qué es eso?
David, mirándola y separando sus manos abiertas, dice: ¿El qué?
Lucía, mirando hacia la ventana (el cordón de la persiana atado a la manilla): Eso. ¿No lo oyes?
David: No sé. El viento, supongo. Hay un río ahí fuera.
Lucía: No. El viento no hace ese ruido. Ese ruido lo hacen las cosas que arrastra.
Se levanta, rodea la cama, se agacha y recoge la botella de coca cola, vacía, volcada y la tira a la papelera. Después, sentándose de nuevo, añade: Seguimos desayunando bien.
David: Te llamé más de veinte veces. Te llamé un montón, como tú dices. No quería dormirme. Quería hablar contigo cuando volvieses. Pero para eso tenías que coger el teléfono. Me di cuenta de casualidad. Esta noche. Te noté rara cuando me llamaste, como si tuvieses prisa, como si tuvieses muchas ganas de colgar. Me dijiste que ibas para la cama y que ya me llamabas al día siguiente, pero se oía algo raro por detrás, por eso te pregunté dónde estabas, dónde y no con quién, para que creyeras que no me enteraba, para que no te pusieras a la defensiva como siempre, y tú me dijiste que estabas aparcando y te ibas para casa y luego, con prisa, te conozco, sé cómo hablabas cuando te llamaba él, cuando todavía no le habías dejado, pero ya estabas conmigo, me dijiste que ya me llamabas mañana, mañana por la noche. Y te despediste con un beso muy fuerte, eso dijiste: Un beso muy fuerte, pero luego, en cuanto colgué, te llamé: quería preguntarte qué pasaba, por qué tenías tanta prisa en colgar, pero no lo cogías y acababa de hablar contigo, sabías que era yo, veías mi número en la pantalla. Hasta ahí, vale, noté cómo se me doblaba el estómago, pero pensé, a lo mejor se dejó el teléfono en el coche o en casa o yo que sé y, después de llamarte otras dos veces, me dicen que “tono ocupado”, eso es que estabas hablando con alguien y si hablabas con alguien lo llevabas encima y si lo llevabas encima podías hablar conmigo, si quisieras, si no estuvieses con alguno, viendo mi nombre en la pantalla y descojonándoos de mí, porque supongo que saldría mi nombre, o a lo mejor no, yo el tuyo no lo tengo guardado, lo sé de memoria. Entonces, sabes qué me dije, voy a pasarme toda la noche despierto, como si pudiese dormirme, como si no fuese a pasarla despierto de todas maneras, y llamarla cada poco, para joderle la cena y el polvo y todo lo que hace que no coja el teléfono, todo eso nuevo tan importante, jodérselo todo y que cada vez que oiga el teléfono recuerde lo que está haciendo y que yo existo aunque no esté, si es que todavía le queda algo dentro, algo mío por ahí.
Lucía: ¿Y tú qué me das?, pides y exiges, ¿pero qué es lo que me das?
David: Esto. Estar aquí. Dijimos que cuando a uno de los dos no le bastase, cuando quisiese algo más, cuando conociese a alguien o quisiese olvidarse del otro, se lo diría. Aunque fuera por teléfono. Que no dejaríamos que tuviese que darse cuenta solo. Eso es lo peor. Tener que darte cuenta solo, por ti mismo. No podemos hacernos algo así. Lo dijimos. Los dos. Lo dijiste tú. Y luego lo dije yo.
Lucía: El otro día, mi padre se perdió en el aparcamiento del Carrefour y mi madre le dijo: Antonio, no importa dónde estás, importa dónde vas. ¿Ves lo que intento explicarte?, ¿Sabes a lo que me estoy refiriendo? Coincidimos. Follamos. Nos decimos que nos queremos y se acabó. Cada uno a lo suyo. ¿Hasta cuándo?
David: Dímelo tú.
Lucía: Hasta que dejemos de coincidir. Hasta que encontremos a otros. ¿Te acuerdas de cómo empezamos?
David cruza las piernas e inclinándose hacia delante, comienza a frotarse la planta del pie izquierdo. Luego cruza la otra pierna y, con la otra mano, hace lo mismo con el pie derecho. Dice: Sí, claro que me acuerdo, sólo pienso en eso, cómo no me voy acordar.
Lucía: Veníamos de otros y empezamos estando todavía con ellos.
David: Sí, hasta que fuimos otros, hasta que nos convertimos en esos mismos otros.
Lucía: Y ahora qué. No puedes dejarlo todo. Tienes treinta años. Estás solo y solo te vas a quedar. Eso no es vivir. Hablar en voz alta y escribir frases en una libreta, registrarlo todo (y, al decirlo, se acerca hasta la mesita y arranca varias páginas de un cuaderno, pequeño, con las tapas negras, y, después de leerlas en silencio, las deja caer. Él mira cómo se balancean las hojas en el aire. Ella también), como si cada cosa que ves o escuchas fuese una cosa que vives, como si todo lo que te pasa formase siempre parte de una misma canción. ¿Cuánto hace que no cantas? Y si cantas, ¿lo haces porque lo necesitas o porque necesitas volver a sentir lo que sentías cuando cantabas? Te voy a decir algo: una noche me sentía tan sola que me di la vuelta en la cama y me dormí con los pies en la almohada, pero antes descolgué el teléfono y apagué la tele. Cuando me acostumbré a la oscuridad, vi las paredes más claras que antes y los agujeros amarillos en las persianas. No podía dejar de mirarlos y sólo quería dejar de mirarlos. Terminé por subirlas y, en cuanto amaneció, tuve una sensación muy rara, como de triunfo, y entonces me empezó a temblar un párpado, sólo uno, (tocándoselo), éste, me parece.
David, asintiendo: Hay gente que vive de espaldas al precipicio y gente que se pasa toda la vida mirándolo. Como yo. Como tú y los agujeros de las persianas.
Lucía, sentándose en la silla: Pero hay más cosas que ver. A mí me pasó aquella vez, pero tú llevas mucho así.
David: Si te asomas continuamente a la boca del pozo acabas creyendo que sólo en el fondo está la salida. Y te dejas caer, te dejas caer.
Lucía: O nos cogemos o nos soltamos. Pero ya. Lo que sea.
David: Te llamé veinte veces y luego dejé de llamarte, por si estabas en casa de tus padres, pero, en cuanto amaneció, te llamé otra vez, para que, cuando te acostases o te despertases, igual me daba, te acordases de mí, y yo pudiese estropearte la fiesta ya que no me habías invitado.
Lucía: Pon la tele.
David: No tiene mando. ¿Le conozco?, ¿quién es?, ¿qué hace?, ¿vale más que yo?
Lucía: No lo sé. Es pronto. Está loco por mí. Dice que haría cualquier cosa, lo que le pidiese.
David: Yo también lo dije.
Lucía: Sí, pero él seguro que lo cumple. Se le ve, es feliz intentando hacerme feliz. Voy a estar tranquila con él. Me lo va a dar todo.
David: ¿Y tú? Acuérdate de lo que decías: No es lo que el otro haga por ti sino lo que tú necesites hacer por el otro. ¿Cuándo le vas a dar algo a alguien?
Lucía: Te di más de lo que tenía. Y mira de qué me sirvió.
David: Cumplí todas mis promesas. Siempre. Y tú también.
Lucía: Sí, tenemos palabra, pero no tenemos nada más.
David: A algunos no nos basta con que nos dejes quererte. No sé qué entiendes tú por dar.
Lucía: Te lo di, te lo di todo. Y no bastó. Te perdiste. Desapareciste. Te fuiste y no supiste volver. No sé dónde estás. Ni cómo se llega hasta ti. Por eso ahora quiero ser yo la que reciba, ¿qué hay de malo en eso?, ¿no ves que no puedo más? Estoy agotada. Si alguien quiere darme algo que me lo dé. Yo estaré aquí para cogerlo. Ya está bien de esforzarse. Y, volviéndose ante la música que se empieza a oír: ¿Qué es eso, un piano?
David: Es mi vecino, no sé, tendría que ser un piano muy pequeño. A veces toca. Es alto y para saludar se limita a abrir así los ojos (imitándolo) y levantar mucho las cejas. Se pasa el día hablando por teléfono. Se ríe. Casi siempre se ríe.
Lucía: Seguro que habla con su mujer.
David: Seguro.
Lucía: ¿Cómo será?, ¿por qué estarán separados?, ¿por qué no estarán juntos?
David: No tengo ni idea. Pero no parece roto.
Lucía: ¿Y tú cómo lo sabes?
David: No lo sé, me lo imagino. No es lo mismo estar solo que abandonado. Trabajará por esta zona. Estará de paso.
Lucía: Ya. Eso es lo normal. Estar de paso. Nadie se queda en un sitio como éste. Había una canción. Me la cantabas por las noches. Me la cantabas y luego me dormía.
David: Y cuanto más bajo te cantaba más te acercabas. ¿Y esos zapatos?
Lucía: Me los trajo mi tío, el de Barcelona, hace años, de una tienda en la que vendían trajes de sevillana. Como no crecí, me valen todavía. Me gusta que sean rojos. Pero lo que más me gustan son los lunares. Mira cuántos hay (levantando los pies del suelo y separándolos y juntándolos de nuevo, hacia fuera y hacia dentro).
David: Están sucios. Ya no son blancos, casi no se ven.
Lucía: Pero siguen siendo lunares. Y no están sucios, están gastados. No sabes cómo te quise. No te lo imaginas. Pero empezaste a llamarme a todas horas, a romper cosas, a decirme la ropa que me tenía que poner cuando no estaba contigo. Hasta que aquel día me dijiste: Tengo miedo de hacerte algo. Y entonces fui yo la que me asusté. Porque a mí también me pasaba. También yo tenía miedo de hacértelo a ti.
David: Hoy te llamé. Otra vez. A lo mejor estabas con el mismo. A lo mejor tenías puesta la minifalda que te regalé.
Lucía: No estaba con nadie. ¿Con quién iba a estar? Se quedó mi prima pequeña a dormir y le quité el timbre al teléfono. ¿Por qué crees que llevo estos zapatos?
David: Ya, pero te llamé otra vez y comunicaba.
Lucía: Debió de ser mientras hablaba con mi madre.
David: Sí, debió de ser eso.
Lucía: Te juro que no me enteré. En cuanto vi las llamadas, la llevé a su casa y vine corriendo a ver qué pasaba.
David: Es como una alarma, como un ruido, de repente me siento amenazado, acorralado, y empiezo a dar vueltas hasta que reviento. Es como una corriente de aire. Aire caliente. Noto cómo me sube por aquí y cómo me hincha, cómo aprieta (al decirlo, se toca las mandíbulas y va del estómago al pecho con los dedos estirados). ¿No te das cuenta?, rodamos como ruedan algunas piedras: levantando el polvo al avanzar, rompiéndonos al chocar contra otras piedras, rebotando contra los muros, despellejándonos contra cualquier obstáculo y enfermando al detenernos.
Lucía: Me llamaste y vine. Pero la próxima vez no vendré. Y no te voy a volver a llamar.
David: No sé dónde estaré la próxima vez, me parece que no va a haber próxima vez, aunque no sé todavía por qué.
Lucía: Hay cosas que no se hacen, líneas que no se cruzan. Si no, ya no se puede seguir. Es todo distinto.
David: Distinto no, peor.
Lucía: Sí, peor. Es más, ni siquiera es. Ante decías que yo salía en todas tus canciones, que todas hablaban de mí.
David: No quedan ya. No hay canciones para la gente sola y, sin embargo, es de la gente sola de donde vienen las canciones.
Lucía: ¿Cuándo te convertiste en la piedra que eres?
David: Cuando me cansé de chocar contra ti.
Lucía: Piedras (asintiendo). Después de lo que nos pasó, qué otra cosa podríamos ser. No puedes estar siempre así. Yéndote de todas partes. Alguna vez tendrás que volver. Hay la misma distancia.
David: Al principio sí. La había. Además, te fuiste tú primero.
Lucía: Sí, pero yo pude volver. ¿No me ves?, aquí estoy. ¿Y sabes por qué? Porque me esforcé. Ahora te toca a ti. La vida sigue. Ya sé que todo el mundo lo dice, pero es la verdad.
David: La vida sigue, pero yo no. No puedo olvidarlo. Ojalá pudiera. Pero no puedo.
Lucía: Yo tampoco. Todos los días me acuerdo. Y todas las noches. ¿O qué te crees, que sólo te acuerdas tú? Lo tengo aquí (apretando su mano abierta contra su vientre). Y de aquí no me lo va a sacar nadie. No teníamos que haberlo hecho, teníamos que haberles dicho la verdad a mis padres, con lo lejos que fueron a buscarla, con la ilusión con la que nos la trajeron de aquella capilla.
David: Eso no tiene nada que ver. Se me cayó un poco y eché de la del grifo, qué más da una que otra.
Lucía: Sí que da, luego mira, madre mía, madre mía. Ojalá pudiésemos volver atrás y hacerlo todo de otra manera. Pero hay que seguir, tenemos que seguir. Me sientas muy mal, me descolocas. Estoy muy bien cuando te veo, pero luego no. Como si ya no quisiera hacer lo que tengo que hacer. No me aguanto ni yo. Hasta que me acostumbro a que ya no estés. Hasta que empiezo a hacer mi vida sin ti. Y entonces me llamas.
David: Porque dejas de llamar.
Lucía: ¿Y qué quieres que haga? Tienes que ir al médico. Vete al médico, ¿por qué no vas al médico?
David: Ya fui. Y me dijo que estaba todo en mi cabeza (golpeándose la frente con el puño cerrado). Y yo le dije que si estaba todo ahí era porque me lo habían arrancado de aquí (golpeándose el pecho, el puño cayendo varias veces sobre su corazón). No tengo nada. No me queda nada (y golpeándose el pecho de nuevo): Acércate, ven, mira cómo suena.
Lucía: También hay médicos que llegan hasta ahí.
David: No. Esos no son médicos. Los médicos te curan. Y esos te duermen. Te engañan: cambian los espejos en vez de cambiar al que se mira en ellos. Te dicen que eres otro distinto, pero sigues sintiendo lo mismo que sentías.
Se oye nuevamente la música de piano a través de la pared.
Lucía, volviéndose de nuevo: ¿Y éste cómo se llama?
David: No lo sé. Es un tío alto. Un tío alto que toca el piano. Es todo lo que sé. Siempre toca después de bañarse, oigo las cañerías. Hace poco que llegó. ¿Qué más te da cómo se llame?
Lucía: Por favor, no empieces. Sólo quería saber el nombre de alguien que es capaz de hacer algo así con sus dedos. Escucha. Cómo serán sus manos. Seguro que son suaves y limpias y nunca se cierran.
David, girándose violentamente: Si quieres, me acerco y le digo que venga.
Lucía: Ya estamos, ¿por qué te pones así ahora?
David: No sé, el otro día, mientras follábamos, me cogiste de una manera rara, nunca me habías cogido así. Tuve la sensación de que alguien te había enseñado algo nuevo. Eso no se aprende sola.
Lucía, levantándose y caminando hacia la puerta: No tienes derecho a decirme eso. ¿Cuántas fueron? ¿Tres? Dime, ¿cuántas fueron este año?
David: Dos. Sólo fueron dos.
Lucía: Sólo dos. Y porque la otra no quiso.
David: Sí, pero sí lo sabes, es porque yo te lo conté. Podría no habértelo dicho.
Lucía: Me lo dijiste por ti; no por mí: para sentirte mejor, para no sentirte tan culpable.
David se estira y la agarra por la muñeca, pero ella se suelta y se detiene ante la puerta. Él, hablándole a su espalda: Lo siento. Pero no fui yo el que dijo: Ahora vuelvo y sé lo que va a pasar. Este jueves tengo cena y voy a perder la cabeza, me conozco. No fui yo el que decía que sus compañeros eran unos gilipollas y luego se pasaba todo el día con ellos. No fue a mí a quien llevaron en cuello hasta el taxi en la última cena, después de que quedases en llamarme y no me llamases.
Lucía, sin girarse, mirando primero al suelo y luego alzando la vista y fijándola en la puerta: Era una cena de trabajo. Tenía que ir. Y me acababa de torcer un tobillo. No podía caminar. Si hubieses estado tú, te habría llamado para que me llevases. ¿Te acuerdas de lo que te dije aquella tarde, en el semáforo, cuando eché a correr para cruzar y tú, que te habías quedado atrás, con las bolsas con el chocolate y el agua y las películas, me decías: ¿Me dejas aquí con todo esto?, ¿te acuerdas?, ¿te acuerdas de lo que te dije?
Él asiente.
Lucía: ¿Sí?, ¿te acuerdas?, ¿qué te dije?
David: Te volviste y me dijiste: Puedes correr conmigo. Y luego seguiste corriendo.
Lucía: ¿Ves? A eso me refiero. Eso es lo que te quería decir.
David: Pero no hacía falta correr. Llegué a la acera igual que tú. A mi paso. Sin correr.
Lucía, volviéndose hacia él: Sí, pero llegaste solo. Y yo estaba sola mientras te esperaba.
Silencio.
Lucía, sentándose en la silla: Se te va la vida. Y a mí también. Tienes treinta años y yo treinta y uno. ¿Y qué tenemos?, nada, no tenemos nada. ¿Sabes qué pensaba ayer? Que la ropa que me compro sólo me importa cuando tú me dices que me queda bien, cuánto te gusto con ella. Es tan triste. Yo también tengo muchas cosas dentro. Como en el mantel que compramos en el mercado, el día que íbamos a ir al campo y luego fuimos a la playa, uso las zapatillas que usaba cuando vivíamos juntos y lo primero que veo al llegar a casa es el ramo de rosas que me regalaste aquella vez. Pero se acabó. En cuanto salga de aquí, seguiré con mi vida. Volveré a empezar.
David: No podrás. Nadie puede.
Lucía: Yo sí. Claro que podré. Ya verás cómo puedo. Sin ti, seguro que puedo. ¿Quién hay en la otra habitación?
David: No hay otra habitación. Ésta es la última del pasillo. Más allá sólo está la pared.
Silencio.
Él se tumba en la cama, por encima de las sábanas. Ella apaga la luz, se acuesta a su lado y, después de unos minutos, dice: No duermes.
David: De pequeño, enfrente de mi casa, había unas vías. Las veía desde el baño, mi habitación era una habitación sin ventanas, una buhardilla que tenía el techo de mentira, de cartón blanco, con rayas azules. De vez en cuando, se desprendía alguna piedra y rodaba y, hacía ruido, un ruido de dientes, un ruido que primero sonaba fuera y luego seguía sonando dentro, de uno. Yo pensaba que eran ratones que corrían por el techo y que, si se rompía, me caerían encima. Me daba mucho miedo. Me tapaba entero y cerraba los ojos. Y si pasaba algún tren, sólo lo oía si lo hacía antes de que me hubiese dormido. Porque cuando me dormía ya no me despertaba. Pero si estaba despierto, todas las noches, a la misma hora, llegaba el ruido desde el baño y yo, en cuanto lo oía, tenía frío. Un frío raro, de ventanas cerradas.
Lucía, levantándose de la cama y acercándose hasta la ventana: Yo sólo quiero tener una vida como la que tienen los demás.
David: Sí, una vida que siempre dijimos que no era para nosotros.
Lucía: Pero la gente cambia. Todos cambiamos. Nos hicimos mayores, ahora tenemos como meta la normalidad. Fíjate: Antes queríamos diferenciarnos y ahora parecernos.
David, sentado en el borde de la cama, mirando al suelo (la mano derecha cogiendo la muñeca izquierda), asiente y dice: Sí, antes queríamos hacer ruido y ahora sólo pedimos silencio. Y, volviéndose hacia la ventana, añade: Unas veces las ramas están quietas y otras se agitan, siempre al otro lado del cristal. Eso es ahora mi vida. Lo que soy cuando no estás.
Lucía abre la ventana (y al abrirla suenan las láminas de la persiana al ser golpeadas y vuelan las hojas que antes había arrancado), se vuelve hacia él y le dice: ¿Sabes qué es lo que más echo de menos? Que me des las buenas noches y después los buenos días. Estar así, hablando. El que calla, se vuelve loco.
David asiente.
Lucía, llamándole con la mano, los dedos contra su palma: Ven, vamos a escuchar el río.
David, levantándose de la cama y pasándole el brazo por los hombros: Suena igual que si se estuviera quemando el bosque. Te quiero tanto.
Lucía: Y yo. Es como si me fuera a caer.
David sonríe y asiente despacio.
Lucía, separándose levemente y dando un paso hacia atrás: En casa, en la calle, hasta en la cama, es como si me fuese a caer en cualquier momento. ¿Tú sabes lo que es sentir que te puedes caer estando echada? Supongo que no, debo estar loca ya.
David, trayéndola de nuevo hacia él y abrazándola con fuerza, le dice al oído: No caigas conmigo. Haz como la espuma de la bañera, que cuando la coges y hundes la mano en el agua se queda en la superficie y se aleja flotando.
Lucía, cerrando la ventana y mirándole a los ojos: ¿Y a dónde va?
David, bajando la vista: Hacia los lados. Casi siempre acaba en las esquinas, y allí se queda hasta que desaparece.
Ella cierra los ojos.
Él la besa y, de espaldas, tambaleándose, retroceden lentamente hasta la cama. Él sobre ella.
Lucía, desnuda, tumbada sobre la cama y, señalando el cordón de la persiana con un movimiento de la cabeza, dice: Acuérdate de bajarla. No puedo dormir con luz.
David, también desnudo, se levanta y tira de la cuerda, juntando los dedos y tratando de clavar las uñas, encontrar un saliente: Tiene nudos. No puedo.
Lucía: Déjalo, da igual. Ven.
David, volviendo a echarse en la cama: ¿Y cómo vas a dormir?
Lucía: No sé, me daré la vuelta. Después de un largo silencio: Si por lo menos tocase el piano tu vecino. El sábado, a las dos de la mañana, más o menos, de la que volvía, pasé por delante del restaurante y oí la música de una guitarra, una canción no, sólo la música, y sentí un calor viejo en el pecho y me acerqué, si vieras qué frío estaba el cristal; el tío aquel tensaba las cuerdas y, aunque no pude verle la cara, me fui convencida de que estaba sonriendo. Seguro que sonreía. Yo también sonreí. Hasta que llegué a casa. Luego ya no.
David, sin decir nada, se destapa violentamente y, después de levantarse, entra en el baño. Lucía le espera acurrucada, de cara a la pared, de espaldas a la ventana.
Él vuelve (y ella, al oírle entrar se gira hacia él) con unas tijeras en la mano y corta el cordón de la persiana, que baja dando un fuerte golpe (y con ese sonido se oscurece la habitación). Luego se mete en la cama y la abraza.
Lucía, con la cabeza sobre su pecho: Cántame otra vez, amor mío. Cántame algo. Dime cómo será nuestra vida.
Chus Fernández es escritor