Amanece y Carlos continúa atento a la azafata y a sus instrucciones acerca de cómo ponerse el chaleco salvavidas si durante el vuelo lo peor que pudiese pasar acabara pasando. La belleza es una llamada que relega al resto de las cosas a un segundo plano, al menos para nosotros, ya sólo pendientes de eso que nos llama y nos permite sentir que en realidad estamos llamando. Otra azafata se dirige a él tratándole de usted y le convierte al momento en un extraño para sí mismo. Le pide que abra la ventana para el despegue. O eso cree haber oído Carlos, que asiente, confundido. Sube lo que le parece un raro párpado gris y al hacerlo ve ante él un ala del mismo color con un gancho amarillo en el extremo que le lleva a pensar en la aleta de un tiburón. Y también en un ángel con los pies heridos que no puede aterrizar, imágenes, es lo que hay. Después no piensa en nada, en nada concreto quiero decir, porque ha comenzado ya el despegue. Durante una hora estaré en peligro, puede que sea esto lo definitivo, qué alegría más grande.
Muchos duermen. El ala ensombrece la hierba. Y esa sombra es para él una compañía mientras se elevan. Mira por la ventana: todo ese vacío y él tan lleno. El sol se refleja en el ala, se extiende a lo largo de ella, se asienta en ella, y también en Carlos. El avión acelera y él vuelve a asustarse a la vez que se ilusiona de nuevo. Cuanto más suben más se va oscureciendo el ala. Mira a su izquierda, ojalá alguien le explicase cómo ese tipo, tan normal por otra parte, puede dormir mientras despegan. Carlos contempla en paz las casas y carreteras que se unen y separan igual que los hilos de una bufanda y vuelve a decirse que desde ahí, desde donde está, moriría. No logra distinguir las nubes de las montañas. El cielo es rojo de repente: un rojo insólito pero no nuevo, al alza como un rencor o algo que se rompe y al fin florece, el rojo bajo la grieta que se abre, un color destinado al tacto y no a la vista. Le sucede el gris, pero no el de los años, el gris de la luz que retrocede, sino el del hielo, ese color que cuando se contempla se contempla para siempre: el gris de la última noche del elefante dormido. Se extiende en Carlos el frío del metal y el de la ropa durante el alba y todo se oscurece. Están atravesando un área de turbulencias, lo acaba de decir una de las azafatas, la primera, la que les dio las instrucciones que ahora mismo trata de recordar y no recuerda. Esto es la muerte: no desparezco yo, desaparecen los demás, piensa, zarandeado. Una luz pequeña va y viene en el extremo del ala irrumpiendo en esa oscuridad extrañamente azulada y él, al verla, dice: Alúmbrame. Ven hasta mí. El miedo crece; el dolor, como la temperatura, se acumula. Todo cuanto se extiende huye, o ansía. Mira a su alrededor y ninguna de las cosas guarda ya relación con su nombre. Piensa en lo que iban a hacer y no hicieron. Ni harán. Se jura a sí mismo que no contará una historia de amor a su vuelta sino que hablará del amor que hubo en su historia.
Chus Fernández es escritor