Un nuevo día, la luz rara de lo que empieza, ensombrecida por lo que ya no, y todavía. Confirma cada despertar lo que pese a todo nunca fue puesto en duda. Misterio no hay más que el del mundo regresado tras el sueño, tras el dolor, tras el tiempo nuestro, sólo el nuestro, consumido. El suplicio de las horas previas al sueño, el suplicio del sueño, y el suplicio del despertar ¿forman parte de un mismo suplicio? Carlos enciende la tele de su habitación. Cambiamos de canal en cuanto empiezan los anuncios porque confundimos la pausa con el corte pero sobre todo porque necesitamos seguir, aunque sea en otra parte, sumándonos a algo ya comenzado, a algo que empezó su andadura sin nosotros. Y porque la publicidad nos dice cómo obtener la felicidad pero no cómo dejar de ser infelices. Por eso también. Piensa en darse una ducha, pero se conforma con lavarse, echarse un poco de desodorante y ponerse su camiseta negra limpia. Cada vez que el chorro del vaporizador entra en contacto con su piel, cierra los ojos. Se peina como si le aguardase ya la muerte: la ocasión representa para uno lo que uno pretenda representar para ella, ni más ni menos. Y al decir esto no estoy hablando de una coherencia, sino de una causa, la más acuciada de las jerarquías. Deja el teléfono sonar. Como si nadie en el mundo pudiera ofrecerle algo que pudiese ayudarle o él no pudiese ya nada por nadie.
Otra humedad la tristeza cada día antes del primer café. Tan alejada está la alegría de la risa como lo está el mapa del plano. Se detendría en esto que acaba de pensar, pero la pereza es un caballo ciego; además, está caminando. Adelante, claro, pero hasta cuándo, ¿hasta que llegue o hasta que no pueda más? Le vencen las escaleras y cualquiera que le llame de usted pero encuentra un alivio inesperado en la belleza inagotable de los árboles. Un reflejo es cosido al otro como si no fuese más que la suma de todos nosotros el tiempo. Y ahora a esa tierra ¿qué le une o qué le ata? Aquella escritura de entonces, ¿qué pasó con ella?, ¿qué pasó con la melodía? Nada, eso es lo que pasó: ante sí mismo Carlos era una de esas motos que llenan la calle con el anuncio de su inminencia para luego ocupar únicamente su centro. Ya sólo queda un entusiasmo ridículo que debe invocar cada día. Dios quiera que pueda compensarlo todo.
Saca de su mochila el libro que trajo para el viaje y busca la página en la que dejó de leer. Le gustan cada vez más las historias que hablan de cosas que están muy alejadas de su experiencia cotidiana porque le obligan a llenar el vacío que les separa con lo que, olvidado o no, aún guarda en su interior, con lo único de lo que dispone realmente y que más próximo puede estar a él. No lleva leídos más que un par de párrafos cuando cierra el libro, lo vuelve a guardar en su mochila, se levanta del banco y se pone a caminar. Media vida de un lado para otro sin que jamás uno de los lados dejara de ser la constante: aquel del que se partía era el mismo al que más pronto o más tarde se terminaba volviendo, para qué enumerar ahora las casas si en verdad sólo tuvo una, por qué no hablar de todos esos lugares que nunca fueron para él un frío olvidado, cuatro paredes y un techo pueden ser una casa, pero no tienen porqué ser un cobijo, el cobijo está relacionado con algo siempre por llegar que te convierte en una mitad extraña, en un imán a la espera. Un paso tras otro, una palabra tras otra mientras aguarda el instante pleno que viene a ser un hundimiento purificador, algo similar al gesto que hacemos cuando cogemos a alguien en brazos y, al mismo tiempo, parecido a lo que sentiríamos si fuéramos sostenidos en lo alto por ese mismo alguien. Por dónde era. Pese al margen que le queda, teme no llegar. Si llego, llegué; si me pierdo, me perdí.
La mesa redonda fue un éxito, supone. La sala estaba llena, la gente aplaudió al final, la directora del museo y el tipo que la había programado le felicitaron por sus escasas y breves intervenciones. Pero él no se fue contento: no había dicho, había recordado, y por tanto al hablar no sólo no había encontrado nada nuevo, sino que había descubierto cuánto había perdido. Durante el acto no llegó a producirse ninguna clase de debate. No se expuso allí ningún punto de vista o posicionamiento. Todos los que tomaron la palabra lo hicieron para en mayor o menor medida reafirmarse y tanto los ponentes como el resto de personas allí congregadas parecían haber renunciado al hallazgo, cuando no haberlo descartado en beneficio de algo que lo dejaba todo como estaba, algo que, a modo de método de conservación, debía ser una y otra vez recordado. Pero no por su valor sino por la ausencia por todos asumida de una alternativa. La mesa fue lo que fue. Quedaron cosas por decir y en ocasiones se habló de más. A qué se habrá debido todo ese ruido, a lo que unos necesitaban contar o a lo que otros querían oír. Le da igual, tienen su número de cuenta y no hay ninguna otra cita en su agenda, ninguna otra aparición pública en su horizonte. Por cada aplauso que un hombre recibe pierde una porción de su alma. Es el precio. Y no lo puso Carlos.
Anota algo. Ya no sabe si durante el vislumbre la grieta se abre en él, que camina, o en la ciudad, recorrida.
Un restaurante pequeño: mesa para dos, junto a la ventana, un plato frente a otro, lámparas rojas, enredaderas en las paredes, sillas bajas y una celebración.
Carlos: ¿Te gustó mi regalo?
Su madre, sonriendo y asintiendo al mismo tiempo: Mucho.
¿Y por qué trajiste el viejo?
Porque me hacen falta unos zapatos.
¿Para qué?
Para nada. Es por el color.
¿Qué pasa con el color?, ¿no te gusta?
Mucho. Me gusta mucho. Ya te lo dije. Pero no pega con los zapatos que tengo.
¿Qué quiere decir que no pegan?
Que no quedan bien, que no se pueden poner.
¿Por qué?
Porque no. Da igual. Menuda sorpresa. No sabía que tuvieses tanto dinero.
Estuve ahorrando. Me ayudó papá.
¿A qué?, ¿a escogerlo o a pagarlo?
A las dos cosas.
No me lo esperaba, de verdad que no.
Era nuestro secreto, ¿por qué no viene nadie?
Porque hay mucha gente.
¿Por qué vinimos aquí?
Porque hay que variar, hacer algo nuevo.
¿Y papá?
¿Y papá, qué?
¿Qué es ahora papá?
Tu padre.
¿Y para ti?
Tu padre, ¿qué quieres?
No sé. ¿Puedo pedir ketchup?
Primero lo pruebas y, si no te gusta, lo pedimos.
Carlos mira por la ventana y dice: Aquí también pusieron las luces.
Su madre mira en la misma dirección, asiente y luego, tras un breve silencio, dice: El primer árbol que compramos lo trajisteis entre tu padre y tú. En una caja. Sobresalía. Y tú le ayudabas a sujetarlo desde la silla. Te tapaba entero. Tu padre me dijo que tenía que ir sacando la cabeza a izquierda y derecha para no chocar con nada. En el portal se dio cuenta de que no podría con las dos cosas a la vez. No sabía qué hacer: no quería dejarte solo, pero tenía miedo de que nos robasen el árbol. Te cogió con silla y todo y te subió en brazos y, después de dejarte en el descansillo, bajó corriendo a por el árbol.
¿Es el mismo de este año?
No. El de ahora es uno nuevo. Distinto.
¿Cuál te gusta más?
No lo sé. No los puedo comparar.
¿Por qué no?
Porque no.
¿Y dónde está el otro?, ¿el de antes?
Se rompió. Tuve que tirarlo.
¿Y cómo se rompió?
No lo sé. No me acuerdo. Con el tiempo. Poco a poco. Hasta que un día apareció roto. El de ahora es mejor, más fuerte. Seguro que aguanta más.
¿Quién puso el otro árbol, el que se rompió?
Tu padre y yo. Entre los dos. Tú mirabas las luces. Cómo se encendían y cómo se apagaban.
El recuerdo es un puente que cruzamos a solas, el extremo del que partimos siempre es el mismo pero el extremo al que nos dirigimos es distinto cada vez. ¿Y si después de todo debiéramos estarle agradecidos al cansancio pues sólo él nos dice mientras lo sufrimos que en alguna parte, sea donde sea, hay una casa que es la nuestra? La épica es la forma que responde al empeño pero representa la lucha. Tiene que ver también con esto la memoria, con una toalla mojada y retorcida por alguien, y Carlos se pregunta si él mismo al recordar es la toalla, las manos, el agua que cae o el agua que por un tiempo permanece en la tela.
Cree ver a Ruth, quieta, en medio de la calle, abrochándose la cazadora. Sabe que no es ella, que no puede ser ella pero, aun así, dice: ¿Qué haces ahí? Ven.
Hay algo de orgullo en quien se pasa los dedos por una herida y Carlos ya no sabe si lo que le enorgullece es descubrirse como alguien merecedor de ella o haber sobrevivido. No es alguien romántico, es alguien desesperado, pero le debemos llamar así para que su dolor no nos resulte insoportable. Baja la vista. Sigue caminando. Por nuestro ir y venir seremos salvados. Nos fueron dadas las equivalencias para que podamos vivir en el mundo duplicado. El cubo arrastrado por alguien calle abajo es el metro alejándose en el andén, por ejemplo. Tiene miedo, eso quiere decir que hay algo que todavía le importa. Son cosas así, que se entrevén una vez giradas, como este sol que se filtra entre las ramas del árbol, el mismo del que huía y que ahora es merecedor de su gratitud. Más de una vez se imaginó a lo largo de las últimas semanas por las calles de esta ciudad paseando sin más mientras disfrutaba de la sensación de estar disolviéndose entre la gente al son de una música que en su interior él mismo interpretaba. Se sentía bien al imaginarse aquí. Como si supiera que ante su inminente llegada alguien le habría dado la vuelta a todos los espejos que se pudiera ir encontrando a lo largo de sus paseos. No era con los otros con quienes necesitaba acabar en su nuevo destino sino con él, sin alboroto, sin acontecimiento. El anonimato es la única desaparición que se puede permitir Carlos, la única forma a su alcance de ser esa ausencia que para él fue siempre el mundo.
Chus Fernández es escritor