Fotograma de "Lejano", de Nuri Bilge Ceylan

Qué hacer en esta ciudad en la que mañana compartirá mesa con otros integrantes de la industria, del tejido sonoro le dijeron cuando le llamaron, durante una charla que forma parte de las actividades programadas por el museo dentro del ciclo titulado La música y el tiempo. Dejó en el hotel una camiseta negra, unos calzoncillos también negros, unos calcetines blancos junto con su neceser y ahora en la mochila lleva el cargador del teléfono, un bote de Pringles, de las rojas, y una botella de agua. También un libro, de bolsillo. La lectura no conjura la soledad, la amuebla. Igualmente es el habla una mecedora pero sólo si puedes relacionar cada acento con un color en el mapa.

Atrás ya la boca de metro empieza a cantar, para sí mismo, y de repente se ve, aunque no llega a escucharse, haciéndolo en voz alta, en medio de la calle. Movido por una vergüenza anticipada, preventiva, mira a su alrededor para comprobar si alguien le ha oído, si alguien ha visto como se le iba la vida en su voz. No hay nadie. Sigue caminando. ¿Aliviado? Por supuesto que no. El alivio tiene que ver con lo sagrado y nada hay de sagrado en Carlos ni en los demás ni en la relación de Carlos con los demás, cada vez más débil por otra parte.

Una niña que empuja un carricoche de juguete con un muñeco se vuelve hacia su madre y dice: Está tiritando. La madre, con otro niño más pequeño en su regazo, dice: ¿Tiritando? Si no hace frío. La niña se inclina sobre el carricoche y, afirmando con la cabeza, dice: Le he oído.

Carlos salta un bordillo para cruzar un semáforo antes de que el otro, el que da paso a los coches, se ponga en verde. En cuanto pisa de nuevo la carretera se da cuenta de que lo ha hecho con los dos pies a la vez y se avergüenza aún más al comprender que no le hacía falta haber corrido tanto pues tenía tiempo de sobra y no sabe dónde ir.

Ahora que el dolor es la primera de sus costumbres cualquier cosa puede ser una imagen en continuo alejamiento; todo recuerdo algo incapaz de permanecer, creciendo o desapareciendo, al igual que el hielo, según su circunstancia. El miedo es un movimiento de la razón; la fe, del corazón. Quizá por eso la emoción se traduce siempre en una pausa y no es el desbordamiento su expresión sino su consecuencia.

Cruza al ver el color verde de otro semáforo y en cuanto oye la llegada de un coche por su costado alza la vista y repara en que el verde que había visto era el verde que daba paso a los coches y no a los peatones. He tenido suerte, piensa, pero no llega a sentirlo: su suerte, esa suerte que acaba de reconocer, no ha traído con ella la alegría. Y no hay suerte si no hay también cambio.

Sigue caminando hasta que, cansado ya, se sienta en un banco de una de las calles del centro, una de esas calles que se reducen a una extensión de cemento con bancos, árboles, mimos, quioscos, bicicletas alineadas y escaparates a ambos lados y unos y otros subiendo o bajando. La gente muere, algunas cosas se rompen, no le ha enseñado más la vida. Cruza las manos y sus manos cruzadas y colgando entre sus piernas le hacen pensar en el lento descenso de un sombrero que alguien ha tirado por una ventana. Se pregunta en qué puede pensar quien no quiere seguir pensando. El tiempo pasa, y no.

Detrás del polideportivo estaban las calderas. Le gustaba ir hasta allí después de comer. Aquel día los gatos salieron corriendo en cuanto le vieron llegar, pero dos de ellos, los más pequeños, se quedaron. Jugando. Los sacó de los contenedores para que las bombonas no les aplastaran si por la razón que fuese llegaban a caer. Uno saltó cuando fue a cogerlo. El otro, se revolvió y le arañó. En el dedo gordo. Ya de nuevo en el aula, y mientras le envolvía el dedo en un pañuelo de papel que acababa de sacar de su bolso, la señorita le dijo que tenía que llamar a casa, que no pasaba nada, que sólo quería saber si estaba vacunado. Carlos le dijo que le habían pinchado alguna vez, pero que le parecía que nunca le habían puesto la vacuna contra la rabia. Ella sonrió y le dijo que estuviese tranquilo, que era la del tétanos la que le preocupaba. Subieron al despacho de la directora. Carlos le dio el número de casa y al ver que se había manchado la camiseta pensó que su madre le iba a reñir cuando la viera pero dejó de pensar en eso porque de repente le entraron muchísimas ganas de volver a clase y enseñarles a todos su herida. La señorita colgó y dijo: Tu padre no lo sabe. ¿A qué hora vuelve tu madre?

Sentado todavía en el banco Carlos se entrega a las imágenes, visiones si de una forma u otra, además de reflejarle, le incluyen, le devuelven una acción, una escena, una emoción que exige ser continuamente dramatizada. Un recuerdo es una imagen que vibra, una y otra vez iniciada e inmediatamente interrumpida, algo mítico debido a su carácter inconcluso, una oportunidad para la autopsia. Del que mira y no de lo que ve.

Gira suavemente sobre sus pies al levantarse y en cuanto comprueba el vacío que le rodea, en cuanto se fija en toda esa gente y en el espacio que hay entre ellos y él, comprende que el hecho de que esté aquí no les afecta en absoluto igual que a él no le afecta el hecho de que ellos estén a su alrededor y siente una punzada aterradora en medio del pecho, pero no la punzada hecha por ninguna clase de objeto, esa punzada que llega con el golpe o la determinación, esa punzada que necesita una fuerza exterior, sino otra punzada breve y precisa, de un aguijón o un colmillo, algo que se materializa ya en el interior de uno, algo que primero es picadura y luego caída, que no entra en la carne sino que pasa a través de ella para formar parte de la sangre, igual que el agua limpia y caliente de la ducha cae y forma parte del agua templada y sucia de la bañera.

Escribirá sobre esto. Ningún hecho es del todo real hasta que no genera sus propias ficciones.

Se mete por una calle larga, estrecha. Sin saber muy bien cómo se descubre delante de una sala en la que tocaron hace ya mucho tiempo. Ruth, Isaac, Sergio, y también Cristina. Todos salvo Ruth aún ahí, cada uno de ellos un nombre en una pantalla. Nombres a los que no acudirá. A no ser que le reclamen con motivo de alguna urgencia inaplazable. Sus amigos le siguen importando, y mucho. Pero han dejado de interesarle. La nostalgia es un bálsamo terrible, compensa la carencia de algo con algo que en realidad nunca tuvimos, llena cada hueco nuevo con otra clase de vacío. Carlos prefiere la melancolía, la noción de la insuficiencia común transformada en algo doloroso a lo que aferrarse. Le costó tanto borrar el nombre de Ruth. Y no sirvió de nada. Un chasquido y tararea. Algo acaba de ponerse en marcha. Una canción es siempre la mitad de otro. Pese a estar cerrada la sala una luz tras la ventana parpadea y Carlos al verla piensa en alguien que pide ayuda. Inmediatamente después se pregunta si no sería él quien la estaba pidiendo. La muerte es un perro que vuelve con un palo que no recordamos haberle tirado.

Ruth llevaba tiempo con ganas de ir a la casa que sus padres tenían en un pueblo a escasos kilómetros de la suya de siempre y donde pasaban parte del verano y algunos fines de semana, la finca la solía llamar. Carlos nunca supo qué diferencia había entre una finca y una casa, qué diferencia había entre una finca y una granja o un rancho, qué hacía que una finca fuese una finca y no cualquier otra cosa. Normalmente eran la hermana de Ruth y Miguel, sus cuñados, quienes acostumbraban a ir, para descansar, decían, y ocuparse un poco de todo aquello. El pueblo se llamaba El remedio y Carlos lamenta que tenga ese nombre porque lo mismo que lo había vuelto bueno para él cuando lo leyó desde la furgoneta lo invalida hoy para su historia, la de ellos dos, la que se juró escribir a su vuelta y en la que ahora, mientras atraviesa una calle oscura y estrecha y fría está pensando, si se le puede llamar pensar a asistir a esta clase de visiones; a sentir algo, darle vueltas a eso que se acaba de sentir y situarse una vez más respecto a ello. La semana anterior a su estancia en aquella casa Ruth se había sentado en el suelo frente al sofá en que Carlos estaba tumbado escuchando música y le había dicho: No podemos seguir así. Y lo sabes, ¿verdad que lo sabes? Carlos asintió, extrañado ante el hecho de que mientras Ruth le decía eso hubiera dejado de sonar la música, o al menos él hubiese dejado de oírla. También le dijo que según sus padres todavía hacía frío, que su hermana se iba unos días a Barcelona porque Miguel tenía que cerrar algo y ya habían quedado en que sacarían ellos a los perros y les darían de comer, que podrían estar solos. Carlos le dijo que ya estaban solos. Ya sabes a qué me refiero, le dijo ella, y se levantó, pero no se fue del salón. Simplemente se quedó allí, frente al sofá, de pie, con los brazos cruzados. En cuanto llegaron a la finca los perros empezaron a ladrar y a subirse uno encima de otro y a saltar contra la valla. Aparcaron en el garaje, un bajo que también hacía de bodega. La casa estaba dividida en dos: la parte los padres de Ruth era blanca; la de sus vecinos, azul: la fachada, los marcos de las puertas y de las ventanas, todo azul excepto el número de la entrada. Delante de la puerta de los vecinos había un banco de madera. Dejaron las bolsas en el suelo y Carlos se sentó en el banco mientras Ruth entrabas en la caseta de los perros. Golden. Macho y hembra. Les habló igual que se les habla a los niños, muy alto y a la vez extrañamente suave, con un cariño inmediato, ondulado. Luego se volvió y le dijo a Carlos que se levantara de allí. Se levantó y se fijó en las bombonas de gas a la entrada y en el nombre de sus suegros escrito a bolígrafo en el buzón, encima de otros nombres. Un nombre añadido le pareció más triste que un nombre tachado. Aunque sabía que no debería ser así. En cuanto entró, los perros se abalanzaron sobre él, apoyando sus patas delanteras en sus pantalones y en su cazadora vaquera. Les acarició la cabeza y el hocico. Se frotó las manos y miró las perneras de sus pantalones. Cogió a Ruth por la cintura. Dejaron unas bolsas en la cocina y el resto en la habitación. Carlos empujó a Ruth contra la cama y cayó sobre ella. Ruth rio y dijo: Ahora no. Hay que dar de comer a estos. Carlos salió detrás de ella. Bolas marrones y carne para los perros. Acabaron con la carne. Dejaron las bolas. Carlos llenó el cubo de agua y lo puso en una esquina, junto a un balón desinflado. Ruth metió la mano en una bolsa y sacó dos barras parecidas a un par de ramas secas y se las dio a la perra como premio por haber terminado primero. Carlos esperó a que Ruth hubiera entrado otra vez en casa y cogió tres barras más y las dejó caer en el plato del perro. Se sentó en el sofá y encendió la tele. Fue de un canal a otro mientras Ruth preparaba la cena. Todas las películas estaban comenzadas. Eso, de algún modo, le alivió. Se quedó con el fútbol. El Leeds contra el Newcastle. Dos a cero. Siempre ganan los de casa, se dijo, y se sintió incómodo aunque no sabía por qué. Recordó la primera vez que su padre le llevó al estadio. Cómo se esforzó en repetirle el nombre de todos los jugadores y en explicarle las reglas básicas del juego. Cómo desistió al ver que no se estaba quieto, mirando a todas partes, más pendiente de las gradas que del partido. Cómo Carlos al ver su expresión comprendió que su padre había perdido la fe en él, cómo su decepción le pareció evidente sin que se imaginara siquiera en qué podría haberle fallado. Estaban cenando cuando oyeron ladrar a los perros. Mucho más fuerte que antes, más cerca. Ruth se asomó y los vio allí, al otro lado de la verja. Su caseta comunicaba con la terraza que llegaba hasta la ventana del salón. Les pusieron la correa y salieron los cuatro. Ruth con el perro y él con la perra. Según ella, la perra era más nerviosa. Ya en la carretera los soltaron. Caminaron sin hablar, sin saber dónde ir. No me gusta mucho andar por aquí, dijo Ruth, no se ve nada. Teresa les había dejado una linterna, no muy grande, que el perro se empeñó en llevar entre los dientes. No tardaron en perderlos de vista. La luz de la linterna dibujaba un círculo en la hierba. Carlos se agachó y la cogió y, aunque las babas le dieron bastante asco, no dijo nada. Ruth echó a correr, diciendo: No, por ahí no. Él corrió también, tras ella. Mi hermana me dijo que no pasasen cerca de la casa del vecino, le dijo Ruth cuando estaban ya los dos a la misma altura, a ver dónde están ahora. Desistieron. Volvieron a la finca, preocupados y en silencio. Saldrían en su busca luego, más tarde. Y, si tampoco esa vez los encontraban, llamarían a Teresa. Ninguna de esas dos cosas hizo falta. Los perros estaban frente a la puerta de la caseta, al lado de las bombonas. A Carlos le pareció que Ruth al verlos había soltado algo, muy pesado. Él también. Pero no lo mismo. Los metieron dentro. Empezaron a pelearse, gruñendo, ladrando, saltando, enseñando los colmillos. Ruth sonrió y dijo: Están jugando. En cuanto apagó la luz, dejaron de ladrar. Tapados por dos mantas en el sofá, vieron un concurso, de preguntas y respuestas. Ruth, echada sobre las piernas de Carlos, contestaba en alto. Si acertaba, gritaba y aplaudía. Ya en la habitación se dieron las buenas noches. Carlos fijó la vista en la ventana y contempló las sombras de las ramas en la pared. A veces se movían. En su pecho, el rostro ascendiendo y descendiendo de su mujer, el calor de su respiración. De repente, Ruth le dio la espalda y apagó la luz de la mesita. Su lámpara, la de su lado, era blanca. La del lado de Carlos, roja. Según Teresa, Miguel se la había comprado porque apenas alumbraba y así él no la despertaba al levantarse. Los perros comenzaron a ladrar. Ruth se levantó, se puso el abrigo y, en cuanto volvió, se acostó de nuevo. Cuando Carlos se despertó no había nadie a su lado. Mientras desayunaba, Ruth, de espaldas a él y frente al fregadero, dijo: Esta mañana al sacar a los perros el vecino salió de su casa gritando: Esos perros de Dios. Tenía una escopeta, ¿me oyes?, una escopeta. Y tú no estabas. ¿Por qué nunca estás? Acompañó sus palabras con un gesto violento y sin querer tiró un vaso al suelo. Carlos se quedó mirando los pedazos que fueron a parar junto a una de las patas de la mesa. Recogió su taza y sus platos y sus cubiertos y dejó correr el agua caliente mientras se agachaba y cogía con cuidado los pedazos. Después de tirarlos a la basura, se remangó. Ruth dijo que se iba a recoger la habitación y preparar la maleta. Sonó el teléfono fijo de la casa y muy pronto dejó de sonar. Carlos estuvo a punto de cogerlo pero no lo cogió. Se alegró de no haberlo hecho. Sentado en una silla de la cocina se miró los playeros: el cordón del izquierdo se había roto y tuvo que hacerle un nudo a sus dos partes.

Entra en un cine. No es la película que más le habría gustado ver pero es la única a punto de comenzar. Sentado y a la espera en la sala vacía piensa en el poder que tiene el receptor y del que tal vez no sea consciente. Piensa en lo que su padre llamó gente el día que le dijo que la gente quería historias sin que implicara un reproche su aseveración, pero sí pretendiese con ella, como quien guía a alguien suyo hacia la salida de un laberinto en el que llevara ya demasiado tiempo perdido, proporcionarle una ayuda fundamental y definitiva. Eso, el receptor, la gente, había vencido involuntariamente a la industria al obligarla a adaptarse a su circunstancia. A la gente le bastó con no acudir a su llamada para que fuera la industria quien tuviera que llevar a la casa de cada uno lo que les ofrecían. Sí, papá, la gente quiere historias. Pero yo no las tengo. ¿Debo por eso callar?, ¿debo por eso aceptar que mi voz será siempre un cuenco vacío? Bebe un trago de agua, cierra otra vez la botella sin perderse un solo detalle de la película que está siendo anunciada y que sabe que no verá, ni en el cine ni en casa. En cuanto las luces se apagan y la pantalla se ilumina se le escapa una sonrisa y esa sonrisa es la muestra de su gratitud. Cuando sale del cine ya es de noche. Sigue caminando. Pasa por delante de una parada de autobús y ve a una chica esperando, sentada, con los auriculares puestos y cuyos pies, a pesar de estar colgando en el aire, no se balancean.

Y ahora qué.

Chus Fernández es escritor