Acostumbra a mantener una distancia tan grande respecto a sus recuerdos que confía en que algún día, cuando llegue el momento, podrá verlos como uno solo tan importante que todos los que lo compongan hayan dejado ya de tener importancia alguna, sin embargo, ahora, cuando los mira, sólo puede verlos por separado y sentir que en realidad es él quien está siendo visto por ellos. De pronto le gustaría tener a alguien a quien poder acercarse y decirle: Aquel día, yo. Le parece lógico, algo de lo más común, ¿acaso no es siempre ese anhelo lo que lleva a un hombre a escribir? Dobla una esquina y un viento frío envuelve sus huesos igual que la lana se enrosca alrededor de la aguja. Dios mío, haz que vuelva pronto la normalidad, que todo este ruido sea arrastrado por la corriente de nuestras costumbres.
Dentro de una tienda una mujer da palmadas mientras baila ante un espejo. Dos calles más allá otra le sonríe al cruzarse con él y luego tira algo a la papelera y Carlos se pregunta a qué se debía su sonrisa, a que le hubiera reconocido, a que le quisiera conocer, a que le hubiese confundido con otro, a que tenga en la cara alguna mancha o el resto de algo, a que esa mujer con la que se acaba de cruzar fuera, sin más, alguien amable. Piensa en el palpitar de las plaquetas de una estufa de gas; en su resplandor, al crecer.
El día que abandonaron el palacio, la casa Rohmer, la furgoneta no arrancó, lo que significa, concluye ahora Carlos al reparar en ello, que reservó su último aliento para llegar allí y cumplir la última voluntad de Ruth. Siente un cariño inmediato por su furgoneta, el cariño que se puede sentir hacia una cosa, sí, pero no menos intenso por eso. Isaac le dejó en la estación de tren más cercana. Se ofreció a llevarle a donde fuese, incluso le hizo un hueco en su casa durante el tiempo que necesitara. Carlos rechazó ambas propuestas cordialmente, sabiendo que Isaac no insistiría, pues tanto él como su amigo de toda la vida, o eso creía, deseaban que aquella compañía forzosa que ambos suponían para el otro se viera interrumpida cuanto antes y a poder ser para siempre. La verja se había cerrado empujada por el viento, por una corriente de aire que se había levantado justo en el momento en que ellos dos, los últimos en irse, abandonaban ya el palacio. Carlos le hizo un gesto a Isaac con la mano y, cuando este detuvo el motor de su coche, se bajó para volver a abrirla. Se volvió antes de subir nuevamente para ver por última vez el palacio, la habitación de Ruth. Y eso fue lo que vio. El palacio. La habitación de Ruth. No se sintió decepcionado. Qué otra cosa podía esperar ver allí.
Se vuelve y gira hacia su izquierda, responde a algo en su interior más fuerte que él. Las intuiciones son decisiones tomadas de antemano. Cuando creemos estar decidiendo lo que realmente estamos haciendo es ser consecuentes o no con nuestro yo más profundo, nuestro único yo. En el fondo todos creímos que el destino sería un sol que no se pusiera, un punto anterior al comienzo del texto. Si carece de historia, ¿quién es?, ¿qué es alguien que mira atrás sin que el pasado le sea devuelto bajo la forma de un relato? Tantos años esperando a que unas puertas se abriesen y resulta que para escribir debía escuchar el sonido que algún día esas puertas harían al cerrarse tras él. Quizá la palabra, como la casa o el cuerpo, únicamente vibre para remedar el instante previo a la desaparición cuando la vida entera se invoca y a la vez se experimenta. Quizá hasta entonces la voz no sea más que un fuego inmóvil.
No soporta ir por ahí con esa mancha de helado de chocolate en su camiseta así que entra en H&M a comprar otra igual que la que lleva. Ve en el espejo su panza de derrotado y sólo puede pensar en latas de cerveza, un porche, él mismo recordando tiempos mejores y disparando a los forasteros. Vive su decadencia como un fracaso, peor aún, como si esta fuese alguien y ese alguien le estuviese humillando. Cuándo comenzó la batalla, quién fue su enemigo. Sigue necesitando un rival, por supuesto, por eso lo invoca, le concede a cualquiera la categoría de amenaza, cuelga de un árbol lo que no está hecho para la permanencia. El tedio precedió siempre al dominio y ahora ni puede ni quiere ni sabe siquiera si debe. Seguirá escribiendo. Pero no volverá a contar una historia. ¿Qué escribirá entonces? Esto. Si hay un entonces. Y sigue habiendo un esto.
Su padre se cayó en un pozo, de niño. Dijeron que había tenido muchísima suerte, que incluso podría hablarse de un milagro pues la corteza de su cerebro había quedado reducida a una tela muy fina, poco más que papel. Uno de los primeros recuerdos que guarda Carlos y que a menudo irrumpe cuando va en busca de su recuerdo más antiguo, es el de su padre en el suelo del pasillo y su tío Juan, el hermano pequeño de su madre, encima, sus rodillas sobre los brazos de su padre, dándole un puñetazo tras otro, mientras su madre, llorando y gritando decía: Que lo matas, que lo vas a matar. Su tío se levantó y se giró y se fue. Su padre se quedó en el suelo, sin que ni Carlos ni su madre, que estaban allí, mirándole, fuesen hasta él. Transcurrido un tiempo, interminable entonces y apenas un instante ahora, en la memoria, su padre se levantó con dificultad y después de limpiarse la sangre del labio y la ceja con el dorso de su mano, con su otra mano cogió la de su hijo. Lentamente cruzaron el pasillo y llegaron hasta la habitación de Carlos. Le tapó, le dio las buenas noches. Después se volvió y le dijo: Hasta mañana. Hasta mañana, dijo también Carlos y al sacar la mano para despedirse de su padre antes de que se fuera y apagase la luz, vio que las sábanas con las que le acababa de tapar estaban manchadas y que las manchas eran de un color parecido al marrón, un color que a él siempre le había parecido rojo, y brillante, pero por dentro. Son cosas que no se olvidan, más que cosas para Carlos, que siente no ser nada cuando se descubre de repente pensando en ellas.
Se cambia la camiseta en el baño de un bar y sigue caminando. Un pasado sin vinculación con el paisaje que tenemos ante nosotros nos convierte en fantasmas. Si la memoria no es capaz de materializarse, ¿qué podrá sostenernos? Este es el fundamento de la percepción: por todo lo que intentas asimilar esperas ser reemplazado. Últimamente no puede quedarse más de dos o tres semanas en un mismo sitio. Y en cuanto llega a una nueva ciudad, a menudo la misma en la que ya había estado en otras ocasiones, comprende que no hay viaje que no termine revelando su inutilidad, pues todo movimiento es el comienzo de una corriente de aire y con la llama empujada por el viento, se desplaza la luz, pero también la sombra. Esperaba más. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que nunca, ni siquiera hoy, supo qué esperaba.
Al cruzar el paso de cebra una mujer que pasa junto a él le dice a su hijo: Agárrate al carro, Carlos, hay que tener cuidado, si no te atropellan, y Carlos, el nuestro, aminora el paso involuntariamente, y se rompe, o es lo que siente, que se está rompiendo, pero lo que en realidad pasa es que está llorando, de otra manera.
Chus Fernández es escritor