Fotograma de la película "Greenberg" de Noah Baumbach

Una noche Ruth llevó al Iceberg una bolsa con comida para un amigo que cumplía años y no sabía nada de la bolsa. Sin dejar de sonreír le dijo a Carlos (al camarero en realidad pues en ese momento ella no lo conocía ni podía imaginar todo lo que vendría después) que muchas gracias, que luego pasaría a recogerla él.

El amigo no pasó.

Ella sí.

Me daba vergüenza pero me daba más rabia todavía que se perdiera todo, ¿puedo comerlo aquí?

Sí, claro, ponte donde quieras.

Nada, tranquilo, cuando cierres, mientras recojas.

Ruth llevó al bar comida para alguien que luego se repartieron entre el camarero y ella y ese fue su primer día, su primera noche para ser exactos. Carlos lo recuerda ahora y revive la encantadora torpeza que precede al primer beso, encantadora únicamente en la memoria o cuando es otro quien lo da, lo que viene a ser lo mismo.

Ruth: Somos una pareja,

Carlos: Ya lo sé.

Sí, ya lo sabes, pero ¿sabes qué significa eso?, ¿sabes qué significa ser una pareja? Que si uno mira atrás, el otro no puede ir hacia delante. No deberías estar toda tu vida dando vueltas alrededor de tu tristeza como si fuera una rotonda.

¿Y por qué no?

Porque tarde o temprano tendrás que tomar alguna dirección. O te acabarás quedando sin gasolina.

¿Y ya no podré seguir dando vueltas?

Peor: alguien acabará chocando contra ti. Y tal vez salga mal parado.

La furgoneta aparcada en una gasolinera, al borde de la autopista, Sergio, Cristina e Isaac se apiñan en los asientos y se vuelcan hacia delante, hacia la radio, y escuchan la primera de sus canciones en sonar en el aire. Carlos, al volante, mira a Ruth, sentada en el asiento del copiloto. Ruth le mira y sonríe.

Ruth duerme en la cama del hospital; su madre, quieta frente a la ventana; su padre, sentado en la silla con la vista en el suelo y las manos cruzadas; su hermana no está. La madre se vuelve y el padre alza la vista cuando la puerta se abre y la enfermera entra en la habitación. La enfermera asiente, se acerca hasta la cama, sale de la habitación y, ya en el pasillo, niega con la cabeza.

Ruth tras el cristal y para Carlos las flores no son flores alrededor de la caja, pero sí que de alguna manera le parecen ser lo mismo que aquello que rodean, en la cinta de una de las coronas se puede leer la palabra Iceberg. Familiares, amigos y conocidos se distribuyen entre la sala, la cafetería y la entrada. Isaac estrecha la mano del padre de Ruth. La tarde es clara y la gente, a la entrada de la iglesia, como un mar se abre para dejar paso. De los cuatro que llevan el ataúd de Ruth uno va peinado hacia atrás y viste camisa negra, remangada hasta el codo. Un viejo, al verle, dice: El de los tatuajes tocaba también en el grupo.

Carlos recuerda, es alcanzado.

Nadie está solo si está en movimiento.

Las noches se hicieron anchas además de largas y él supo qué era el insomnio: una profundidad que se rebela. No va de un momento a otro, está en un momento y en otro, cruzando algo, quizá vivir sea eso.

Es consciente del ruido del tráfico cuando se encuentra ya en la habitación, acostado. Están volcando algo, tierra: es lo que ve, en su cabeza. O tal vez basura, razona. Se da cuenta: esa es la herida, la imposible conciliación entre la imagen y el pensamiento. Todos los hoteles están llenos de fantasmas. Las llaves que oímos en la cerradura nos informan de la llegada de algo que sabemos presencia y de lo que no podemos decir nada más. Está cansado y el día no acaba. El umbral se estrecha. Por primera vez en su vida Carlos siente que un umbral, en lugar de separar, une. Ya sólo quiere echarse de lado. Permanecer así. Quedarse así. Para siempre. Hasta el final. Nos entristece el sueño, el cansancio sublime, porque vuelve contra sí misma cualquiera de nuestras aspiraciones.

Chus Fernández es escritor