En el aeropuerto se asusta al escuchar un rugido, pero en cuanto ve que se trata del sonido de un avión despegando, siente algo parecido a la alegría, ¿o es euforia, el agua a la espera en un paraguas cerrado? Lleva un rato deambulando por una tienda cuando la dependienta le dice: Hola. Carlos le devuelve el saludo y, ante su enloquecida perplejidad y la violencia con que le sortea, se vuelve y comprende que no era él a quien se dirigía sino al delantero centro que acaba de llegar acompañado por su novia. Irradia el lujo algo tan detectable como la pobreza y sirve para que unos sepan de dónde vienen y otros sepan cómo son.
Mira las pantallas. Cualquier destino podría ser el suyo pero no todos le sirven. Quisiera vivir teniendo a todas horas la noción del mar. Aspira, por encima de todo, al sosiego: solo así será por última vez fuerte.
Piensa en la mujer con la que acaba de cruzarse: blusa blanca y falda blanca y gafas de sol y rubia, caminando a buen ritmo, prácticamente corriendo, por pudor y no por prisa le pareció, inclinada, como si se tambaleara. Pero al mismo tiempo tanto su belleza como las amables formas de sus ropas hacían de aquel tambalearse suyo un bamboleo interrumpido y no retomado, suspendido. Le extrañó el sonido que acompañaba a los pasos de la mujer: una cierta estridencia, el tintineo de sus pulseras en movimiento, piedras pequeñas chocando entre sí y contra la carne, ¿y por qué, en realidad, pese a la discordancia entre la imagen y el ruido, apreciaba él entre ambas cosas una poderosa afinidad?, ¿se debía quizá a que eso es precisamente el ritmo: movimientos opuestos que mutuamente se tienen en cuenta, un equilibrio, costoso, que responde al golpe que se anticipa, a la caída ya interiorizada? Este viaje sirvió para que Carlos comprobara cómo se ampliaban los límites de su isla. Y es suficiente. Tal vez ya siempre habite en la disonancia. Habite, nunca más reaccione a ella. La disonancia, por ejemplo, entre la urgencia con que se manifiesta la sed y lo pronto que se ve saciada; la disonancia entre cómo se cree y todos los que, en esta ciudad, al dirigirse a él le trataron de usted. Quizá su desconcierto ante este hecho tenga que ver con su desamparo de siempre, con una promesa inicial que nunca llegó a cumplirse. Entraña una ofrenda lo vacío con la que jamás podrá soñar lo incompleto.
Me da igual que estés con otras. Pero sí un día te llamo, vienes. No tengo por qué ser la única, pero sí la primera.
Tras la muerte de Ruth, Carlos se juró más de una docena de cosas y, si hoy al señalar esto me atrevo a afirmar que en el momento en que lo hizo era un hombre desgraciado, se debe a que ninguno de sus juramentos estaba relacionado con uno solo de sus propósitos. El frío de la hebilla del cinturón de seguridad contra su estómago y el alivio, prácticamente olvidado, de una pieza encajando con otra. Una historia le está esperando a la vuelta, una historia que se ha jurado escribir, tal vez un proyecto: un país para uno y arena para los demás, según Kafka. Aunque, y es consciente de ello, las únicas notas más o menos cohesionadas y consistentes que ha tomado en su teléfono a lo largo de estos días han sido a propósito de la figura del mediocentro. Pese a todo, cuando piensa en esa historia, en lo ya abierto, Carlos siente un vigor inmediato y al mismo tiempo un terror igualmente repentino. Volar. Aterrizar. Volver a volar. Asistiendo al flujo de las cosas igual que se camina junto a la orilla de un río: tratando de adaptar el rimo del corazón al rumor de la corriente, metiendo las manos en el agua sin lograr frenar su curso ni formar parte de él. Toda historia es una deuda que intentamos saldar.
Suelen ensayar los martes y los jueves. Hoy es jueves. Carlos e Isaac esperan a Sergio y a Ruth jugando a la play que tienen en el refugio.
Isaac: Cómo te cuesta ir recto.
Carlos: Si te paras, no te estrellas.
Ya, pero tampoco llegas.
Baja por las escaleras de la estación. Tropieza y pierde el equilibrio y en cuanto lo hace, extiende instintivamente el brazo derecho, pero debe recogerlo de nuevo pues no encuentra nada a lo que agarrarse. En el andén, una mujer espera bajo el sol de la tarde y en su nariz, en uno de sus orificios, Carlos cree ver el comienzo de una hemorragia cuando en realidad sólo es el sol alterando lo que no puede traspasar. Nunca hasta este momento ha relacionado la sangre con la luz. Escucha un sonido parecido al del viento que lleva en sus brazos la tierra y ve, ante sus pies y marcándole el paso, siempre por delante y siempre rozando la puntera de sus Vans negras, una bolsa de plástico, que avanza delante de él arrastrada por el aire acondicionado. Cuando la bolsa se detiene, Carlos se detiene también. Tiene el impulso de darle una patada, como si sacara de puerta, pero se termina conteniendo.
Es de noche y su padre les llama diciendo que el abuelo está en el hospital, que ya pasa él a buscarlos. Luego le pide que se ponga su madre. Su madre le dice que no se preocupe, que ya se acercan ellos hasta allí. Y tú sin bañar, le dice su madre en cuanto cuelga. Carlos, ante el pesar con el que acaba de pronunciar esas palabras, dice: No sudé. Es invierno.
Su madre le ayuda a subir la cremallera de su anorak más allá, o eso le parece, de lo que con toda probabilidad se puede subir y le dice que vaya a buscar la bufanda y los guantes (unos guantes azules que a veces usa para ponerse de portero en el colegio, pero que no le suelen servir de mucho porque cuando llueve se empapan y cuando no llueve no sujetan el balón, no sirven para agarrar esos guantes pero son unos guantes y, si no hay guantes, no hay portero) y llama a un taxi. Cierra la verja con llave. Salen a la calle. La nieve ha cubierto el jardín. Y también el tejado de la casa y el tejado de la caseta del perro, un perro que, después de que Carlos lo pidiera durante años y durante años y su madre se hubiese negado a comprárselo, su padre le había terminado regalando la semana anterior, el sábado por la tarde, al día siguiente de haber sacado sus cosas de casa. Carlos vio cómo lo hacía desde la ventana de su habitación y se preguntó dónde metería todas aquellas cajas, si a él también le parecería que estaba olvidándose algo, y pensó que en ese momento le gustaría que la persiana estuviera bajada y él dormido, sin enterarse de nada, sin ver a su padre marchar, sin haberle conocido, sin haberle llegado a querer y por esa misma razón sin llegar a echarle nunca de menos. El miedo es una anticipación; el dolor, una queja, pero ¿qué son estas dos cosas cuando se presentan a la vez y bajo una sola forma? Ese día su padre se había acercado hasta su casa para ver cómo les iba, es lo que le dijo a Carlos cuando le abrió la puerta. Después le pidió que le acompañara. Abrió el maletero y abrió también una caja grande de cartón, agujereada, de la que sacó un pastor alemán no muy grande, aunque sí más de lo que podría ser un cachorro, mientras le decía que aquel animal, aquella vida tan pequeña, era para Carlos, que alguien tendría que cuidar de ellos, y que alguien tendrá que cuidar de él. Cuando su padre lo dejó en sus brazos Carlos sintió un calor y un peso, inseparables.
Le llega una corriente fría frente en cuanto se bajan del taxi. Carlos sigue a su madre. Suben las escaleras. La puerta de la entrada se abre ante los dos. Su madre dice el nombre y los apellidos del abuelo en recepción, lo que le ha pasado, y una vieja muy amable les dice el número de la habitación en la que está ingresado. Hay tres ascensores. Llaman a los tres y esperan.
¿A que no sabes cuál va a ser el nuestro?, dice Carlos, ¿a que no sabes cuál se va a abrir primero?
Su madre no dice nada.
Te apuesto lo que quieras a que va a ser este.
Se abre el de la izquierda. Su madre dice: Vamos. Una vez dentro Carlos lamenta que no se hayan abierto las puertas del otro. Su madre le dice que aquel es mejor, que aquel es el que coge el personal del hospital.
¿Qué es el personal?
Las enfermeras, los médicos, la gente que trabaja aquí.
¿Y los clientes?, ¿también lo cogen los clientes?
¿Los clientes?, pregunta ella sonriendo, y luego añade: No, los clientes no.
Caminan por el pasillo. Carlos tiene calor. Mucho calor. Un calor mucho más molesto que el frío de la calle. Cuando intenta quitarse la bufanda su madre le coge de la mano y tira de él. Se detienen. Su madre llama a la puerta. Y, aunque nadie dice nada, aunque nadie dice: “Pasen” o “adelante”, la abre y entra. Carlos la sigue. Se saludan todos. La madre le da dos besos a su cuñada y otros dos a su cuñado, abraza a la abuela, sentada en el borde de la cama. Luego retrocede y se queda mirando al abuelo mientras Carlos los mira a todos ellos. Se fije en quien se fije su vista siempre termina yendo a parar al abuelo, a los tubos, a la sábana que le llega hasta el cuello, a sus ojos cerrados.
Su padre se acerca hasta su madre, sonriendo. Luego, al ver que Carlos le está mirando, se acerca hasta él, sonriendo también, se agacha, y, ya cara a cara, pone sus manos sobre sus hombros, y asiente.
El padre: Le dieron algo. De vez en cuando tose y se despierta. Pero al momento se vuelve a dormir. Mañana tienen que hacerle más pruebas. A lo tonto y ya ves. Una corriente. Primero fue una gripe. Luego cogió más frío. Si no es por mi madre que nos llamó para que lo trajésemos aquí se nos muere. Tenía tanta fiebre que, si llega a subirle una décima más, le podrían haber quedado daños en el cerebro. Nos lo dijo el médico.
En cuanto lo oye Carlos se acuerda de su perro, al que esos días solían dejar pasar la noche en casa hasta que el tiempo fuese mejorando y al que su madre había sacado al jardín para que mease y cagase cuando su padre llamó por teléfono. Todavía estaba fuera, lo habían dejado allí, a la intemperie. Nada más reparar en ello se lo dice a su madre y ella le mira y asiente y sigue hablando con su cuñada. Decide entonces decírselo a su padre, lo de su perro, pero su padre está en el baño. Mira a unos y a otros y cuando le parece que no le ven sale de la habitación. Trata de volver sobre sus pasos. Se fija en los carteles de las paredes, los letreros, mostradores y carritos. Es fácil irse, le parece. Frente a los ascensores decide coger el del medio esta vez. Pero se confunde de planta y baja hasta el sótano. Al final de un pasillo, por una puerta entreabierta, ve unos cuantos ataúdes alineados. Retrocede. Se echa hacia atrás, como si alguien hubiera intentado darle un golpe. Vuelve a subir. Atrás ya la salida, reconoce la calle por la que llegaron. No está lejos. Al menos eso es lo que le pareció durante el viaje en taxi. Su casa, la pastelería, el McDonalds, unas cuantas calles y el hospital. Corre. Una respiración distinta cada vez que cree haberse perdido y también cada vez que le parece estar a punto de perderse, un cansancio tan grande y sin embargo una mayor velocidad en el paso. ¿Cómo es el miedo? El miedo no es de ninguna manera, el miedo no es grande ni pequeño, el miedo es esto: luces y pasos y ruido y un silencio que no deja de crecer, pero no como si se hiciera cada vez más grande sino como si avanzara desde su interior hacia el resto de las cosas, en las que se refleja.
Con lo fácil que es irse, qué difícil es volver.
En un semáforo le pregunta a una vieja por dónde se va al McDonalds. Pero la vieja, sin ni siquiera mirarle, se encoge de hombros y sigue esperando a que puedan cruzar. De pronto baja la vista hacia él, lo observa con detenimiento y le pregunta si se ha perdido, dónde están sus padres. Carlos, dice que no, que no se ha perdido, y ahora es él quien mira al frente, inmóvil, pese a haber cambiado ya de color el semáforo. Prueba con un tipo que acaba de llegar al borde de la carretera y lleva un abrigo negro. El tipo afirma con la cabeza y comienza a explicarle cómo puede llegar hasta allí. Carlos no se entera de nada, pero asiente de todas formas y luego, antes de que el tipo haya acabado de decirle por dónde debe ir, le da las gracias y sigue caminando, no ya corriendo, pero sí caminando, tan rápido cómo puede y sin recordar ni una sola de las indicaciones que aquel tipo acaba de hacerle. Quiere caminar y al mismo tiempo no quiere caminar porque teme alejarse más todavía y tener que caminar luego el doble para seguir estando donde está. A veces, cuando se asusta, Carlos canta para dirigir sus sentidos hacia algo capaz de devolverle la emoción opuesta a la que en ese momento está experimentando, es decir: para convertir su emoción en un sentimiento. Pero le da vergüenza cantar, y como no puede hacerlo para sí mismo porque a uno le hace falta su voz si lo que desea es cantar, se limita a ir más deprisa, que también es cantar, todo lo que uno hace cuando no sabe qué hacer es cantar. Cómo estará su perro. No puede pasarle nada. Si le pasa algo, ¿qué les pasará a ellos? Es acordarse de su perro y caminar un poco más rápido. O intentarlo al menos. Se pregunta si se habrá metido dentro de la caseta, donde puede que haga menos frío, pero estará muy oscuro, o si se habrá quedado fuera, en el jardín, donde quizá haga más frío, pero habrá mucha más luz: las farolas de la acera iluminan la mayor parte de la hierba y su madre siempre deja encendida la bombilla de la entrada, quizá quiera que todo el mundo sepa dónde viven o tal vez necesite saber que verá siempre algo claro cuando salga a la calle y se haya hecho ya de noche o todavía no haya llegado el nuevo día. Carlos dobla una esquina y ahí tiene la parada del autocar del colegio. Descubrir que ya está en casa hace con él lo que el viento más fuerte hace con las contraventanas. Puede llegar. Llegará.
Frente a la verja se da cuenta de que no tiene llaves. Sus llaves, dos llaves en una arandela que su madre le dio al día siguiente de que su padre se fuera, están en el cajón del escritorio. Su madre siempre le dice que las coja cuando ella no va a poder estar en casa para abrirle, pero esta vez no se lo dijo. Que cogiera la bufanda y los guantes, sí, pero no las llaves.
Baja la vista. Mira hacia arriba. Comienza a trepar. Pero sus manos resbalan. Se quita los guantes. Los tira por encima de la verja y se pone a trepar de nuevo. Pretendía echar a correr en busca de su perro en cuanto estuviese dentro, pero en realidad es su perro el que corre hacia él. Salta, le lame y le ensucia mientras Carlos le pasa la mano una y otra vez por el lomo húmedo, en silencio.
¿Feliz?
Aliviado.
La felicidad es consecuencia del regreso.
Pero el alivio conjura la ausencia.
Coge a su perro en cuello y con él contra su pecho va hasta la puerta de casa. Repara por segunda vez en las llaves que no tiene: ahí dentro hace calor, lo sabe, sabe que ahí dentro hace calor, que ahí dentro se puede dormir y se puede comer y se puede jugar en el suelo del salón y se puede ir sin bufanda ni guantes ni capuchas pero no ahora. No en este momento. En este momento no pueden entrar. La única realidad es esa.
Cuando su madre llega, Carlos dice: Hacía frío. Y tenía miedo.
Recoge eso, le dice ella, señalando con la cabeza los guantes tirados en la nieve.
Carlos mira a su perro, que durante el tiempo que han estado esperando no se ha movido de sus rodillas, dándole a entender a su madre que para hacer lo que le pide tendría que dejarlo en el suelo y que eso no puede ser, que debe cuidar de él, que los guantes pueden esperar, que los guantes tienen que esperar.
Que vayas a por ellos, dice ella y, ya frente a la entrada, al mismo tiempo que busca las llaves en su bolso, con la voz mucho más baja y de espaldas a él, añade: No puedes irte sin más. No puedes. Y yo no merezco esto. Recógelos.
La lentitud acostumbra a ser la herramienta del cuidado y así es como Carlos deja a su perro en el felpudo, lentamente. Va a por los guantes, húmedos y fríos, y vuelve hasta la entrada.
Tenías que haberme avisado, dice su madre mientras abre la puerta. Menudo susto. ¿No te parece que ya tiene bastante la abuela? Te buscamos por todo el hospital, estuve a punto de llamar a la policía, menos mal que me dio por volver. Anda, quítate las botas, y entra, tú solo. Carlos empieza a descalzarse. Su madre se queda mirando al perro y le da una patada. Con todas sus fuerzas. Desde abajo hacia arriba. El perro aúlla como Carlos nunca le oyó aullar y después, gimoteando y arrastrando las patas retrocede pesadamente. Nadie dice nada. Carlos está a punto de ir hacia su perro pero mira a su madre y se guarda los guantes en los bolsillos de su anorak. Una vez dentro de casa y con la puerta abierta mira al frente, más allá del jardín, y por un instante ve a su padre dentro de la furgoneta, mirándoles, con la ventanilla bajada: su aliento, blanco en la negrura, asciende. Cuando el último jirón se desvanece en la oscuridad más alta, Carlos desvía la mirada y ve a su madre, fuera, en la entrada, arrodillada sobre el felpudo y abrazada a su perro. Lo estrecha contra ella y llora y dice: Perdón, perdón, perdón. El padre arranca y Carlos, cuando la furgoneta está ya fuera del alcance de su vista, se despide de él. Los que dicen adiós con la mano se quedan siempre con algo. Escucha el sonido del motor, más débil cada vez, y el sonido de los neumáticos sobre la carretera nevada. Hasta que deja de oír esos sonidos. Hasta que la calle vuelve a quedarse en silencio y en toda la casa sólo se oye el llanto de su madre, llanto que, Carlos, ahora, al recordarlo, es incapaz de separar del aullido de su perro.
Chus Fernández es escritor