Hacía  muchos años que le debía un abrazo a Ray Loriga. Un abrazo, en primer lugar, al autor de Lo peor de todo, Héroes o Caídos del cielo, tres novelas en las que encontré un reflejo de lo que yo mismo suponía ser entonces, allá por los comienzos y mediados de los noventa. Sobre la explanada del Niemeyer, espero verlo aparecer junto a Javier García Rodríguez, el coordinador del ciclo “De palabra”, en el que voy a tener una conversación con el escritor. ¿Lo reconoceremos sin problema? No estamos seguros de haber visto una foto realmente reciente de él. ¿Qué aspecto tendrá ahora un autor unido como a su sombra a una imagen, una actitud, que lo singularizó en las letras españolas? Varias alarmas falsas, hasta que una silueta comienza a acercarse: ni nos preguntamos por qué, pero esos andares son inequívocamente de los noventa. Y sobre ellos viene Ray Loriga. 

Le doy el abrazo que le debía, aunque aún no se lo explico: mera formalidad cordial. El abrazo es de parte de aquel lector adolescente, pero también de todos los que para bien o para mal he ido siendo con el tiempo: desde sus veinticinco a los cincuenta años que ahora tiene; desde mis quince a mis casi cuarenta. Leyendo todos habremos tenido esa sensación de que el autor está dando expresión a un modo de percibir el mundo que no dudaríamos en calificar como el nuestro. Aquí me entra siempre la misma necesidad de buscar la fotografía del escritor en la solapa o la contracubierta del libro, una forma de reconocimiento, de gratitud e incluso de indagación: ¿pero cómo es posible que sepa, que haya podido adivinar…? Podría medir el índice de gusto de cada libro que he leído por las veces que fui a esa imagen, cuando la había, en los paratextos de la obra. Y no me avergüenza reconocer que miré muchas veces y mucho los retratos fotográficos de Ray Loriga. Durante años, las gafas oscuras que velaban su mirada devolvían el reflejo de mi propia cara. 

Loriga comenzó narrando su propio personaje literario, muy consciente de lo que proyectaba en el momento. Un autor que podía posar en las cubiertas como un icono del rock o una estrella fugaz del cine, que empezaba por tatuar su mensaje sobre el cuerpo y no dudaba en fingirse el protagonista verosímil de sus primeras novelas. Una actualización del dandismo wildeano, d’annunziano o umbraliano, que lanzaba titulares como singles y mantenía un elegante equilibrio entre la radio fórmula y el culto. Pero, al mismo tiempo, siempre he sospechado y creo ahora que protegía el núcleo de su escritura con los lentes tintados de esas gafas.

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El autor de Héroes, aquel extraordinario canto generacional que hoy se relee al calor de la muerte de David Bowie, dio con la expresión justa para una nueva percepción de las cosas, la de la juventud posterior a la Transición y su Desencanto, no llamada ya a las causas heroicas ni siquiera antiheroicas de las generaciones precedentes; sin más perspectivas que la precariedad de un yo borroso, indolente y dolido a la vez, destinado al horizonte único del consumo (de todo lo que entonces y aún hoy puede consumirse). En la muerte definitiva de los grandes relatos generacionales, la fiesta creativa de la Movida había dado paso al resacón de los after. Todo parecía haberse vuelto un gigantesco After.

Loriga apareció entonces como el abanderado de la llamada Generación X, junto a otros como José Ángel Mañas, Benjamín Prado, Lucía Etxebarría, Roger Wolfe o Félix Romeo (incluso Juan Manuel de Prada, ese otro cover umbraliano más ortodoxo). Literatura de lo fragmentario e hipertextual, desde los beatniks al cine, la música popular o la publicidad. Pero cuando hablo de abanderar pienso en su caso en la escena de Tiempos modernos, cuando Charlot recoge un trapo caído del suelo y se convierte así en el emblema de una manifestación (¿sin pretenderlo, sin saber evitarlo por no pararse a escuchar lo que traía detrás, o dejándose envolver en una bandera como en el destino necesario de los tiempos?).

Ahora lo tenemos frente a frente, un cuarto de siglo después. El pelo corto, chaqueta sport sobre una camiseta negra, pantalones estrechos y botines. En el dorso de la mano izquierda asoma el final de un tatuaje, de una longitud calculada para que ningún puño de camisa pudiera llegar a ocultarlo nunca. Gafas oscuras a las ocho de la tarde de un invierno en el que llevamos días sin poder localizar la posición del sol tras las nubes. Sigue fiel al personaje. Descubre enseguida el eco perturbadoramente simétrico de la explanada del Niemeyer y, sin ocasión a más presentaciones, canta: “Qué alegría cuando me dijeron…”. Javier hace las voces por arriba y yo doy los graves. El público que comenzaba a acceder al auditorio y pasaba a nuestro lado sin percatarse sabe ahora que él ya está allí.

Y lo que vengo a preguntarle para abrir el diálogo es algo de eso: hasta qué punto el ruido se apoderó de la voz, o la etiqueta que lo visibilizó no lo ha devorado después, asordinando los matices y el desarrollo de su narrativa. La obra de un autor mucho más libresco y de una cultura literaria quizá más tradicional de lo que mostraban las primeras pruebas indiciales, que remitían a Jim Thompson, Kerouac o Carver, desde James Dean hasta Johny Rotten, de Holden Caulfield a Ziggy Stardust. Sin pensar que Tom Sawyer no es capaz de adivinar aún la profundidad del río, que los héroes nunca escriben su historia. Sin haber reparado en la máscara del autor.   

Las cámaras de la prensa se han ido del escenario en el que ya conversamos. Ttienen que llegar al cierre de edición y Ray Loriga se quita ahora las gafas negras. Quienes lo han retratado como un personaje más de sus obras (hemos sido todos) olvidan esto, su estudio de los caracteres, como parecen despreciar su calidad de página, la plástica de la frase, donde nunca encontraremos el estilo de traductor mediocre a que nos acostumbran muchos otros, la elegancia de su castellano, imperceptible como la verdadera elegancia. Lo pongo ante una frase de sus primeros libros: «No todo lo que encuentran en tus bolsillos es tuyo» (Héroes). —  «No, por supuesto; te hacen ser lo que ellos esperan. Y nadie piensa que la literatura es un fenomenal truco de magia. Te ponen a un cerdo haciendo magia y una chica estupenda ayudándole, y claro, tú miras a la chica. Levantas una mano, pero la otra es la que hace el truco». Algo decidido a enseñar esta noche el truco del oficio, nos irá mostrando al hablar cartas que pocos le habrían supuesto en la baza: Dickens, Albert Camus, María Zambrano, Virginia Woolf, Tennesee Williams, Teresa de Ávila y los místicos. La escondida senda que nos lleva a releer de otra forma a aquellos primeros personajes ante la cárcel del mundo, su deseo de una más alta luz, una sustancia ahora nueva y más madurada. 

Ese es el otro abrazo que también le debo. El que comenzó a abrirse tras haber leído Tokio ya no nos quiere (1999) o Trífero (2000) y se apretaba más con las lecturas de El hombre que inventó Manhattan (2004), Ya solo habla de amor (2008) o Za za, emperador de Ibiza (2014): las novelas en las que la chica ya no es solo la groupie con derecho a portada, una comparsa propiciatoria de la pose del protagonista; las historias que ahora hablan de la crisis de la medianía de edad, de la identidad, del peso de los años, también de los que quedan por venir… Lo que va de David Copperfield, protagonista de novela, a David Copperfield, mago.

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Su obra, toda ella, emerge así en el curso de nuestro diálogo como una tragedia de voluntad y destino. Personajes que lo intentan pero nunca son protagonistas de sus vidas, lastradas por algún remoto oráculo, prejuzgadas. Seres a los que asesinar no les convierte necesariamente en asesinos. Sin embargo, «no se juzga a un hombre por sus actos, sino por su condición» (Trífero). —«Y así es; mis historias descubren la maldad esencial de la bondad de los otros, dispuestos a señalar, a condenar para siempre al que quiere ir por libre». Por ahí acabamos hablando de todo un poco: de la verdad de las mentiras, de la familia, que está bien, y de España, que ahí está. De Ibiza y de Manhattan, del amor, el desamor y la moraleja de su cuento, que es el humor.

No es poco que esta noche hayamos asistido a una lección de anatomía literaria. Pero ahora hay que cerrar y coser el cuerpo, restituir el orden de las cosas. El icono de la cultura pop acaba cantando: a Julio Iglesias, en un calculado descuido; a Tom Waits, para recobrar tono; a Bowie, para volver a ser héroes solo por un día. Después de todo, «a un hombre hay que oírlo […]. Nunca te fíes de un hombre que no hace ruido» (Caídos del cielo). Terminamos con la sensación de haber escuchado a la persona y a su personaje, al que de entrada, confieso, me inquietaba un poco enfrentarme. —«Desengáñate», me dirá luego en la cena, «parecer algo desagradable de mano te hace la mitad del trabajo de caer bien después». No cayó del cielo, pero cuando a medianoche lo despedimos al pie del taxi pasó un ángel. Lo recuerdo, como el Charlie de El hombre que inventó Manhattan, «con diáfana claridad, que es como suelen recordarse las cosas imaginadas».

Eduardo San José es profesor de la Universidad de Oviedo y crítico literario