FOTO: SERGIO PARRA

[PUBLICADA ORIGINALMENTE EL 8 DE MARZO DE 2017] [Después de su paso por Avilés en el mes de marzo, Reina Juana se representa en el Teatro Jovellanos de Gijón el 21 y 22 de julio de 2017 a las 20:30 horas]

El Palacio Valdés recibió este fin de semana, con el cartel de «localidades agotadas» y con ovación final, el montaje Reina Juana, texto de Ernesto Caballero, dirigido por Gerardo Vera, interpretado por Concha Velasco y producido por Grupo Marquina-Siempre Teatro, que desde su estreno en el Teatro Lope de Vega de Sevilla el 7 de abril de 2016, y después de casi dos meses en el Teatro de la Abadía de Madrid, está de gira por toda España.

La expectación se notaba entre los asistentes, no sólo por ver sobre las tablas del coliseo avilesino a una de las actrices más queridas y populares de la escena española, sino también por asistir a la primera función en Asturias de una propuesta que ha cosechado éxito de público y crítica allá donde ha ido, con un teatro que se reencuentra con sus orígenes, prescindiendo del espectáculo para centrarse en una verdad tan íntima como poderosa y cuyos protagonistas indiscutibles son el texto y la interpretación.

En un monólogo de más de hora y media, Concha Velasco se vacía y desaparece para dar vida a uno de los personajes más controvertidos de nuestra Historia, Juana la Loca. Desde el presente narrativo de la confesión que hace Juana I de Castilla ante el jesuita Francisco de Borja (enviado por su nieto Felipe II para despejar las dudas sobre la pureza de fe de su abuela), la Reina Juana nos va contando su vida, desde su niñez hasta el momento presente, la que será su última noche, la madrugada del 11 al 12 de abril de 1555, en el castillo de Tordesillas, donde estaba encerrada. Sola en escena, habla al público de manera directa, mirándole a los ojos, pues ese es el lugar que ocupa el invisible destinatario de su relato, el padre Francisco, de ahí que su confesión privada adquiera de inmediato una dimensión pública, pero sin perder la intimidad y la fragilidad de lo auténtico, y se convierta en testimonio de su verdad, la vivida por ella y contada por ella, sin terceras voces ni construcciones históricas o familiares interesadas. La Reina Juana se confiesa ante su confesor, pero también ante el público, y con él ante la España actual y la memoria que de ella teníamos.

Van pasando por el escenario los momentos más importantes de su historia personal: su infancia, el recuerdo de su abuela, el matrimonio con Felipe de Habsburgo, la rebelión de los comuneros, su maternidad y el sufrimiento por la ausencia de sus hijos, la comezón de los celos, la muerte de su madre, la traición de los suyos cuando firman su incapacidad mental, el encierro y los maltratos de su padre y de su esposo, la muerte de Felipe, el abandono de su hijo Carlos V. Este recorrido en primera persona nos permite reconfigurar la historia de la mujer que esconde el personaje de Juana la Loca y descubrir no sólo los hechos de su vida sino también sus sentimientos, que en muchos casos explican y ayudan a comprender algunas de las conductas estrafalarias que se le imputaron y desde las que, con una base real pero exageradas interesadamente, se construyó un personaje en vida, y luego en la Historia, que fue desdibujando a la persona.

La gran loca histórica se nos muestra en Reina Juana como una genuina y tamizada cuerda, quizá adelantada a su tiempo por saber lo que quería, que no quiso sacrificar su alma por las exigencias de un poder que «corrompe a las personas y las transforma en personas sin alma», y ante el que antepuso su pureza de carácter, la libertad de amar y vivir sus pasiones, y el mantenerse fiel a ellas y a sí misma, y no a «esas poderosas razones de Estado que convierten a los hombres en bestias dañinas».

No obstante, aparece ante nosotros como una hija obediente, que fue educada para gobernar y que aceptó su circunstancia teniendo que sacrificar su infancia, y luego la de sus hijos, y viajando lejos de su madre y de su tierra para casarse con Felipe el Hermoso, acatando sus responsabilidades como Infanta de Castilla. Su oposición no era por tanto a las obligaciones derivadas de su cargo sino a las implicaciones que tenía el poder. Como ella misma expone: «nada ni nadie debiera ser gobernado sin amor. Sin él todo se convierte en algo malo, extranjero, monstruoso». Esa cesión de la pasión, del alma y del amor ante el gobierno fue la que Maquiavelo destacó como esencial en la figura de su padre, el Rey Fernando el Católico, que suponía un modelo de príncipe en la época que precisamente era el que Juana no estaba dispuesta a asumir.

FOTO: SERGIO PARRA

 

Descubrimos también a una mujer enamorada y fiel, que amaba a su marido («ser tú y yo, un árbol con dos troncos y un solo corazón»), que disfrutó de los placeres y pasiones del buen amor, del «asombro ante el descubrimiento de la carne», y que exclamaba con su amado aquello de «bienaventurados los que se entregan en cuerpo y alma en los brazos del prójimo porque de ellos será el reino del amor», aun a riesgo de que sonase atrevido, convencida de que «de este paraíso ni el Dios de los cielos podría expulsarme».

Esta entrega al amor verdadero y a la pasión, de la que no quiere ni entiende que se deba uno defender, la hace sufrir también la dura espera del amor, que refleja citando los versos del poeta Jorge Manrique («Es amor fuerza tan fuerte / que fuerza toda razón; […] una porfía forzosa / que no se puede vencer, / cuya fuerza porfiosa / hacemos más poderosa / queriéndonos defender») y la experiencia letal de los celos, «un sentimiento que lamento y del que me arrepiento. Pero ¿puede ser pecado un sentimiento?». Un amor que llega a enajenarla cuando su marido fallece envenenado por su mismo padre, hasta el punto de no querer separarse de él y decidir vagar por España con su cadáver. Este hecho, y las acciones reprobables derivadas de sus celos, que son las conductas más llamativas y literaturizadas de la vida de este personaje y que más ayudaron a construir su afamada locura, se nos presentan ahora en un contexto, con un coste emocional severo, que no las justifican pero sí las humanizan, y con ello también al personaje.

A esta imagen renovada contribuye igualmente la vivencia que tiene de la maternidad; de hecho, las escenas en las que Juana recuerda a sus hijos quizá sean de las más emotivas del montaje: el parto simulado en escena de su primogénita Leonor, el recuerdo de la infancia de todos sus hijos (Carlos, Isabel, Fernando, María), y en especial lo que supuso la pequeña Catalina, nacida después de la muerte de su padre («su corazón sigue latiendo en mi vientre en el corazoncito de nuestra hija»). Pronto la experiencia feliz de la maternidad se vuelve dolorosa al tener que sufrir la ausencia de sus hijos, la traición de alguno de ellos o el desgarro del arrebato de Catalina; y a todos los exime de culpa alguna por entender que también ellos son víctimas de las circunstancias («pobres hijos míos, condenados como yo a las nobles tareas del gobierno»).

Aunque la Reina Juana nunca quiso gobernar y su opinión es muy crítica con los poderosos, en el montaje se destaca su lealtad incuestionable a la Corona, que se pone a prueba cuando los Comuneros, «esos jóvenes que querían cambiar el mundo», Maldonado, Bravo y Padilla, de los que habla con cariño e incluso admiración, y con los que parecían comulgar más sus sentimientos, intentan que se rebele contra el emperador y se convierta en su Reina. Lo mismo que no la hace sucumbir ante el poder tampoco la permite obrar de ese modo: «Yo, Juana la Loca, la terrible, pero sin perder el alma incluso cuando los jóvenes comuneros de Castilla me alentaban para ser Reina».

Existe en ella un amor a la tierra y una asunción de responsabilidades derivadas de su condición de heredera, pero nunca una fe tan ciega, ni por la patria ni por la religión, que nublase sus sentimientos más puros o sus propios pensamientos. Así, Juana I de Castilla se pregunta «cuándo se convierte uno en extranjero» si ella pudo sentirse feliz en un país extraño como Flandes y desdichada en la que es su tierra. Refleja el espíritu de la modernidad en ese sentido al vivir con ilusión y felicidad su nueva patria sin que eso suponga un menoscabo del amor al hogar. Después de todo, «en el momento de nacer todos nacemos extranjeros en un mundo que no nos pertenece». Y del mismo modo, aunque sabe que se duda de su pureza religiosa por pensar como piensa, ser como es y amar como ama, se confiesa como una mujer capaz de ver la luz santa en las personas que obran desde la bondad y alejarse de las que desprenden oscuridad.

La fuerza de carácter de esta mujer y su coherencia interna, junto con la humanización del personaje, su modernidad y sobre todo la bondad que rige su pensamiento y sus acciones a pesar de su condición de víctima de traiciones, mentiras, maltratos y sufrimientos, por parte de tres hombres a los que ella quería (su marido Felipe el Hermoso, su padre Fernando el Católico y su hijo el Emperador Carlos), a los que se suma también su nieto Felipe II el Inquisidor, para quien es en definitiva esta confesión, logran poner en jaque la imagen de desequilibrada con la que siempre se ha construido al personaje y hacer visible a una mujer que su familia y la Historia convirtieron en invisible. Como ella misma dice, «invisible como esposa, invisible como reina, invisible como mujer».

FOTO: SERGIO PARRA

 

La intensidad del texto de Ernesto Caballero, un monólogo de altura poética, de verdad teatral e históricamente revelador; la interpretación de una Concha Velasco completa, más próxima a Teresa de Jesús que a la chica Yeyé o de la Cruz Roja, pero en la que se pueden ver perfiles de toda su dilatada carrera, los trágicos y más dramáticos, pero también los cómicos y poéticos; y la dramaturgia de Gerardo Vera, de inteligente aliento shakespeareano, la liberan de su largo encierro y la hacen aparecer ante el público de toda España en este montaje que no sólo venga su memoria sino también la de tantas mujeres silenciadas. Cuando conocemos su confesión, y con ella su verdad, el personaje de Juana la Loca se desvanece para dejar paso a la persona, a Juana, que lo único que quería era vivir su amor, sus hijos y su tierra con alegría y felicidad, sin las presiones que suponía la lucha de poderes de todo su entorno, para la que una persona tan pura y pasional no era sino una molestia. Su pecado fue ser como era: buena, coherente, rebelde, extravagante y pasional. Algo que se salía de lo normal y más en su entorno, y de lo prudente, y a lo que se le dio en llamar locura, antes y ahora.

La contemporaneidad del personaje, no voluntaria en Juana I de Castilla, pero amplificada por la interpretación de la actriz Concha Velasco, atrae al espectador, que acepta su verdad, y conecta con todo tipo de público. La fortaleza que transpira el personaje de Juana para sobrellevar los infortunios que le depara la vida y las consecuencias físicas y psicológicas de las intrigas de Estado es irresistible, más aún que las lecturas románticas de la loca de amor, desde luego.

Todo el montaje es en sí mismo irresistible. Atrae por su principio de justicia poética para con el personaje, pero también por crear un momento escénico de gran potencia, belleza, sensibilidad y verdad. Los necesarios saltos en el tiempo y en el espacio que implica el relato de una vida en escena, desde la Tordesillas presente a su infancia en Laredo, los viajes en barco, los tiempos en Flandes, la llegada a Toledo, sus encierros varios, se trasladan al espectador a través de la palabra pero con la ayuda de la videoescena de Álvaro Luna, con proyecciones de de personajes que habitan con Juana, y con los que habla, a los que ella llama «mi santa compaña familiar», o de espacios que ambientan los recuerdos, de imágenes y sonidos de un mar en tormenta, de una batalla, de rumores de las dueñas o de unas campanas, que consiguen un toque expresionista en el escenario que evoca la estética del cine en blanco y negro. El espacio sonoro de Raúl Bustillo, ambiental o musical (Bach, motetes de Josquin des Prés), ayuda a reconstruir los sentimientos de cada uno de los momentos que revive el personaje, además del eficaz tratamiento en eco o distorsión de la voz de la actriz cuando el texto reproduce un estilo directo del pasado.

Mención aparte merece el trabajo de iluminación de Juanjo Llorens, tan delicado como intenso, dominando a la perfección la técnica del claroscuro, especialmente eficaz en una escenografía tan pretendidamente ascética, como la que diseñan Alejandro Andújar y el propio Gerardo Vera, a juego con el vestuario, también de Andújar, con un fondo en tablas de madera oscura con tres paños, sin más atrezzo que un camastro de madera, unas telas, un reclinatorio y un vaso de agua. Una luz de tonalidad variable, blanca o macilenta, ilumina sectores puntuales donde se halla en ese momento la voz del relato, la emoción, el recuerdo, intensificando y subrayando el protagonismo indiscutible de la interpretación arraigada en el sentimiento y la verdad de la palabra. Es la luz el otro ser que habita el escenario, que se mueve en él y da vida; entra en escena por la derecha o por la izquierda, desde la ventana o por la puerta, en forma de rayo luminoso o de haces de luz intensa; aparece amarilla y tamizada desde abajo, desde la ultratumba bajo el camastro, o luminosa y blanca, cayendo desde arriba sobre la actriz, y elevando al personaje a categoría divina, como llamado por ese Dios que elige el momento final de cada vida. Este protagonismo de la luz se consolida en el cierre del montaje, donde Juana y su luz, la luz santa que ella veía en otras personas, se apagan al unísono.

Este podría ser perfectamente su epitafio: «Oficialmente estaba loca. Me estaban volviendo loca. Porque somos espejos que devolvemos la imagen que esperan de nosotros. Y yo les he complacido». El pecado original para Juana no era la locura; «la peor culpa es si encerramos el alma. La vida nos duele porque sigue ahí. La vida esperando. La vida pudriéndose».

Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com