Vista general de las cocheras del Palacio del Duque del Parque durante el homenaje a Richard Ford. Foto: ©FPA | Iván Martínez (Fotografías)

Hay cierta poética americana que emparenta el acto de creación con el trabajo físico, duro, diario. Y al creador, al autor, con un ser humano enfrentado a labores manuales más o menos penosas: picar piedra, cortar el árbol, matar al oso. Es, sí, la herencia del pionero americano, que ha impregnado buena parte de la mejor literatura americana del siglo XX pero también de otras artes: la pintura, el cine, la música. De todo eso, con el pretexto de rendir homenaje al Premio Princesa de Asturias de las Letras de este año, Richard Ford, fue el concierto «Canciones para gente (moderadamente) feliz”, celebrado en la tarde del pasado sábado en Oviedo en el espacio singular de las cocheras del Palacio del Marqués de San Feliz, uno de los edificios nobiliarios más hermosos de Asturias que abría, así, por primera vez alguna de sus estancias al gran público, sin poder dejar de pensar algunos, parafraseando a Cohen, aquello de “primero tomaremos las cocheras; luego tomaremos el jardín”.

Espacios al margen, la virtud del homenaje a Ford que condujo con maestría ceremoniosa (MC) el cantautor, hombre de radio y ciudadano imprescindible Pablo Moro, fue varia. Por una parte, la idea de emparentar un repertorio de canciones propias y ajenas con algunos textos de Ford y componer un mosaico sobre determinada poética americana clásica del siglo XX de esa que podría encerrarse en un cuadro de Hopper o de Wyeth se desarrolló con lujo y maestría, apoyada por unos efectivos visuales found-footage / american-way-of-life de los Fiun, siempre tan afinados. Por otra, claro, se habló bastante y se leyó algo de Richard Ford, sembrando la semilla para adentrarse por primera vez o retomar, según los casos, obras tan poderosas como Canadá, Acción de Gracias, El día de la independencia o El periodista deportivo. Una tercera virtud, quizá colateral pero muy poderosa en su puesta en escena, fue la de celebrar la escena musical en el sentido de la épica mínima cotidiana del oficio. Como el del escritor, éste también es un trabajo diario duro, de fondo, como el de Ford golpeando todas las mañanas ese saco de boxeo según la anécdota relatada por Fee Reega durante el recital. Todos los que desfilaron por las cocheras del palacio del Duque del Parque son, en mayor o menor medida, supervivientes de un oficio honrado, esencial y nada fácil. Y verlos en pie, un día más, en la lucha diaria, fue también un ejercicio necesario de orgullo y vindicación para trabajadores tan excepcionales y que tanto han dado al público asturiano como son Javi Méndez, Wilón de Calle, Álvaro Bárcena o Jacobo de Miguel, cuatro pilares imprescindibles de la música asturiana, músicos obligados a los malabares del pluriempleo, a la interminable carga y descarga, a la carretera y al rigor honesto del carpintero cuando se encienden las luces del escenario y empieza el espectáculo. Ellos fueron la impecable banda base que acompañó a casi todos los invitados en las diez canciones más el bis. Del resto de invitados se puede decir lo mismo y añadir que la suma de todos ellos, cuarta virtud, trazó una interesante radiografía del aquí y ahora en la escena musical. Estaban los de Oviedo y los de Gijón. También los de Avilés y hasta los de Pittsburgh o Balingen ya nacionalizados. Estaban los indies, los del rock, los del pop-rock, los cantautores, los del jazz y los del blues. Y estaban también varias generaciones, desde los últimos ochenta hasta los que empezaron hace cuatro años. Al ponerlos a todos juntos a desfilar, no hubo disonancias ni chirridos. Al revés, dejó en el aire la inquietante pregunta de por qué no se juntan más, por qué no entierran con más frecuencia las etiquetas, por qué, si la mezcla es tan buena, no se dejan hacer y se dan más al mestizaje.

Igor Paskual, introduciendo su interpretación de "Blue Hotel" de Chris Isaak. / Foto: ©FPA | Iván Martínez (Fotografías)
Igor Paskual, introduciendo su interpretación de «Blue Hotel» de Chris Isaak. / Foto: ©FPA | Iván Martínez (Fotografías)

 

Luego, claro, están las singularidades de cada uno. Y eso también se disfrutó. Alfredo González salió a lo crooner en una acertadísima versión en castellano del For every man de Jackson Browne; Nacho Álvarez se abrazó a su querido Tom Waits para hacer una Jersey Girl despojada y algo cínica; Michael Lee Wolfe tiró de lo que mejor sabe hacer, el territorio del blues, con Last boxcar song, de cosecha propia, arropado por Puri Penín; también de lo suyo (Ahora) trajeron el exquisito dúo Elle Belga, esta vez crecidos con la banda; Jorge Otero redujo para la ocasión a sus Stormy Mondays a su guitarra, su voz y la batería de Danny Montgomery, y le bastó para una soberbia interpretación de su Talking in my sleep; Igor Paskual, vestido para tripular el Yellow Submarine y siempre exultante, cantó a los hoteles de paso a través del repertorio de Chris Isaak con Blue Hotel; Fee Reega, hierática y feroz, cantó The Boxer de Simon & Garfunkel; Sandra, la voz impecable de Alexandra in Grey, aterrizó con catarro y voz mermada en las cocheras del Fontán, pero su intepretación de Canadá, composición propia, descubrió una textura vocal igual de prodigiosa pero distinta, y el público bendijo la enfermedad cuando permite que sucedan estas cosas; Alberto & García firmaron una impresionante versión de The Weight de The Band, a la altura del original, resucitando la intensidad con la que se cantaba en 1968; y Pablo Moro, genio y figura durante todo el recital, elevó la épica hasta esa cima del mundo songwriter que se llama Bruce Springsteen con Thunder Road.

Todos los músicos participantes en el homenaje a Richard Ford, al final del recital, interpretando "Like a rolling stone". / Foto: ©FPA | Iván Martínez (Fotografías)
Todos los músicos participantes en el homenaje a Richard Ford, al final del recital, interpretando «Like a rolling stone». / Foto: ©FPA | Iván Martínez (Fotografías)

 

Por aquello del bis y por, quinta virtud, dejar claro que la canción es poesía y literatura, que Dylan es El Bardo sin necesidad del Nobel ni el Príncipe de las Artes del 2007, que la Fundación golpeó antes y dos veces cuando dio el de las letras a Cohen y que, vaya, había que cogerse de la mano y darle a Ford y a las cocheras un broche a la altura de las grandes circunstancias, sonó una versión comunal del Like a rolling stone. Y el personal salió feliz, y los músicos se fueron a cargar y a tomar una rápida, y estuvo muy bien.