En aquella película, ‘Actrices’, las dos, Nuria Espert y Rosa María Sardá, estaban espléndidas (también Anna Lizaran, no la olvido), representando, en cierto modo y bajo la mirada cómplice de Ventura Pons, sus propias trayectorias profesionales. La gran dama del teatro y la actriz que se había entregado al humor y a la televisión (¡como si eso fuese algo menor!). Es una de las grandes interpretaciones de la extensa carrera de la Sardá porque, entre otras cosas, lleva a cabo de manera rotunda lo mejor que supo hacer: reírse de todo, empezando por ella misma. Ahí, en esa película repleta de escenas memorables (recordemos cuando Sardá imita a Espert, creyendo que ésta no presencia la escena), queda ampliamente demostrado.

Rosa María Sardá podía mover una ceja y toda la ironía y el sarcasmo del mundo se concentraban allí. Ese leve movimiento de la ceja, con toda la ironía y el sarcasmo a cuestas, también podía llevarte a la carcajada. O, llegado el caso, a la lágrima, que nunca se sabe. No necesitaba otro movimiento, ni otro gesto, ni siquiera pronunciar una palabra, aunque luego la pronunciase. Aunque luego las pronunciase todas. Tan enorme era su arte. Basta recordar, en este sentido, sus presentaciones de la gala de los Goya (nadie la ha superado todavía) y sus intervenciones en el programa de televisión ‘Ahí te quiero ver’. Todo un clásico del buen hacer televisivo. Otros tiempos. Los de nuestra juventud. Los tiempos en los que parecía que las cosas se podían hacer de otra manera, lejos de la chabacanada, la mediocridad y el griterío actuales. Ella así lo demostró. Había talento y había una amplia cultura detrás que le había servido de inspiración. Un puñado de poderosas cómicas americanas podían estar entre aquellas influencias. Ustedes ya saben. O imaginan sin dificultad.

La ternura era otro de sus fuertes. La ternura en medio de lo cotidiano, del desamparo, de la fragilidad. La ternura que brota del ser humano en las situaciones menos complacientes de la vida. La ternura, a secas. Porque la ternura casi nunca necesita otra palabra que la acompañe. Quizá, en este sentido, su papel en ‘Anita no pierde el tren’, también a las órdenes de Ventura Pons, sea el mejor ejemplo posible. Aquí, más que la ceja, eran los ojos los que lo decían todo. Esos ojos que ella, tras las cámaras, ocultaba siempre con sus oscuras gafas de sol. Como si, en cierta manera, los reservase para entregarse a lo mejor que sabía hacer: interpretar.

Hizo teatro, hizo televisión, hizo cine. Y todo lo hizo bien, aunque no siempre la historia estuviese a su altura, no vamos a poner hoy ejemplos. Suele pasar, por otro lado, en las actrices que destacan de modo natural. En esas actrices en las que el foco considera imposible apartarse de ellas. La luz que busca la luz. La luz que es imposible apartar, ocultar, eliminar. Esa otra luz prodigiosa.

Amaba el tabaco, la vida, la cultura, la coherencia política y a Jessica Lange, su actriz favorita. Y se ha ido sin apenas hacer ruido en este año terrible, como si todo, incluso la muerte, fuese una cosa sin importancia.

Los teatros, hoy cerrados por la maldita pandemia, deberían encender las luces en su honor. Luces y silencio. Con eso sería suficiente. El aplauso unánime del público y de la profesión hace años que estaba en sus manos.

Ovidio Parades es escritor
@ovidioparades