La nostalgia se parece a un músculo en que tiene sus movimientos reflejos. A mí, por ejemplo, se me pone cara de cretino viendo a Shirley MacLaine. Disfruto de sus apariciones en pantalla como un crío con un plato de espaguetis con tomate, todo desde que mi abuelo me dejó ver Dos mulas y una mujer cuando tenía siete años. A mi abuelo le hacía gracia que una monja mangoneara a Clint, pero yo, que ya era capaz de apreciar las bellezas atípicas e ingobernables, pensaba que lo raro hubiera sido lo contrario. Hace poco, un fin de semana que estaba solo y algo mohíno, decidí montarme un ciclo de MacLaine en el sofá. Compré cerveza y programé Dos mulas…, Irma la Dulce, El apartamento y una comedia menos conocida de 1979 que se titula Bienvenido Mr. Chance.
Impish Shirley se lleva una cuota satisfactoria de planos en esta última, pero la película pertenece por completo a Peter Sellers en el papel de un jardinero de pocas palabras y menos luces todavía. Este jardinero (Chance) vive pegado a la televisión: la enciende cuando se levanta por la mañana y no la apaga hasta que se acuesta. Vive, trabaja y come en un trance catódico ininterrumpido, imitando los gestos que ve en pantalla, cambiando compulsivamente de canal, hasta que la muerte de su patrón le obliga a abandonar la casa donde ha estado recluido la vida entera y enfrentarse al mundo real. Apenas da cuatro pasos por la calle le ponen una navaja en la cara, y Chance, con la sangre fría y el gesto imperturbable propios de la feliz ignorancia, desenfunda el mando a distancia e intenta cambiar de canal.
Ayer me pasó algo parecido –psicomotrizmente hablando– mientras dibujaba. Tiré una línea en falso, y mi reacción fue pulsar CTRL+Z en el teclado del portátil sin que mediara ningún pensamiento consciente. El comando CTRL+Z (deshacer) funciona como una especie de máquina del tiempo: si estoy escribiendo y elimino un párrafo entero sin querer, CTRL+Z lo restaura; si estoy trabajando en un dibujo digital y me arrepiento del color que acabo de aplicar, CTRL+Z lo devuelve a la paleta sin dejar rastro en el área de trabajo. Es un seguro de vida para el obrero virtual, pero inútil cuando estás dibujando a la antigua, con lápiz y papel, como era el caso. El jardinero Chance salió ileso del atraco, pero el mundo real-real no suele vender pólizas a gañanes.
La memoria muscular, o la capacidad de moverse de forma automática en contextos familiares, es lo que provoca lapsus como éstos. Es una herramienta potente, pero se lleva regular con la tecnología y especialmente mal con la realidad 2.0, donde el mismo gesto del dedo índice sirve para pagar la cuenta, tirar los tejos o hacer la revolución desde un foro virtual. Una vez te acostumbras empiezas a hacer cosas raras cuando no hay teclados o pantallas táctiles de por medio, y cabe pensar que las nuevas generaciones harán cosas todavía más raras. Hace tiempo estaba leyendo un libro en una terraza y había una niña de tres o cuatro años que no dejaba de poner caras y hacer posturitas delante de mí. En cuanto comprendí que la criatura estaba acostumbrada a posar cuando la apuntaban con una cosa rectangular, mi libro en este caso, le pedí que no se moviera y dije ‘clic’. La niña quedó satisfecha y se fue a incordiar a otra parte.
Más pronto que tarde en la vida, todos acabamos conviviendo con tecnologías que amenazan con pervertir y malograr el mundo que nos hizo y educó, e incluso habrá veces que sentiremos que hemos perdido calidad como personas. Nos pondremos de un ludita insufrible y empezaremos con el cantar de que antes las cosas se hacían en condiciones y ahora no, pero esa forma de verlo, aparte de ser disfemística y hortera, nos hace un flaco favor. Al fin y al cabo, traicionar costumbres también es una costumbre con mucho arraigo. La memoria muscular, además, funciona en ambos sentidos. Sin ir más lejos, y ya que me estoy ofreciendo como sujeto de pruebas, ayer utilicé mi teléfono móvil para no perder la página de la novela mientras tomaba unas notas en mi libreta. Cogí lo que tenía más a mano, sin pensar, tanto que después anduve cinco o diez minutos buscando el móvil por casa. Al final lo encontré dentro del libro, relegado por mi instinto motor a una función humillante para la cual suelo utilizar dispositivos bastante menos sofisticados, como tickets de compra, billetes de tren o una foto de Thomas Bernhard comiéndose un helado. Punto y set para mi yo analógico.
La novela, por cierto, era Los reconocimientos, de William Gaddis, cuyo personaje principal es un falsificador de cuadros experto en técnicas y materiales. Entre otras cuestiones de calado variable incluye una disertación sobre el arte contemporáneo y cómo los óleos industriales han desvirtuado por completo la esencia del oficio. Y es verdad que ya no se pinta como antes, aunque antes tampoco se pintaba como antes. También hay gente que se queja de que ya no se escriben guiones como los de Wilder ni se componen bandas sonoras como las de Morricone. Probablemente no es del todo así, pero supongo que es legítimo sentir morriña por una época que nos dio genios como ellos, o como el que tuvo la idea de vestir a la gran Shirley MacLaine de monja y montarla en un borrico.
Alejandro Basteiro es escritor y dibujante
alejandrobasteiro.es / @lapiedradezo