Que la música, como gran parte de todo lo realmente interesante, no sirva para nada no quiere decir que la música sea inútil. Quiere decir que la música no sirve para nada. El funcionalismo es una forma de pensar según la cual la utilidad a que algo se destina es su razón de ser y la explicación de qué y cómo es. El funcionalismo funciona bien hasta cierto punto: está bien, por ejemplo, para entender que la forma de un martillo la explica su relación con los clavos, la de un destornillador con los tornillos o, ejemplo estrella de los funcionalistas más aplicados, la de los sacacorchos con los corchos [1]. De todos modos, incluso en casos como estos ocurre que, por su forma, un martillo, un destornillador o un sacacorchos puede sacarnos de apuros en que nada pintan clavos, tornillos y corchos. Además, existen cosas tan curiosas como los nudos, o como el lenguaje, que uno puede usar casi para cualquier cosa que se proponga: desde fijar las sujeciones de una tienda de campaña hasta ajustar las defensas laterales de un yate, pasando por conectar los anzuelos a la línea de pesca; o desde presentar una queja al defensor del consumidor hasta explicar la receta del bacalao al club ranero, pasando por llevar la cuenta de lo que me falta por comprar en el supermercado. La cabuyería y la lingüística son artes que se atienen mal al pensamiento funcionalista [2].
Y la música, ¿para qué sirve? ¿Es realmente algo que no sirve para nada? Recordemos el arranque: no servir para nada no significa ser inútil; no servir para nada significa no servir para nada – añado ahora – en particular. Es decir, como las sogas, los soguines y las lenguas. La música, pues, se parece más a un ballestrinque, a una zarpa de gato, al inglés o al turco, que a un sacacorchos o a un destornillador: o sea, como las lenguas o los nudos, sirve un poco para todo, aunque para nada en concreto. Manifiesta eso que tan hermosamente nombraba el genial Joan Brossa como «la utilitat de la inutilitat» [3]. Esta es la primera parte de mi ¿explicación?, pero no la más importante.
Como, en el fondo, la atribución de funciones a las cosas es algo así como una compulsión mental, quiero dar otra vuelta de tuerca al asunto. Es decir, ya que nos cuesta tanto no ver funciones asomando un poco por todas partes, quiero sugerir que, al menos, pensemos en ellas como algo diferente a lo que solemos pensar. Como sugerí arriba, en los casos menos problemáticos la función deriva de la relación que vincula artefactos como los destornilladores o los sacacorchos con objetos como los tornillos o los corchos. Desde este punto de vista, una función es una relación, lo que resulta muy acertado, por cierto, desde un punto de vista matemático. Sin embargo, a partir de esta conclusión tan aparentemente inocua, empiezan a acumularse los problemas. Son varios, en realidad, pero podemos unificarlos y resumirlos en la tendencia a apreciar la función como un «valor» y al valor, a su vez, como algo «consustancial» a un portador. De este modo, damos carta de naturaleza a algo que no es nada en sí mismo, con el eficaz refuerzo de haberlo transformado en algo así como una «esencia»: el martillo deja de existir si lo separamos de su función percutora un poco como un ser humano deja de ser tal si lo separamos de su alma. La función es el alma de las cosas. Lo que está muy bien para quien siga abrazando un dualismo a la antigua usanza, aunque totalmente extemporáneo (anoten: el funcionalismo al uso es una forma de dualismo cartesiano). Me propongo sugerir una alternativa, respetuosa con la compulsión de pensar en términos funcionales, pero liberada de sus peores inconvenientes. Será de la manera más breve posible, para volver cuanto antes a hablar de música, que es lo que realmente importa.
El problema del pensamiento funcionalista, en mi opinión, es que limita injustificadamente las relaciones que algo puede contraer con alguna otra cosa. Por ejemplo, que los martillos o lo destornilladores sean algo que se relacionan esencialmente con clavos y tornillos. Lo cierto es que los martillos y los destornilladores se relacionan también (o para empezar) con sus usuarios y, a través de estos, con vete tú a saber con qué. En ciertas manos, los martillos y los destornilladores pueden ser armas letales; en mi imaginación, partes del equipo de divertidos deportes olímpicos, paraolímpicos, de exhibición o tradicionales. Y así sucesivamente. Es propio de cualquier artefacto, y aquí podemos dar cabida a las producciones artísticas, tan artefactos como los que más, una capacidad de relación mucho, muchísimo más amplia y abierta de lo que solemos suponerles. Y ahora sí, de vuelta a la música.
La música es un extraordinario ejemplo de algo con lo que es posible relacionarse de muchas maneras diferentes. Hay quien la compone, quien la trabaja técnicamente, quien la interpreta, quien la escucha, quien la baila, quien la critica… La música es un maravilloso e interminable tema de conversación, que moviliza tertulianos o simplemente une a amigos. La música es terapia. La música es bandera de los más diversos sentimientos (algunos indeseables, la verdad) bajo la forma de himnos. La música, dicen, parió a la poesía – y yo creo que, entre ambas, al lenguaje mismo, tal como hoy lo conocemos y hablamos, pero esta es otra historia [4] – y quien canta, inevitablemente, canta poemas. En mi caso, la mayor de las sorpresas que me he llevado con la música – en tiempos relativamente recientes, aunque me alimento de ella desde niño – es que es el asunto que me ha llevado a ejercer con una facilidad insospechada un tipo de escritura, entre literaria y filosófica, de la que nunca me había creído capaz. Y esta es una (una más) de las funciones que hace que la música sea lo que es para mí. Nada consigue moverme a pensar y a escribir como la música. Y pensando y escribiendo sobre música, consigo pensar y escribir simultáneamente sobre casi cualquier cosa que me interesa. Para mí, al menos, la música funciona como un catalizador de las reacciones químicas en que se basa mi pensamiento.
Comencé este texto como una diatriba (del fr. diatribe, y este del gr. διατριβή diatribḗ ‘debate’ – nos informa DLE™) antifuncionalista, en el sentido de que el funcionalismo denota una cierta estrechez del pensamiento ordinario. Podemos relacionarnos con casi cualquier cosa de muchísimas más formas que la creencia en una función asociada a ella, como si fuese su alma, nos lleva a pensar. Así liberada de su función, también sucede que casi cualquier cosa es algo más amplio, y más importante en el fondo, de lo que estamos acostumbrados a ver. Esto es muy claro en el caso de la música. La gran multiplicidad de formas que diferentes personas, o la misma persona en el mismo o en diferentes momentos, tienen de relacionarse con ella permite que podamos atribuirle un modo de existir (una caracterización ontológica, para quien guste de la jerga filosófica [5]) bastante más rico que cualquiera de los que suelen servir de respuesta a la pregunta de qué es la música.
Lo más común es considerar la música, de un lado, como eso que resulta de los procesos de composición e interpretación/transmisión de sus creadores/ejecutores; algo, de otro lado, capaz de instigar respuestas sensoriales en quien sea que se encuentre en su radio de acción causal – eso que Adorno enfatizaba hablando de la «realidad de la música» o «la cosa en sí misma» que es la música [6]. Podríamos llamar a esta la interpretación causal de la música, en el sentido de que la caracteriza como ese algo localizado en la encrucijada casual entre la producción antecedente y la recepción consecuente. Una variante algo más sofisticada de la misma interpretación reclamaría poder atribuir a ese algo un tipo de identidad resistente a los procedimientos de registro y almacenamiento pretecnológicos (partituras) y tecnológicos (insértese aquí toda la saga de la revolución fonográfica y post-fonográfica [7]). Se trataría simplemente (¿simplemente?) de atribuir a ese algo la capacidad de desplazarse por la escala que lleva de los abstracto a lo concreto (del type al token, para los amigos de la lógica y la semiótica) sin perder su identidad. Sin embargo, ya se sabe que el pensamiento causal no salió bien parado de la deconstrucción de Hume y que el dualismo type/token exuda una cierta liquidez cartesiana. Vale la pena intentar una comprensión de lo que es la música más a la altura de los tiempos.
Puesto que he liquidado el concepto de «función» como relevante al caso, me veo liberado de basar mi comprensión de la música en aquello para lo que, en general, sirve. Para Darwin y varios de sus seguidores más imaginativos de ayer y hoy, por ejemplo, la música es un muestrario de la capacidad de dispendio energético masculino al servicio de la capacidad selectiva de la hembra (en pocas palabras, algo así como un «selector sexual»; el incrédulo, puede visitar [8], si no directamente El origen del hombre y la evolución con relación al sexo, se pasa a menudo por alto que el título es bimembre). Pero esta es una de esas hipótesis, de dudosa verificabilidad, que en realidad plantea más problemas que explicaciones. Y no es que dude que a los buenos cantantes les pueda ir mejor que a mí en la materia en cuestión, ni que la habilidad haya podido tener su importancia en el curso evolutivo de la evolución humana. Es verdad que el propio Darwin sugirió que una determinada función adaptativa podía ser el anticipo (o preadaptación) de alguna otra función futura. En el caso de la música, casi todas las propuestas parecen pasar por el carácter ritual, trascendente y, en último término, capaz de actuar como una especie de pegamento social de los eventos musicales. Es una línea de pensamiento que se mantiene viva, alimentada desde el siglo XX por el prestigio de autores como Walter Benjamin o Theodor Adorno – el Dúo Benidorm, si se me permite como apelativo cariñoso –. El joven y brillante pianista Martin García lo expresaba así hace pocos días en El País (19.08.23), intentando limar un tanto el elitismo de las tesis de los alemanes:
«Dar un concierto es un rito, un rito espiritual, nada dogmático ni religioso, pero un rito. Con su lenguaje, su propia forma. Existe aún ese prejuicio elitista sobre las salas de conciertos, aunque hoy en día menos. Me gusta pensar que el acontecimiento y la música conservan una abstracción, una pureza».
Pero tratar de conjugar todas estas ideas es un poco como arrojar al aire todas las utilidades que a uno se le pueda ocurrir que la música tiene (adormecer a los bebés, molestar a los vecinos, rivalizar por la mejor verbena del año, dar la bienvenida a tal o cual mandatario, dar acompañamiento a los ritos religiosos, vidilla a una película, etc., etc.) y quedarse con la primera que conseguimos atrapar en nuestras manos. Por eso, considero muy superior la alternativa de pensar en los tan diferentes modos de relacionarse con uno (o con muchos unos al mismo tiempo) a que la música se presta. Incluyendo la gran cantidad de «cosas estúpidas que los seres humanos hacemos con ella» (El País, 19.08.23), frase del arriba referido Martín García, que suscribo al cien por cien, aunque desde un sistema de valores bastante diferente al suyo.
Así, la música existe como una compleja y heterogénea red sin límites precisos. Es algo se crea, se interpreta, se reinterpreta, se escucha, se baila, se memoriza, se rememora, se graba, se distribuye, se vende y se compra, se colecciona, gana polvo, se desempolva, se comenta, se critica, se comparte, se intercambia, se dispensa como un ambientador, se inhala como una medicina… En cualquiera de esos momentos, está tan presente (es tan lo que es) como en cualquiera de los demás. La música es, en el fondo, una de las mejores manifestaciones de lo que hoy conocemos como «mente corporeizada y extendida» [9], es decir, algo que, aunque en último término enraizado en ciertos circuitos de nuestro cerebro, se ramifica un poco por todo este órgano, traspasa sus límites y alcanza buena parte del resto de nuestro cuerpo, nos pone en contacto con otros cuerpos y nos proyecta por todo el ambiente que nos rodea. Es pura mente extendida (es puramente extendida). No es «música» (es decir, no se sabe muy bien qué) más una serie de aditamentos con que compone un conglomerado más extenso: es el conglomerado en toda su extensión.
Al componerla, al interpretarla, al reproducirla, al comprarla o regalarla, al darle la vuelta a un disco, al bailarla, al pensar, escribir o discutir sobre ella… hacemos/somos música. A veces, se dan raros momentos en que conseguimos ser nada más que música.
[1] Lawrence Shapiro. 2005. The mind incarnate, MIT Press.
[2] Sergio Balari y Guillermo Lorenzo. 2010. «¿Para qué sirve un ballestrinque? Reflexiones sobre el funcionamiento de artefactos y organismos en un mundo sin funciones», Teorema. Revista Internacional de Filosofía 3, 57-76.
[3] Joan Brossa. 1998. «Epíleg», La memoria encesa. Mosaic antològic, Barcanova.
[4] Guillermo Lorenzo. 2020. «La literatura: creoda generativa del lenguaje (o algo lo bastante parecido)», en Javier García Rodríguez (ed.), Intersecciones. Relaciones de la literatura y la teoría, pp. 111-155, Ediciones de la Universidad de Oviedo.
[5] Ben Caplan y Carl Matheson. 2011. «Ontology», en Andrew Kania y Theodore Gracyk (eds.), The Routledge companion to philosophy and music, pp. 38-47, Taylor and Francis.
[6] Theodor W. Adorno. 2009. Current of music. Polity Press.
[7] Greg Milner. 2009. El sonido y la perfección. Una historia de la música grabada, Lovemonk [2015].
[8] Guillermo Lorenzo. 2023. La tenista esquimal contra el eterno masculino. Música minúscula frente al canon patriarcal, La Vorágine.
[9] Andy Clark y David Chalmers. 1998. «The extended mind». Analysis 58, 7-19; George Lakoff .1999. Philosophy in the flesh: The embodied mind and its challenge to Western thought, Basic Books.
Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo