De verdad que hice lo que pude, pero cuando visité el museo de Munch en Oslo salí insensible a la estética y el tormento del maestro expresionista. Al salir me preguntaba si aquello –un control de acceso casi más estricto que el del aeropuerto de Rygge, paredones ciclópeos a medio llenar– no era mucho tablao para tan poco flamenco. Y no me refiero en este caso a la importancia histórica del artista, que no pretendo cuestionar, sino al volumen y la relevancia del material expuesto el día de mi visita en septiembre de 2011. La verdad es que nunca me he sentido atraído por la obra de Munch y aquella mañana, sentado en un banco del Jardín Botánico mientras sorbía agua con sabor a pera de un botellín de plástico, sentí que fraguaban de golpe mi antipatía por el pintor y el prejuicio de que aquella ciudad no tenía mucho arte que ofrecer.
Como no tenía actividades programadas para el resto de la mañana, di un paseo bajo la lluvia. Hasta los noruegos, iba pensando, tuvieron que enterarse por la prensa de que Munch era un artista de talla mundial. Durante mucho tiempo lo tuvieron por un buen pintor local, si acaso un poco excéntrico, pero su trascendencia los cogió con el pie cambiado. No es de extrañar si tenemos en cuenta el exquisito sentido de la discreción que tienen en ese país, al menos en comparación con el defrentismo ibérico que tanto enorgullece a algunos. En la Grev Wedels Plass, una valquiria a caballo pertrechada con kevlar y arma reglamentaria pasa desapercibida a los nativos, la melena dorada en un nudo compacto sobre la nuca; las caras y las flores que se ven por la calle resplandecen y se arrugan cuando les toca, sin estridencias: apenas un arreglo modesto o un poco de lápiz de ojos; y en el atracadero de Akershus Festning un crucero de doscientos metros de eslora empequeñece el castillo vecino sin que nadie se pare a prestarle atención. Parece que los noruegos tienen una especie de ley no escrita para contravenir el exceso. Satisfechos en su parcela del mundo, expertos en ponerle sordina a lo extraordinario.
Cuando empezó a arreciar la lluvia di con mis huesos en la Galería Nacional (Nasjonalmuseet) y me pareció un buen sitio para cobijarme. Dentro encontré algunas sorpresas tan agradables como los óleos En el mes de junio (Laurits Andersen Ring) y La princesa quitándole piojos al trol (Kittelsen), y también una pequeña escena inquisitorial de Goya, pero lo que más llamó mi atención fue una escultura de bronce que ocupaba el centro de una de las salas y representaba a una madre en cuclillas abrazada a su hijo. El gesto de la mujer era de una ternura distraída, el niño apartaba la cara con cierta reticencia. Cuando un vigilante se acercó desde la sala contigua me di cuenta de que estaba dándole demasiadas vueltas a la escultura y pedí disculpas por mis merodeos un tanto sospechosos. El vigilante me juzgó inofensivo y agradeció la oportunidad de cambiar un poco de aires. Difícil pasar por alto que su puesto original estaba junto a la versión de 1893 de El grito, la más reconocible de las cinco (incluyendo una litografía y sus respectivas estampas) que firmó Edvard Munch a lo largo de los años. Le tiré una mirada torcida al cuadro. “No soporto a Munch”, dije. Me salió del alma, y el vigilante respondió con una carcajadade jötunn. Así empezó una de las conversaciones más interesantes que he tenido en una sala de arte.
El primer secuestro de El grito podría haber pasado completamente desapercibido en casa del joven Marius, pero en 1994 estaba en juego su futuro académico. El chaval era un dibujante talentoso pero sus padres, gente pragmática, no abandonaban la esperanza de orientar sus pasos hacia una carrera profesional más estable. La nota que encontraron los responsables del Nasjonalmuseet en la pared vacía (“Gracias por el pésimo sistema de seguridad”) provocó risas durante la cena, y que el gobierno noruego se negara a pagar el millón de dólares del rescate confirmó a ojos del cabeza de familia que ni siquiera el artista más universal que había dado el país –y el hombre más guapo de Noruega, según fuentes de la época– merecía mucha consideración por parte de un adulto serio. Marius no renunció a sus planes pero el incidente dejó huella en él. Durante su primer año en la Facultad de Bellas Artes descubrió que la pintura académica era una actividad lenta y sucia que requería espacio e infraestructura. Como no era amigo de acumular cachivaches, regalaba todo lo que hacía a compañeros y profesores. Más tarde se dio cuenta de que tampoco le gustaba que otros coleccionaran sus cuadros y empezó a destruirlos después de que fueran evaluados. Antes de las vacaciones pegó un cartel en la facultad para convocar una barbacoa con latas de cerveza gratis donde destruiría todo el material sobrante del curso académico. Un profesor aficionado a las intervenciones públicas le garantizó la nota más alta si documentaba el auto de fe y presentaba un dosier como proyecto final de su asignatura. Con semejantes incentivos, era cuestión de tiempo que Marius renunciara a los pinceles para explorar otras posibilidades.
Resistente, conceptualmente discreto, inodoro. Preferiblemente arcaizante, con tendencia a lo megalítico. Marius empezó a visualizar un arte antirrobo, ignífugo, capaz de asumir el deterioro y la integración en el entorno o la completa desaparición como una extensión natural del proceso. Apenas visitaba galerías y museos porque dentro se sentía como un vampiro caminando sobre sagrado. Mover sus casi dos metros entre aquellas colecciones de objetos tan voluptuosos y frágiles le provocaba arrebatos de ansiedad. Llegó a sentir un desconcierto genuino ante quienes recibían por decreto el masaje tibio del prestigio y disfrutaban del compadreo institucional, el esteticismo de copichuela y canapé que sitúan el objeto artístico en el centro de un culto cuasirreligioso. No compartía la pasión de muchos artistas por los sumideros atascados de pegotes policromos y el efluvio de los productos de droguería, así que creaba y abandonaba sus piezas en espacios públicos. Después de unos cuantos experimentos, decidió centrarse en la instalación ad hoc en entornos naturales recónditos: se calzaba las botas y el chubasquero, plantaba la tienda de campaña y pasaba semanas deambulando por los bosques como un sasquatch lampiño, produciendo a cielo abierto con lo que se iba encontrando. Por lo que me contó, sus obras debían de parecer una cosa intermedia entre un túmulo y un helipuerto. En su mente estaba la idea de interrumpir los patrones naturales del paisaje a pequeña escala, utilizando piedras, tierra o vegetación. La intervención era tan significativa como para que resultara evidente la acción de una mano humana, pero no tanto que se adivinaran intenciones concretas. Lo decorativo, por ejemplo, era un manierismo que trataba de evitar a toda costa.
Me habría encantado ver sus trabajos, pero el bueno de Marius no documentó ninguno de estos happenings campestres y era claramente reacio a revelar las coordenadas del resultado. El azar formaba parte de su método, así como la posibilidad de que la pieza nunca fuera contemplada como tal, o contemplada en absoluto. Algunas de sus obras eran visibles a distancia desde carreteras de montaña en las que no era posible parar el coche para bajarse a mirar de cerca. Un par de ellas fueron fotografiadas por algún aficionado que se las tropezó por casualidad mientras hacía senderismo, y después reproducidas por terceros en los circuitos artísticos locales. Aunque su firma no aparecía por ninguna parte y él no reivindicó su autoría, éste fue el punto álgido de la carrera artística de Marius.
Con el tiempo se dio cuenta de que había terminado por definir su vocación en negativo, pensando sobre todo en la clase de arte que no quería hacer, y además no tenía la disposición moral necesaria para sacar beneficio económico de la actividad. Sus prejuicios acumulaban kilómetros de frontera cuando en 2004, después de que otra de las versiones de El grito fuera secuestrada a punta de pistola en el Munchmuseet, su madre le llamó por teléfono para comentarle que después de todo aquel cuadro tenía que ser cosa relevante. Por entonces Marius trabajaba en un almacén de mercancías, una ocupación que no le supuso un cambio de mentalidad: pronto comprendió la importancia de que el pensamiento creativo no empañara la lógica motriz mientras manejaba la transpaleta elevadora, y sobre todo aprendió que un almacén de mercancías bien ordenado es una experiencia estética de primera categoría. Se pasaba el día jugando al tetris con piezas de tonelada y media, disfrutando de la oportunidad de producir un orden verificable a su alrededor. Algo nuevo para él, porque el arte y la vida nunca están completamente en orden: si te lo piensas demasiado terminas diciéndote que no vale la pena mover nada de su sitio, a menos que sea resistente como el cráneo de algunos o que despeñarlo por dos tramos de escalera consecutivos vaya a poner en órbita su valor en el mercado, lo cual es improbable pero ni mucho menos imposible.
Otra cosa que tienen en común el arte y la vida, comprobó Marius, es la vena irónica. Hacía tiempo ya que las dos versiones robadas de El grito habían sido devueltas a sus respectivas paredes cuando Marius empezó a trabajar como protector de aquel cuadro que no dejaba de entrometerse en su biografía como un mal de ojo. Cientos de horas de guardia junto a la obra de arte la habían reducido a una manualidad ante sus ojos, poco más que un agregado de sus componentes terrenales. Me confesó que solía tener pesadillas en las que apuñalaba El grito con unas tijeras de cocina y a continuación repetía con él la performance que le había hecho famoso en la facultad. “Ya ves que en realidad”, dijo, “cualquier obra termina beneficiándose de tener la piel gruesa.”
Mientras Marius me contaba sus aventuras yo rondaba la maternidad de bronce. A veces daba unos pasos hacia atrás, hasta casi entrar en la sala dedicada a Munch, para contemplar de lejos la ambigüedad del gesto entre madre e hijo, todas las contradicciones del afecto original resumidas en un abrazo. Marius me dijo que aquel escultor, Gustav Vigeland, era el creador de la medalla que se entrega a los galardonados con el Premio Nobel de la Paz, y que en el barrio de Frogner, al noroeste, había todo un parque de esculturas de su autoría. Desde 1921 hasta su muerte en 1943, en plena ocupación nazi y bajo el gobierno colaboracionista de Vidkun Quisling, Vigeland trabajó en una colección de más de doscientas piezas que había prometido donar a la ciudad de Oslo. El conjunto escultórico admite muchos adjetivos altisonantes –excesivo, escalofriante, perturbador–, pero Marius prefería compararlo con el clásico videojuego de plataformas, donde avanzar por pantallas antes nunca vistas era una experiencia electrizante para los críos de nuestra generación. Estaban la Puerta, el Puente y la Fuente, más allá de las cancelas de forja la explanada del Monolito y finalmente el cuadrante solar y la Rueda de la Vida. El circuito completo era una proliferación de cuerpos de granito y bronce, erguidos, amontonados o engarzados en todas las actitudes humanas imaginables. Podías pensar que dos estatuas se estaban amando y de repente surgía el recelo. Cuando cesaba el entendimiento y la violencia parecía a punto de estallar, se filtraba la ternura. Me advirtió que era posible que al principio me sintiera incómodo, porque las proporciones de los cuerpos eran un tanto groseras y el histrionismo de algunas de las piezas, en combinación con una severidad formal un poco fascistoide, podía resultar siniestro. La colección, además incluía una melé de bebés, un feto nonato y unos cuantos esqueletos. Quizás me llevara un rato apreciarlas, pero si aceptaba el juego y llegaba por lo menos hasta el Monolito, la espectacular pieza central formada por ciento veintiún cuerpos cosidos en forma de obelisco, vería que la obra de Vigeland era un compendio de antropocentrismo, un libro de estilo que recopilaba las luces y sombras de la Humanidad. “La Rueda de la Vida está al final,” dijo, “pero no tengas prisa en llegar porque es más bonita vista desde lejos.”
Visité el parque de Frogner aquella misma tarde y jugué lo mejor que supe el asombroso videojuego de Vigeland. En esencia, una instalación abandonada por Marius en medio de un pinar no debía de ser muy distinta de aquello: una turbulencia del paisaje y una invasión a degüello del sentido de las cosas. Cualquier trasto puede ser sagrado en el contexto de un templo, por eso la intemperie es una prueba de fuego para el arte y para la vida. No quita que en el fondo me alegrara de haber estado frente a frente con El grito. A la discreta ciudad de Oslo y a su Heimdall particular les había llevado menos de ocho horas conseguir que mis prejuicios saltaran por los aires. La pena, pensé cuando distinguí la Rueda a lo lejos, es que es septiembre y no nieva.
Alejandro Basteiro es escritor y dibujante
alejandrobasteiro.es / @lapiedradezo