Hace unos días paseaba en una ciudad del norte de España por uno de esos campus universitarios privados a imitación de los americanos, con amplios jardines y prados entre facultades y colegios mayores. Entre los árboles, que estaban catalogados con su correspondiente etiqueta, observé uno denominado metasecuoya. Me sorprendió su nombre, tan posmoderno, tan académico y adecuado para el lugar, así que busqué en internet cuál era este árbol tan meta-. Descubrí que poco antes de Pearl Harbour un japonés encontró en los estantes de un museo de Osaka los restos fósiles de un extraño árbol de comienzos del Pleistoceno, clasificado como secuoya pero que sin duda era una especie diferente. Dos años después, en China, un especialista en botánica decidió desviarse de su ruta hacia una reserva forestal y andar durante tres días por las montañas para intentar localizar un extraño árbol del que le había advertido el director de una escuela agrícola. Encontró un ejemplar de lo que creyó una especie desconocida, recogió muestras y dos años más tarde se las entregó a un dendrólogo, quien, asombrado, envió a un estudiante graduado a recolectar más muestras en otra estación del año. Al mostrarle estas a un especialista formado en Harvard, este confirmó, comparándolas con las fotos de los restos fósiles de Japón, que se trataba de una metasecuoya: habían encontrado un “fósil viviente”; la prensa estadounidense dio una amplia cobertura a la noticia, y nombró a la metasecuoya dawn redwood (secuoya del amanecer). Se organizó una expedición para recolectar semillas del árbol original, y se distribuyó rápidamente, plantándose en jardines y campus universitarios de todo el mundo, como en el que yo me encontraba. Me había vuelto a pasar, el bosque (de información, de asociaciones, de conocimiento) no me dejaba ver el árbol. Pero es que un árbol nunca es solamente un árbol.
Esta es la historia paralela a la de esta novela, Noche y océano, que es un irse por las ramas del bosque entero, y que tiene más meta- que el fósil viviente. El argumento se puede resumir en que una joven académica tiene que alojar en su casa a Quirós, un cineasta obsesionado con Murnau, el director de Nosferatu. La obsesión de él se va enlazando con la de ella, que se enamora del director. La trama, sin embargo, es mera excusa, y nada nos dice de aquello que la novela pretende contar. Beatriz Silva, la protagonista y narradora, es la voz unificadora de un arrecife de datos, historias, anécdotas, teoría, citas, etc. que no permite que lleguemos nunca a acercarnos a la tierra firme de la narración lineal y de la acción única aristotélica. Todo queda en el océano de la condición de mulier academica de la protagonista, de homo academicus del lector. La novela, por tanto, se sumerge en las aguas abisales de la saturación de información, del storytelling ininterrumpido y a ratos sin rumbo, del ser y el saber enciclopédico de una generación que, sin ser nativa digital, ha crecido con la Encarta, se ha hecho adulta con la biblioteca universitaria y las revistas especializadas, y entra en la madurez controlando la Red, las redes y toda clase de caladeros y coladeros de fake news y posverdades. Algunos, incluso, han caído en el precariado del publish or perish universitario. Es evidente que hay algo de parodia y autoparodia en esta hipertrofia diegética (la autoconciencia de la narradora y de la propia narración no dejan lugar a dudas. No me resisto a citar un ejemplo: “Sería lo más elegante terminar esta nota aquí, pero, como últimamente abogo por una desmesura de francotirador, voy a añadir una obviedad, que no estará de más repetir hasta el asco”, p. 235), pero también podemos defender que este divagar constante, esta estructura narrativa en fractal, acumulativa pero precisa, asociativa, calculada, se parece más al pensamiento y a la vida que la tramposa selección de motivos de una acción narrativa coherente, lineal, causal, teleológica. La adecuación, coherencia y cohesión que se enseñan en las escuelas como propiedades básicas de los textos son elementos pragmáticos que en una novela pueden resultar precisamente escolares, y si bien en la vida el olvido ayuda a nuestra capacidad comunicativa, tanto la literatura académica (“la prosa académica ha reventado como una piñata pero […] de su interior no han salido precisamente confites”, p. 390) como la Red suponen un síndrome de Diógenes del pensamiento que pueden convertir el proceloso mar de la sabiduría en una marisma caótica y de solipsistas granos de arena. Bea, la brillante erudita del Turismo que encarna este síndrome, comienza buscando inspiración para un artículo (“actuando como una chatarrera de la información, vagabundeando entre quincalla, yo andaba tras algo anodino para darle un uso vistoso”) y acaba metida en el armario de su casa destartalada y llena de objetos inútiles. La escritura aborda el proceso de desquiciamiento de la protagonista, que es el de todos nosotros, lectores, como seres conectados a una base de datos que comienza a dar error. El derrumbe, sin embargo, es un desmoronarse lúcido, que no se pierde en su autoindulgencia porque mantiene siempre el humor: “Quise una demencia muy poco selectiva. Quise gozar viendo cómo se derrumban habitaciones enteras del edificio kitsch que había levantado dentro de mi cráneo de intelectual regional charloteadora. No iba a mover un dedo por salvarlo. Me habría enfrentado a mordiscos a cualquiera que propusiera su restauración. Me decía: ¡alegrémonos ante la pérdida que nos hace humanos!”, p. 247. La narradora es muy consciente de su mal, que para el lector se parece al vértigo placentero, pero que para la protagonista es una trampa-22 que le hace sufrir: “¿Cómo admitir, ante Quirós, que soy vacía y monocroma igual que una bañera? Solamente sirvo, debería haberle dicho, si me lleno, claro que haciéndolo corría el riesgo de que tomase la metáfora por el lado sexual (que creyera que le estaba pidiendo que llenase con su falo la vacante), cuando lo que buscaba entonces era compartir el diagnóstico del mal que padezco y que para nada sé describir sin usar pensamientos ajenos, lo que constituye, paradójicamente, el síntoma primero”, p. 254.
En el tránsito entre estos dos momentos (del call for papers al deadline, digamos) construye esta novela en tres partes (Primera parte: King size; Un paréntesis, y Segunda parte: el aroma de la flor de tiaré) con una soltura, gracia y desparpajo poco habituales en la ficción española. Es cierto que es esta una obra que necesita de un lector cómplice, la apelación a este es constante, y tiene que ver con la autoconciencia narrativa que comentábamos antes, por un lado, y con buscar los límites del lector (de su capacidad de retención, de concentración, de ironía), por otro. Comienza la novela con una cita de Tristam Shandy de Sterne, autor que aparecerá más adelante en una discusión sobre su caótica esencia entre dos jóvenes imaginados por Lúkacs. La posición del defensor puede ser la nuestra respecto a esta novela en la que se inserta: “las novelas de Sterne tienen la forma de un «enjambre de asociaciones provocadas» por un hecho central, en un juego infinito (múltiple y rico como la vida), en el que se ve envuelto el lector, que sale de la aventura transformado, aunque sea a costa de un ligero mareo” (pp. 307-308). Sobre su obra –la de Sterne y la de Raquel Taranilla– podríamos añadir también que si todo es digresión no hay digresión, que la forma es el mensaje, el núcleo.

En cuanto a la forma, lo que más destaca son las continuas notas a pie de página, que explican qué era de cada personaje nombrado a sus 32 años (más avanzada la novela se verá por qué), o dónde exactamente está enterrada cada autoridad citada, pero que sirven también como comentarios sentimentales (“Bud Spencer, que era ¾no me resisto a contarlo¾ el actor favorito de mi querido padre”, p. 123), notas a otros personajes, a posibles futuros doctorandos, al lector (en la última, la 156, nos dice que busquemos nosotros mismos [“háganme el favor”] dónde está enterrado Thomas Bernard). Utiliza incluso la nota dentro de la nota al pie a través de los asteriscos (por ejemplo, para reconocer que no tiene respuesta a la pregunta de si los plagiarios tienen un universo propio). Si bien esta técnica de las notas al pie en obras ficcionales no es nueva (la vemos en Nabokov, David Foster Wallace, Nicholson Baker, William T. Vollman, Danielewski, Jennifer Egan, etc.), basta ver la nómina de autores que la han utilizado para hacernos una idea de las altas expectativas que nos podemos formar (“si no es novedad, será revival” [p. 72], dirá Quirós sobre la película que quiere hacer inspirada en el rodaje de Tabú, de Murnau). Además, nos encontramos entradas de la wikipedia, supuestos comentarios en periódicos digitales de lectores con nombres que van desde Psoriasis (a quien dirigirá una nota al pie más adelante) a Barthes (en la página 68, no puede ser casualidad), listados, teorías y análisis sobre el turismo, el budismo cool pero fake, todos los ismos que pensemos, name-dropping consentido y con sentido (336 nombres, según cuenta la narradora un buen tramo antes del final), supuestos mensajes en clave que Bea cree ver (The old man told me to), preguntas retóricas con respuestas de opción múltiple para el lector (“les voy a pedir que marquen con una X la razón por la que no he querido detenerme en la descripción…”, p. 94), propuestas de teoría de los géneros (Drácula como thriller legal), citas literarias y de todo tipo (“escribe Walter Benjamin [en alguna parte]…”, p. 252), bibliografía, reflexiones descreídas sobre la intertextualidad, el apropiacionismo y el plagio, mucho cine y making of del cine e intercolunios del cine, una aplastante crítica y parodia de la universidad en varias etapas (no parece envidia insana que la narradora se enfade porque no se le otorgue el premio extraordinario de doctorado a su tesis sino a El minigolf como estrategia para la dinamización urbana: el caso de Chiquihoyos en Puebla Bermejo), que incluye la explicación del nuevo género de la quit-lit (la literatura de quienes dejan la universidad y echan pestes de ella), por el que la narradora se deja tentar, el uso de una marcación tipográfica peculiar (la separación de las sílabas –ca-pi-ta-lis-mo, a-fi-lia-da, etc.–, las mayúsculas para ciertas fórmulas a imitación de las legales (LA PROPIETARIA), el uso de los dos puntos en la parte final), un proyecto de Guía de Viajes Beatriz Silva para estudiantes de Sociología del Ocio y del Turismo, y otros recovecos (“esta historia, como todas, tiene muchos recovecos y a la mayoría nos divierte en ocasiones pasear por ellos e incluso terminar perdiéndonos”, p. 116).
La segunda parte de la novela, “Un paréntesis”, constituye una nueva vuelta de tuerca a las superposiciones ficcionales y formales de las otras dos partes: en ella vemos cómo se habla en detalle de Un vacío casi sideral, una película documental de Quirós, pero también una crítica ficcional sobre ella, la de Braulio Pérez-Alegría, de la que se habla de forma indirecta en otro discurso crítico ficcional. Recuerda esto a lo que han hecho otros autores españoles de la misma generación, como Jorge Carrión en Los muertos y Vicente Luis Mora en Fred Cabeza de Vaca, y cómo no, en última instancia, a Borges. De poco sirve, sin embargo, trazar las genealogías, fuentes, asociaciones de esta novela, porque una de sus muchas virtudes es la de hacernos olvidar los marcos de referencia (lo verdadero y lo falso, los géneros, las estructuras dadas) para hacernos disfrutar de la escritura desatada, de la “bocota colorista” de su narradora: el desenfreno era esto, la literatura era (también) esto. Al fósil viviente, la metasecuoya que encontraron en China en los años 40, los lugareños lo llamaban “shuisha”, abeto de agua. Noche y océano. Fundido en negro.
(No se puede hablar de Noche y océano sin hablar de Vila-Matas, leemos en varios lugares. Lo hemos intentado.)
Raquel Taranilla, Noche y océano, Barcelona, Seix Barral, 2020, 417 págs. Premio Biblioteca Breve 2020.
Cristina Gutiérrez Valencia es doctora en lengua y literatura