Artemisia Gentileschi

Nunca he percibido el mundo desde la oposición hombre-mujer. Mis padres me educaron como al resto de mis seis hermanos varones y jamás advertí diferencia alguna de trato o exigencia. Mi vida de adulta transcurre al lado de un hombre que, por decirlo de forma literaria, respeta mi “habitación propia”.

Para que mis bocetos se conviertan en esculturas, entro en ese lugar mágico que es una fundición, y con la ayuda, entusiasmo y generosidad de los hombres y mujeres que allí trabajan, vivo un largo proceso –hoy seguimos fundiendo el bronce como lo hacían los romanos–, que convierte el frágil modelo en una realidad. Solo entonces la escultura existirá. Vivir repetidamente este proceso me ha hecho pensar que, durante siglos, muchas obras han sido el resultado de miles de manos masculinas y femeninas, porque estoy segura de que tanto en las fundiciones como en los grandes talleres de pintura, el carácter desafiante nos ha hecho a las mujeres luchar siempre por formar parte del hermoso proceso creador. Quiero, por tanto, dejar bien claro, para el que desee saberlo, que mis esculturas llevan la firma “E. d’Ors”, pero las hacen posibles un conjunto de personas de cuya pericia y entrega depende su resultado final.

Si el artista obedece a una voz impuesta; si lo que intentamos expresar no es distinto a lo que expresaron los que nos precedieron, en estas y otras culturas; si mis temas tampoco los he elegido yo…, esta re-lectura en una nueva obra es al final un homenaje a todos los que nos precedieron. Este hecho, que destierra lejos toda creencia de originalidad y soberbia, es ante todo, para mí, un gran consuelo cuando me enfrento al territorio de la verdad que es el taller, y tengo la certeza de que existo sin más misión que hacer posible el hecho artístico. Nuestra única y no cómoda responsabilidad, se limita a enriquecer el bagaje intelectual con que contamos para afrontar el hecho creador con toda la experiencia y armas que seamos capaces de acumular.

Recuerdo aquí a mi profesor de interpretación escénica William Layton, que trajo a España el método Stanislavsky de actuación psicológica, cuando hablaba de “hacer la casa” y “tener antena”. Estas dos expresiones que, a muchos se les escaparán, solo resumen nuestra apertura a todo lo que transcurre alrededor, con consciencia para incorporarlo a una hipotética creación.

La mitología clásica es el punto de partida en mi indagación personal. Este acudir al mito me ha ayudado a salirme de la historia e invitarme a la reflexión sobre los avatares de la existencia humana con humilde voluntad filosófica. Siempre me ha fascinado esta cita de Borges, no solo por el misterio que encierra, sino porque obliga a su cuestionamiento: “Las esculturas son cuerpos que la invención del hombre intercala entre los demás que pueblan el espacio”.

Formalmente, la elección del desnudo en mi obra, hermana primero a mis figuras y las presenta después como despojadas frente al destino, o soportando la carga de la vida que les ha tocado sobrellevar; nunca sin una determinación moral y una confianza en el poder de la especie humana.

Una de las notas que más suele llamar la atención de mis esculturas, aunque tampoco es algo nuevo, es su indefinición sexual. Poseen sus características de género pero resultan finalmente andróginas. No es, como dice Pablo d’Ors de forma hermosa, “condena o pérdida de identidad como espacio para encontrarla”. Cuando escojo un mito, me interesa más señalar antes lo ético que lo estético, asumiendo en este despojamiento “la esencia de una humanidad indiferenciada” (Antonio M. González).

«Las sirenas que provocaron a Ulises». Proyecto para un espigón del Mediterraneo ,1999, Esperanza d’Ors

 

Esta característica me situó lejos del arte feminista que tuvo un auge muy potente en los años 80, momento en el que yo comenzaba a realizar mis primeras exposiciones, cuando mujeres artistas trataron de reescribir su naturaleza centrándose en el cuerpo femenino, la maternidad y los escenarios próximos a la vida doméstica, corriente potente conceptual que ha llegado hasta nuestros días y que tiene a Louise Bourgeois como madre y guía de toda una generación de escultoras.

Pero siempre hubo mujeres artistas. Poco a poco, lo iremos sabiendo, ya que son muchas las investigaciones que se están llevando a cabo para revertir esa injusticia y ese silencio… Lo dificulta precisamente la tarea de apreciar la mano femenina en las obras, lo que demuestra que no hay diferencia alguna entre el trabajo realizado por un artista masculino y una artista femenina. Porque, ¿qué hay de masculino en un Matisse? ¿O qué hay de femenino en cualquiera de los lienzos del hoy icono feminista, Artemisia Gentileschi, que la distinga de cuántos formaron parte de la escuela romana de Caravaggio?

La profesora de la Universidad de Sevilla Raquel Barrionuevo, pudo demostrar en su tesis doctoral, y, más tarde, en la exposición “Reexistencias. Un siglo de escultura femenina”, que se podía seguir toda la historia de la escultura del siglo XX español a través de los nombres femeninos que allí estaban presentes con su trabajo. Mujeres artistas de todas las tendencias históricas que emergieron entre 1880 y 1980, y cuyas obras se pudieron ver en 2006 en el Convento de Santa Clara de Sevilla y en El Águila de Madrid, y en las que tuve el gozo de participar al lado de mi abuela María Pérez Peix, alias TELUR, reivindicada por Barrionuevo, junto a Eva Aggerholm, Eulalia Fábregas o Helena Sorolla, como pioneras que intentaron una trayectoria profesional en aquellos primeros años del siglo XX. Queda para la memoria un relevante catálogo que recogió este esfuerzo reivindicativo. Tristemente hay que añadir que dicha exposición debió recorrer España durante dos años, hecho que no fue posible por la falta de solidaridad de muchas de las creadoras de las que allí estaban expuestas. Hay mujeres que, al alcanzar un cierto poder o un cierto éxito, olvidan su condición y género.

Sí, se ha ejercido violencia sobre las mujeres, negando su reconocimiento y haciendo desaparecer sus nombres de la historia. Como se ha ejercido violencia sobre los judíos, sobre los negros o sobre los gitanos, y, en toda circunstancia, sobre los niños. Como hoy se ejerce sobre los ancianos encerrados y privados de toda dignidad al final de sus vidas. Una lista interminable. Ahora lo sabemos. Toda una civilización levantada bajo el sometimiento, el racismo, la injusticia y la barbarie. Es mucho lo que debemos de asumir, y, al tiempo, aprender a responder, hoy también, a través del arte: contra el negocio de la guerra, el cinismo político, el envilecimiento del cuerpo en la publicidad y la confusión del amor con la pornografía. Contra nuestra insoportable indiferencia, ante todo.

Goytisolo clamó incansable contra los aberrantes “espacios de acogida” para los inmigrantes, como nuevos campos de concentración, que solo generan marginación y miseria. Urge ser capaces de un autoexamen, y de no eludir nuestra responsabilidad como gentes de la cultura. Para que aún sea posible hablar de la Europa de las Luces, es obligado reinventar la democracia como el mejor sistema que es para nuestra convivencia.

Pero, hoy por hoy, la situación es desoladora. Si van a ver la última versión de Los Miserables, ópera prima cinematográfica, escrita y dirigida en 2019, ahora mismo, por Ladj Ly, rodada en el suburbio o gueto parisiense de Montfermil, recordarán aquello: “Se empieza aprobando errores y se acaba apoyando horrores”.

Pero el hombre, aun en el mayor de los fracasos, continúa siempre en pie. El dramaturgo Ignacio Amestoy, en su texto para Prometeo y el lifting eterno, escribió: “En fin, Epeo, amigo, después de todo, constrúyeme otro caballo gigante de madera, como aquel: lo volveremos a intentar.”


Esperanza d’Ors 
es artista