Aunque el protagonismo femenino haya sido relegado y la existencia de heroínas, tanto en el mundo real como en el ficticio, sea infinitamente menor en los anales de la Historia, nuestro siglo, considerado como el del triunfo de la mujer, no puede aceptar ya desconocer el papel jugado por las mujeres en todos los órdenes: político, social, económico o artístico. Poner nombre a las “sin nombre”, constituye la primera de nuestras obligaciones, logrando algo así como “destrabar el tiempo, / correr los escombros y destapar el cielo” (Benedetti).
El papel de las mujeres nunca fue secundario. Han labrado la tierra con sus manos mientras parían, y siempre defendiendo a los suyos hasta la heroicidad. Porque, como dejó tallado Emily Dickinson en este nuestro destino, “como no saben cuando llega el amanecer, abren todas las puertas”.
Hay que recordar a aquellas amazonas guerreras de la mitología griega, ubicadas unas en las llanuras del Cáucaso, otras en la orilla izquierda del Danubio, las más en Libia, en su gran duelo contra Aquiles, con Pentiselea como reina, en la guerra de Troya, de la que nos habla Herodoto. Y el mito se extiende al encuentro de Alejandro Magno con ellas.
Hoy vuelve a la actualidad, por la publicación de un nuevo libro sobre la “Invencible”, Contra Armada, de Luis Gorrochategui, el nombre de María Pita (1569-1643). Aquella heroína que, al grito de “¡Quién tenga honra que me siga!”, lucha hasta que los ingleses se retiran de las costas gallegas, consiguiendo que el rey le conceda el título de “soldado aventajado” más una pensión de por vida.
En la modernidad y en la contemporaneidad la mujer ha estado en la atención de hospitales en tiempos de paz y de guerra. En el siglo XX, fueron admitidas en las fuerzas aéreas; la princesa rusa Yevguenia Mijáilovna Shajovskaya, participó en la Gran Guerra como piloto de combate. En la Segunda Guerra Mundial su número se amplió en todos los ámbitos: doscientas veinticinco mil en el ejército inglés, cuatrocientas mil en el americano, quinientas mil en el alemán, hasta llegar a un millón en el soviético.
La premio Nobel bielorrusa, Svetlana Alexievich, que estos días se está oponiendo públicamente al dictador Lukashenko –más conocida por ser la autora del libro Voces de Chernóbil, base de la popular serie Chernobyl— en un esfuerzo titánico por describir el comportamiento femenino en los frentes de batalla, escribió, primero en 1985, y completó después en 2002 con el material censurado por los soviets, el libro La guerra no tiene rostro de mujer, recogiendo los testimonios de muchas de aquellas mujeres que combatieron, participando en la construcción de la URSS.
Según esta “historiadora del alma”, las mujeres narran los hechos bélicos de una forma muy distinta a los hombres, y Svetlana se pregunta si lo harían así con relación a todos los órdenes de sus vidas. Recordar es ante todo un acto creativo, nos dice la escritora; tiene colores, olores, iluminación y espacio. Para ellas, incorporadas a la contienda por amor a lo suyo y a la patria, la guerra sólo será, al cabo, “seres humanos involucrados en una tarea inhumana”. A estas supervivientes únicas, “paralizadas por la hipnosis de Stalin, por el miedo y por su fe”, Svetlana les ha devuelto su nombre, pero sobre todo la dignidad de ser escuchadas y tenidas en cuenta. Ha sacado a la luz las profundas e irremediables heridas que el devenir histórico de Rusia no ha hecho más que ahondar hasta la desesperación. Todos los temas que constituyen la condición humana son recogidos por Svetlana:
EL DESAHOGO.- “Llevamos tantos años calladas… Cuando volví quería hablar, pero nadie me escuchaba. Al final, callé”. Natalia Ivanovna Serguieva, soldado auxiliar de enfermería.
LA MUERTE.- “Dejamos de llorar a los muertos. No nos daba tiempo de enterrarlos”. Elena Fidorovna Kovaleskaia, partisana.
LA FELICIDAD.- “Pregúnteme qué es la felicidad. Yo le contestaré: Encontrar entre los caídos a alguien con vida”. María Ivánovna Beliai, francotiradora.
EL SACRIFICIO.- “Nosotras construíamos vías de ferrocarril, puentes, covachas. Cortábamos los árboles de noche y los llevábamos a pulso. Nos sangraban las manos y los hombros”. Zoia Lukianovna, comandante del batallón de zapadores.
SER MUJER.- “Dejábamos manchas rojas sobre la arena. Teníamos eso… Las vendas y el algodón eran para los heridos. Empezó un terrible bombardeo, pero las doscientas mujeres habíamos divisado un rio y salimos corriendo hacia él para limpiarnos. Muchas murieron en el agua”. María Semionovna Kaliberna, sargento primero de transmisiones.
LA CULPA.- “Tuve tres hijos… La pequeña está en un manicomio. ¿Es un castigo? ¿Por qué delito? ¿Por haber matado? Mi marido se fue reprochándome: ¿Te parece normal que una mujer fuera al frente, aprendiese a disparar? Por eso no has sido capaz de dar a luz una niña normal. Yo amaba mi patria por encima de todo. No ponga mi apellido”. Klaudia S…va, francotiradora.
STALIN.- “Fui al teatro. Estalló una salva de aplausos. Un estruendo. Estaba Stalin. Mi padre seguía bajo arresto y mi hermano mayor había desaparecido en campos de trabajo forzados. A pesar de ello, experimenté una emoción tan fuerte que se me saltaron las lágrimas. Aplaudimos durante diez minutos”. Nastasia Aleksandrova, enfermera de quirófano.
LA CONMISERACIÓN.- “En Stalingrado, lleve dos heridos a rastras. Estaban muy graves. Negros, quemados y con las piernas destrozadas. Primero arrastraba a uno y luego iba a por el otro. Me di cuenta que uno era alemán. ¿Qué hacer? No podía dejarle desangrándose. Es imposible tener un corazón para el amor y otro para el odio”. Tamara Stepánova, cabo mayor de guardia sanitaria.
EL AMOR.- “Larisa, Larisa, has venido…Yo no me llamaba así, pero me acercaba a él. Sabía que vendrías… Cogí su mano y me incline. Cuando me marché al frente no tuve tiempo de besarte. Bésame. Le besé y murió”. V. Gromova, técnica sanitaria.
LA OCULTACION.- “A nuestros hijos no les hablamos nunca de la guerra. Yo ni siquiera me ponía las condecoraciones. En una ocasión me las arranqué y ya nunca más”. Elena Viktorovna Klevnoskaia, guerrillera.
EL “PREMIO FINAL”.- “Atravesé Checoslovaquia, Polonia, Hungría, Rumanía, Alemania…, identificando campos de minas. Acabada la guerra nosotros seguíamos levantando minas en los campos, los lagos, los ríos. Por fin, en el 46, me licenciaron. Me entregaron diez metros de satén rojo para hacerme el ‘vestido de la Victoria’ y un chal azul de lana fina. Tenía veinte años”. Appolina Nikonovna Lizkevitch, teniente jefa de una sección de zapadores.

Tras esta incursión, desde su deber como escritora, y como mujer, donde se advierte la magnitud real del dolor y lo infinito del mal, Svetlana Alexievich afrontó una ambiciosa empresa que tuvo como resultado uno de los libros más conmovedores, para mí, de estos últimos años, El fin del ‘Homo sovieticus’, extraordinario mosaico de humanidad, disección completa de lo que fue la dictadura en la URSS, y, después, la imposición del feroz capitalismo que avanza con una única e incuestionable ley, la del mercado.
A través de esta lectura recordé como a los 15 y 16 años había devorado toda la literatura rusa que albergaba la biblioteca de mi casa paterna. Toda esa literatura que, como dijo Fiódor Dostoyeski, habla más del sufrimiento que del amor: Tolstói, el propio Dostoyeski, Turguéniev, Gorki y Chejov, sintiendo la oscura y poderosa alma del pueblo ruso.
Mi padre me enseñó a amar a Rusia, ese país, donde “todo se convierte inmediatamente en un problema de conciencia”, decía. Con él aprendí algunas palabras que susurraba: mi nombre, “Nadezhda”, Esperanza; “dosvidania”, adiós, o “spasibo”, gracias También, a cantar viejas canciones, como Noches de Moscú, Kazachok o, claro, Kalinka. Todavía hoy cuando llega a Madrid una compañía rusa de teatro, corro a verla y oírla, no sólo porque son los mejores actores del mundo, sino por volver a escuchar la melodía de su lengua.
Cuando se observa ahora, en gráficos dinámicos, cómo se fue extendiendo la Segunda Guerra Mundial por todo el globo, asombra que España pudiera mantenerse al margen de aquella espiral de locura. Bien es cierto que acabábamos de salir de la masacre de nuestra Guerra Incivil, pero aun así, resulta inconcebible que aquel río de sangre no llegara hasta los rincones últimos de nuestra tierra.
Franco, ante la presión de Hitler, no dudó en sacrificar a lo que quedaba de una juventud exangüe, enviándola a Rusia en la llamada División Azul. Mi padre, recién licenciado en medicina, y abandonando unas oposiciones para dedicarse a su pasión por la enseñanza, fue uno de ellos. No disparó un solo tiro. Él estableció su “izbá” en Wieslewo, su “consulta-casita” de tres metros de largo por uno cincuenta de alto, y atendió a cuantos por allí aparecían… Era el “ispanskiy bratch”, el médico español.
Dejó escrito un pequeño diario en donde leo: “Ya no dejarán de resonar en mi corazón los gritos de “glieb”, “glieb”, glieb”, de los niños al paso de los soldados”: pan, pan, pan… Allí, llegaron a soportar cuarenta y cinco grados bajo cero. Y mi padre escribió, no sin humor: “Hace tanto frìo que parece que estamos en Rusia”… En aquellas estepas infinitas, al médico le pareció que “lo que más se parece a Rusia es su mapa”… Y colaboró con colegas rusos: “Con la médica de Sierguevo, realizamos una visita de reconocimiento entre la población civil de varios pueblos. Corren rumores de que hay virus exantemático, que afortunadamente no confirmamos…” En los bosques de abedules quedaron sepultados en fosas comunes cientos de aquellos españoles. Y, no con compasión, las placas de su pequeño recuerdo han sido arrancadas…
El director ruso Andrey Zuyaginstev ha rodado, en 2017, Sin amor, un relato sobre la descomposición actual de Rusia. Se inicia y se finaliza con imágenes de las desnudas y silenciosas estepas cubiertas de nieve. La acción comienza en la sala de un piso donde una joven pareja de la Rusia de Putin mantiene una violenta y terrible discusión, antesala de su divorcio. En otra habitación del inmueble, que quieren vender porque ya viven con otras parejas, un niño de doce años escucha la pelea. Llora desconsoladamente. Al día siguiente, el muchacho desaparece. Tras una larga y prolongada búsqueda, se descubre el cuerpo destrozado de la criatura. Ninguno de los dos lo reconoce como suyo. No hay anagnórisis posible. No hay reconocimiento de culpa. Cada uno continúa su vacía vida.
Escribió el maestro John Berger que en la posmodernidad no cabe ya la compasión. Sin embargo, ruega que, “a pesar del cansancio y las ganas de aullar”, caminemos con la esperanza entre los dientes. Svetlana Alexievich, con el más hermoso canto de amor humano, que es su obra, nos alienta a creer que es posible. Los testimonios de sus mujeres y sus hombres, con nombres y apellidos, reconocen en voz alta sus miserias, que son las nuestras.
Spasibo, spasibo, spasibo…

Esperanza d’Ors es artista