La programación del Off del Niemeyer recibió el pasado sábado 8 de abril, entre dos funciones de The Hole y con actores de este reparto entre el público de la Sala Club, a una Aitana Sánchez-Gijón que se vacía de sí misma para llenarse en escena de todo lo que es y siente Medea, uno de los personajes más complejos y trágicos del teatro clásico. Después del éxito del montaje de la Medea del Teatro de la Ciudad, que le hizo merecer el Premio Max a la mejor actriz protagonista en 2016, y de nuevo bajo la dirección de Andrés Lima, se atreve la actriz con un formato más íntimo, de una hora de duración, que aunque nace y se presenta como «una lectura dramatizada» se desarrolla y concreta, como anunciaba la propia Aitana en el saludo al público antes de empezar la obra, como una «dramatización con algo de lectura».
La propuesta tiene en sí misma la belleza de las miniaturas, donde todas las piezas del engranaje teatral no sólo funcionan a la perfección sino que lucen el cuidado que sus hacedores han puesto en cada una de ellas. Las reducidas dimensiones del espacio escénico logran la proximidad de la actriz con un público que entra en la sala sabiéndose especial ya sólo por el reducido número de espectadores que van a disfrutar de ese momento y al que se le otorga de inmediato el rol de cómplice en ese «coro silencioso» que arropa a la actriz de principio a fin del montaje.
Un escenario desnudo, desprovisto de atrezzo, salvo una silla (que sirve de funcional soporte de lectura, de objeto en el que descargar tanta rabia e ira, de punto de reposo y trance de la actriz, y a la que una convincente actuación de Aitana Sánchez-Gijón convierte incluso en verosímil personaje de Creonte), el libreto en el que lee la actriz y una botella de agua (perfectamente integrada a través de la naturalización o dramatización del acto mismo de beber), se convierte en elemento esencial que asegura una determinada atmósfera en la que sólo la actriz, los personajes que representa y las pasiones de Medea sean los verdaderos habitantes de las tablas.
Asimismo destacan el uso minimalista pero inteligente y poético de la luz, que llega incluso a dar vida a dos personajes, los hijos de Medea, convertidos en sendos reflejos de dos focos, a los que la actriz acaricia, coge de la mano, abraza y apaga; y el trabajo del espacio sonoro, puntual pero certero, envolvente siempre, y perfecto intensificador del dramatismo, de la locura, de la enajenación, del dolor, del sufrimiento, ya sea buscando el contrapunto alegre del recuerdo de la fiesta de bodas o subrayando lo que sucede en escena con inquietantes rumores que muestran el agotador discurso mental del personaje, con voces blancas de niños cuando el protagonismo se sitúa en los hijos de Medea o las secuencias en bucle de palabras repetidas («muerte, cielo, fuego, ira») o de la acotación con la que una voz de niña describe a una arrebatada Medea.
Y todo ello al servicio de una única actriz en escena, Aitana Sánchez-Gijón, que en este montaje deja de ser ella, completamente, para ser Medea, y colonizada por ésta logra rescatar al personaje de sus textos, ya sea del de la versión que hace el propio Andrés Lima del texto de Séneca, de la misma Medea del autor latino, o de la del griego Eurípides, convirtiendo al personaje, y no a sus textos, en protagonista mismo del montaje. La propuesta ofrece a los que nos sabemos amantes de Medea (y no de una Medea), de su fuerza, de su pasión, de su desgarro y dramatismo, la posibilidad de convivir en escena con sus pasiones, que son verdaderamente las que elevan a este personaje a la categoría de clásico universal. Una mujer que lleva a cabo uno de los actos más impíos, matar a sus propios hijos por venganza, y a la que no obstante comprendemos y compadecemos por entender que obra desde el amor. «Ningún crimen lo cometí por odio; el que se ensaña es mi amor». Un amor que duele, que mesa los cabellos, que bloquea la razón, que angustia el corazón, que desgarra el pecho, que nubla el entendimiento y hace perder el juicio, que empuja a obrar desde la víscera supurante, desde las oscuras pasiones del alma. Todas ellas letales para su entorno, pero también para ella misma.
Lejos de justificar actos tan atroces en otros, como lo son las muertes de su propio hermano, de Creúsa y Creonte, o de sus propios hijos, ni en ella misma, como mujer y madre, el montaje consigue que el espectador actual comprenda y viva el sufrimiento de una mujer traicionada y abandonada que, cegada por un deseo de venganza que le nace como una necesidad que sólo puede saciarse generando un daño en igual proporción al dolor que siente, se ve abocada a matarse a sí misma del modo más antinatural para una mujer que es madre, matando a sus propios hijos. Ella es la protagonista, ella es el conflicto y ella es el propio desenlace.
Toda la dramaturgia está centrada en Medea, no sólo la selección de los pasajes leídos o dramatizados, sino también el inicio mismo de la propuesta, donde una Aitana Sánchez-Gijón cuenta la historia de Jasón y los Argonautas para asegurar la comprensión global de tan complejo personaje. Queda claro cómo gran parte de las hazañas que hacen héroe a Jasón se deben a la acción directa o indirecta de Medea, quien no duda en traicionar a su padre y su reino para ayudarlo, o en sacrificar incluso a su hermano Apsirto para permitir que Jasón escape; y se explica también el origen de su amor por Jasón, obra de Hera y Atenea, protectoras del héroe, que piden a Afrodita que intervenga para que su hijo Eros le lance una de sus flechas y asegurar de este modo una protección extra para Jasón contra Etes, padre de Medea, Rey de Colchis y defensor del vellocino de oro. Este lado oscuro del amor de Medea por Jasón, e involuntario, ayuda a la victimización del personaje de Medea, mientras que su dominio de la brujería y sus poderes lo acercan a los personajes alados o divinizados. Son facetas que construyen, desde luego, un personaje peculiar, marioneta de los dioses y semidiosa, al mismo tiempo, pero cuya grandeza sigue residiendo, sin duda, en el desgarro y dolor que siente, y en cómo lo siente, una mujer; en su vertiente más humana, y es este aspecto el que consigue destacar precisamente este montaje.
Junto a Medea, la otra protagonista indiscutible de la obra es Aitana Sánchez-Gijón. El trabajo realizado en escena recae en esta única actriz que llega siendo Aitana, la persona, para hacerse voz que cuenta y luego voz que lee. Cuando la actriz se levanta de la silla, es ya Medea, que en tremendo monólogo desea la muerte a Creúsa y Creonte y su real estirpe, gritando «Jasón me debes un hermano» y sentenciando ante el coro que «un hogar que con un crimen se formó, con un crimen hay que abandonarlo». Llega pronto la Medea que se desdobla en monólogo dialógico y habla consigo misma, en intenso debate entre la mujer y la madre, entre los mismos deseos de venganza y el terrible atentado que supone llevarlos a efecto. Para convertirse luego en dos personajes distintos: Creonte, transfigurado en silla, y Medea, quienes en un diálogo que somete a combate las voces pero también el cuerpo de la actriz, que por las ensayadas formas de contacto y movimiento llega a parecer que fuesen dos, concluyen el uno, la condena de Medea al destierro y la otra, la asunción de una nueva verdad a voces: «el amor es un mal terrible, una destrucción. No hay mayor dolor que el amor».
Y de ahí, a otro momento dialógico de mayor dureza, donde Aitana Sánchez-Gijón cede su voz y cuerpo para que lo habiten por última vez juntos Medea y Jasón. De él resulta el reconocimiento de que la verdadera debilidad de Jasón son sus hijos y la decisión de Medea para invocar su magia y poner en marcha su venganza. La dramatización de la invocación resulta de un poderío escénico inusitado, de un desgaste actoral, físico y psíquico, que afecta al mismo espectador, que llega a sentir la posesión del cuerpo y del alma con el personaje, mientras retumban para todos, a modo de satánico estribillo, las palabras «no hay mayor dolor que el amor». Vuelve la actriz del trance al personaje único de Medea para interactuar primero con el coro, su público, al que invita a reírse con ella de la muerte de Creúsa y Creonte, y después con sus hijos en escena, hechos luz en vida y oscuridad total cuando les da muerte.
Y todo ello recorrido por la intensidad y modulaciones de la lectura; las miradas directas, lentas y pausadas, al auditorio; la traducción escénica de las acotaciones del texto dramático, como la de ese grito de mujer tenebroso, tan inquietante cuando se traslada sólo dicho, mirando al público, fijamente, como cuando se hace sonar con el desgarro máximo hasta el silencio que duele y ruge más que el propio grito; la expresividad del rostro de la actriz, que consigue iguales efectos ya sea desde la inexpresividad de unos ojos que congelan el alma hasta el estado enajenado y fuera de sí, enloquecido y transido, de su mirada y de todo el cuerpo; los movimientos en escena, de los más bruscos, como la dramatización de la invocación, que alertan del trance del personaje y de la actriz para entrar o salir del mismo, hasta los más delicados y poéticos, como el abrazo al aíre de Medea a las luces que son sus hijos. Todo un despliegue del arte de la interpretación, desde luego.
Este montaje dirigido por Andrés Lima supone un honesto homenaje al personaje complejo y trágico de Medea, víctima y verdugo, humano y diabólico a un tiempo; al teatro que nace y se hace desde las mismas pasiones, que irrumpen en escena para quedarse, haciéndose voz, cuerpo, emoción y sentimiento; y a la grandeza y esfuerzo del más puro trabajo actoral, del que Aitana Sánchez-Gijón supone un buen ejemplo, pues supera creciéndose cada uno de los retos escénicos que le exige la dramatización del personaje y este íntimo montaje. Todo ello en conjunto, un intenso placer teatral, absolutamente recomendable.
Rosana Llanos López es profesora especialista en teatro
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