El pasado lunes 10 de diciembre se celebró en la sala La Salvaje de Oviedo, organizado por la Cátedra Leonard Cohen de la Universidad de Oviedo, un recital homenaje a Leonard Cohen, en el que participaron los colaboradores de LaEscena Chus Fernández y Fernando Menéndez, además del traductor y poeta Alberto Manzano y del músico y escritor Pablo Moro.

A continuación reproducimos los dos textos que aportaron Chus y Fernando al recital.

L.C.
Chus Fernández

Escucho y pienso en un ascensor abierto en una planta cualquiera, y nadie en el ascensor, ni en la planta. No concibo homenaje sin renuncia, ni renuncia sin entrega; es carencia todo exceso, toda extravagancia camino hacia un centro que se presuponía interior. En la voz, no en el habla, hay algo vinculado a la agonía. Leemos porque necesitamos seguir hablando, porque necesitamos dirigirnos a los maestros, a nuestros otros, para reconocer el propio brillo entre las luces ajenas, el talento no es más que eso: las conversaciones que se mantienen a solas, con uno mismo. Fue suficiente oírle para saber si era uno de los que destinan su último aliento a dar una respuesta o uno de los que prefieren emplearlo en hacer una pregunta. Nos iremos todos de aquí y sólo habremos sacado en claro cuál era la cuota. Me dan miedo los que ríen porque han olvidado, porque al hacerlo se disculpan o paladean su victoria sobre nosotros, los demás, los que necesitamos vencer para acabar en tablas. Los viejos no somos egoístas sino consecuentes, vulnerables, y al mismo tiempo más fuertes de lo que esperábamos, el hielo cuando todavía no es hielo pero ha dejado ya de ser agua. ¿Nostalgia? Pues claro, pero no por el pasado, sino por el tiempo en que se tenía fe en el futuro: algo excesivo, innecesario para todos, salvo para uno, como un ademán. Creí que estaba saludando, tal vez sólo intentara ajustarse su sombrero, también el viento quiere dejar su firma, eso lo convierte en una más de las muchas cosas que pueden asustarme.

Se agota la noche y no hay trance, por qué iba a haberlo si cercenó ya la experiencia la rosa, si fue un vislumbre lo que otros llamaron templanza. Más que aplomo, lo ganado vino a ser descreimiento, una forma honorable de la decepción, hablo por mí, ¿por quién si no iba a hacerlo? La elegancia es la herida del arrogante, el compensatorio brillo de la decadencia común y que sólo unos pocos merecen, una virtud exclusiva de la lentitud, de la derrota y también de la distancia, ese afecto que se desprende de cualquier cosa que esos pocos hacen y del que no son conscientes.

¿Cuándo termina uno de rendirse? Deben ser grandes las guerras para que otros las recuerden; los gestos, pequeños. De lo contrario, no existirían los sombreros, ni sentiríamos lo que sentimos al controlar el balón con el pecho. El insomnio es un agujero en un agujero pero qué sueño no desea ser aplazado. Las oraciones forman parte de la noche, estés como estés por la mañana. Una cruz no nos necesita para ser un trozo de madera pero un trozo de madera sí nos necesita para ser una cruz. El dolor es la más lograda devoción por uno mismo porque a todos los demás excluye, el asedio perfecto porque avanza de dentro hacia dentro. Tuvo que ser su corazón fruta aún dulce sobre la que alguien se elevara para dejarse caer. No es tan distinto el pensamiento: le ofrece la palabra a la voz sólo para tener algo desde lo que poder impulsarse. Si se sentía él así, cómo habremos de sentirnos nosotros, que sólo estamos aquí para prolongarle.


LAS PEQUEÑAS CAJAS

Fernando Menéndez

Querido Bloom,

Sé por Tavares lo que piensas: en un mundo donde existe la música no deberían existir los mendigos. Sé que no eres un ingenuo, que no ignoras que la realidad se empeña en llevarte la contraria a diario y a todas las horas.

Pero un propósito  no puede ser rebatido porque es un deseo sin cumplir.

Pienso, por ejemplo, en las canciones: esas cajas pequeñas en las que se guarda el hálito de la memoria o de un desvelo. Cajas con formas diversas y a veces contradictorias. Cajas austeras, recargadas, elementales, imprescindibles. Cajas que en las manos de Leonard Cohen labradas por el tiempo tienen la forma exacta de lo que exige cada momento: un himno, un deseo, una pena, una desesperación.

Las cajas que yo abrí, siempre con sumo cuidado y expectación poco antes de que se fuera, eran oscuras y resignadas pero con el poso optimista del que vivió todo lo que supo y pudo.

Si uno pudiera escoger su despedida, ya sé que es una idea un tanto ilusa para estas alturas, pero si pudiera, eligiría «Despacio», la canción de Cohen que abre el álbum «Problemas populares». Es difícil, por no decir imposible, decidir quién escribirá mi futura biografía  si se diera el caso, pero Cohen lo ha hecho por mí en los cuatro versos de esta estrofa:

«No es porque sea viejo
Ni porque esté muerto
Siempre me gustó despacio
Es lo que decía mi madre»

Para quien hace de la lentitud su respiración, Cohen siempre estuvo ahí, ralentizando con sus canciones lo que el mundo devora, acelera o simplemente saca de quicio.

Una vez le dije a un músico, a quién si no, que una buena canción es siempre una buena noticia. Y además tengo una amiga cuyo máximo deseo es vivir dentro de una canción.

Querido Leonard, querido Bloom,

No descarto la posibilidad de que donde ahora hay mendigos, haya mañana sauces y olivos. Como tampoco descarto que un corazón, aparte de soportar sofocos, arritmias y desengaños, pueda batir sus alas como esos pequeños pájaros de cada día que son el gorrión,  el colibrí y el ruiseñor.

No lo descarto.

Llegaré cuando llegue, has dicho, no necesito un pistoletazo de salida.

Como en tantas ocasiones he de darte la razón, esperar que así sea.