Tristán Ulloa y Alicia Borrachero durante la representación. / PTC

[Publicada originalmente el 10 de octubre de 2016 con motivo de la representación en Avilés de Tierra del fuego].

Este pasado viernes llegó al teatro Palacio Valdés de Avilés Tierra del fuego, la propuesta del director argentino Claudio Tolcachir del texto del también argentino Mario Diament, montaje que ahora está de gira por toda España después del éxito cosechado tras su estreno el 11 de marzo en el Teatro Central de Sevilla y su estancia prorrogada en las Naves del Teatro Español en el Matadero de Madrid.

La obra cuenta la historia de una mujer, Yael, que 23 años después de sufrir un atentado, en el que recibe un disparo y ve morir a su compañera y amiga, decide visitar al terrorista que les disparó y que cumple condena en una cárcel de Londres. Necesita saber por qué lo hizo para así intentar comprender algo más de todo el conflicto entre israelíes y palestinos, y por extensión de todos los conflictos que como éste se mantienen en el tiempo porque como ella misma señala «es más fácil el odio. El amor es un trabajo». Y eso es lo que esta mujer hace, trabaja: acerca posturas, intentando conocer y saber más, dando la oportunidad al otro de hablar, de dialogar, a pesar del dolor que supone y de tener que enfrentarse a la incomprensión de los que no pueden vivir la misma situación si no es desde el odio. A medida que ella conoce a Hassan el-Fawzi, su historia y su contexto, las posturas de ambos se acercan, al menos en lo que toca a los sentimientos que les unen como seres humanos.

El punto de partida del montaje es el texto dramático escrito por Mario Diament, que combina a la perfección las dos pasiones de este dramaturgo, hombre de teatro y hombre de periodismo; escritor de cuentos, novelas y ensayos sobre temas similares, y afamado periodista que trabajó como corresponsal en Estados Unidos, Europa y Oriente Medio, y vivió la Guerra del Yom Kippur en 1973 entre árabes e israelíes para La Opinión. Pero como el propio autor reconoce, aunque no sea un texto extraño para alguien que dice de sí: «soy judío, soy periodista, tengo preocupaciones humanistas, conozco la religión y a su gente», la idea de escribir esta obra surgió de la necesidad de contar una historia de ficción pero inspirada en una historia real, la de la israelí Yulie Cohen, víctima de un atentado terrorista en el que perdió a su mejor amiga, pero que 20 años después siente la necesidad de reunirse cara a cara con el terrorista, palestino, y termina colaborando en su excarcelación, en contra de la opinión de su familia y la sociedad israelí, y realiza incluso un documental que titula «Mi terrorista».

Este poso de verdad que nace de la historia real de Yulie Cohen y que Mario Diament consigue mantener en la historia de ficción de Yael Alón, es uno de los grandes aciertos de la obra. Estamos ante un teatro de ideas, pero de ideas vivas, que aún sangran, y que confronta verdades muy dolorosas de ambos lados. Se habla en escena de cuestiones que parecen haberse convertido en tabú social y se explicitan argumentos de unos y otros tratando de encontrar puntos de encuentro. Así, conviven la justicia histórica de la creación del Estado de Israel tres años después del fin de la Segunda Guerra Mundial y la injusta ocupación de Palestina, que en palabras del autor «le hace tanto daño a los palestinos como a los israelíes y desnuda la mediocridad y la corrupción de los dirigentes de ambos lados, incapaces de quebrar el círculo vicioso de la violencia».

Tierra del fuego es una obra difícil y arriesgada, pero honesta. Y ahí es donde reside su valor. Convierte en material dramático de ficción un asunto tan viejo y actual como real, y lo consigue sin tomar partido, contando sólo lo que es cierto. Este equilibrio tan importante para que la obra funcione se logra en gran medida desde la configuración de los personajes, construyendo personas que actúan desde una historia, un contexto, unas situaciones determinadas, y que cuando hablan dicen su verdad. El público logra conectar con todos los personajes porque entiende que todos desde su perspectiva particular tienen razón. El espectador no puede elegir entre buenos y malos, entre israelíes y palestinos, entre un «ellos» y un «nosotros», porque todos los personajes hablan desde su verdad y los comprende a todos. Y eso se logra cuando se pasa de las ideas y argumentos a los sentimientos, cuando el diálogo se convierte en teatro, al poner el foco en que todos ellos, por encima de sus religiones, nacionalidades, historias, son seres humanos que en lo profundo sienten igual, incluso los que caen en la violencia inhumana presos de unas circunstancias. En este contexto, tan verosímil es que Hassan el-Fawzi sienta que «la violencia no arregla nada. Es responder a una injusticia con otra injusticia», como que Yael lo perdone al sentir que es el único modo de avanzar y de construir un futuro mejor.

Desde luego todo sería más fácil si los humanos obrasen desde lo que sienten. Y esta ficción dramática nos ofrece precisamente la posibilidad de vivir como posible lo que sería deseable y más humano en la realidad. Por eso este teatro no es sólo teatro de ideas, sino también de acción. Es una obra y una puesta en escena que no se conforma con mostrar que el diálogo es posible, sino que busca ofrecer una solución o al menos el camino por el que transitar hacia ella. Y ese camino es difícil porque como dirá Mario Diament «la paz requiere mucho más coraje que la guerra» o en palabras de Yael, como ya se ha mencionado, «es más fácil el odio. El amor es un trabajo».

Este camino es el que transitan los dos protagonistas de la obra pero también otras muchas personas anónimas que trabajan por la paz y se salen de los estereotipos, que no ocupan las noticias informativas sobre Oriente Medio pero que no por ello dejan de existir. «Hay una gran variedad de agrupaciones palestino-israelíes que trabajan en común por la paz. Hay organizaciones de soldados y veteranos de guerra israelíes que desafían y denuncian acciones del ejército en territorios ocupados», señala Mario Diament. Su texto, y los montajes que de él se van haciendo, supone también un apoyo a los que han sentido que ese debe ser el camino.

Y esa verdad de la historia y del texto, su honestidad, y el equilibrio de sus ideas, consiguen tener pulso y vida, y convertirse en teatro auténtico y en sentimiento, gracias al trabajo del director de esta propuesta escénica, Claudio Tolcachir, quien consigue alumbrar el texto de Mario Diament e incluso hacerlo crecer al sumarle el valor de lo poético. Toda su dramaturgia y buen hacer se ponen al servicio de la historia, una historia que provoca reflexión, diálogo, conversación, pero que también puede provocar rechazos o reacciones vehementes; una historia que seduce al director y su equipo  porque sienten el compromiso con ella («había que contarla») y con un teatro así ahora.

Claudio Tolcachir consigue traducir escénicamente la difícil estructura del texto como una única conversación atravesada por hechos del pasado y del futuro, como sucede con la propia memoria, con la presencia de tres planos temporales superpuestos y con todos los personajes en escena. Dar respuesta a todas las necesidades que esta dramaturgia requiere pasa por un excelente trabajo coordinado entre el propio director Claudio Tolcachir, la escenógrafa Elisa Sánz y el diseñador de iluminación Juan Gómez Cornejo. Esta triada es precisamente el otro gran acierto de la propuesta. El valor poético del conjunto y las dimensiones simbólicas de cada recurso escénico funcionan porque logran contar la historia con verosimilitud, verdad y honestidad, al tiempo que arropan la aridez del protagonismo de la palabra en escena y embellecen y dan calor y color al duro realismo del diálogo. Este montaje consigue desde luego una de las intenciones del autor del texto dramático: trascender el conflicto palestino-israelí y conseguir una proyección universal. Que se hable, desde lo particular de un conflicto, de todos los conflictos en general: los que ya han pasado y los que aún están; los históricos pero también los cotidianos, como los de una relación de pareja que se agota.

Todo el montaje está presidido por un muro, el de las lamentaciones o el que los separa, y que la obra intenta, si no derribar, al menos sí cambiar y reformular en distintos lugares de encuentro. Según se ilumina, el muro puede ser una cárcel londinense, con una ventana pequeña a la derecha y una luz que tiñe todo de un tono grisáceo; o una casa en Israel, con una ventana más grande a la izquierda y una tonalidad más ocre; o un muro sin luz ni ventanas, tal cual es, gris, que despierta la misma frialdad que el vestido azul de la protagonista; o un espacio no codificado, fuera del tiempo, cuando tras una secuencia de cambios rápidos de escenas, se encienden las dos ventanas, y Yael, a la que da vida Alicia Borrachero, habla con todos los personajes a la vez (Ilán, su marido, interpretado por Tristán Ulloa; Gueula Golán, la madre de su amiga muerta, por Malena Gutiérrez; George Walid, el abogado de Hassan, por Hamid Krim, y el propio Hassan el-Fawzi, excelentemente retratado por Abdelatif Hwidar. Todos menos el padre de ella, Dan Alón, al que da cuerpo Juan Calot, que aún no había intervenido).

La mesa es el único objeto que ocupa el escenario (sin contar las sillas que sirven para delimitar y dinamizar las distintas escenas). Una mesa grande que los actores arrastran por el escenario como si fuese la carga que cada personaje lleva y debe mover para acercar posturas, para transitar el camino del encuentro. Una mesa que la mayoría de las veces sirve de lugar de oposición de dos personajes que hablan, de dos posturas encontradas que aún no se encuentran, de clara semiotización de lo que aún no es pleno diálogo pero que comienza a serlo al menos al cumplir con uno de los requisitos del mismo: hacer coincidir en el mismo espacio y face to face a los interlocutores (ella y el preso, ella y la madre de su amiga muerta, ella y el abogado, incluso ella y su padre, o ella y su marido). «Ellos» y «nosotros»; «los árabes» y » los israelíes»; en definitiva, los dos polos de cualquier conflicto.

A medida que la obra avanza, esta función de la mesa va perdiendo fuerza, el ritmo se acelera y la protagonista tiende a ocupar el centro de la escena. No en vano ella es el nexo de unión de todos los personajes, la que siempre se mantiene en diálogo con alguno de ellos, la única que conversa con todos. Por eso se podría decir que unos y otros conversan entre sí en cierto modo a través de ella.

Además, la presencia de los seis actores en escena de principio a fin de la obra, y su buen hacer, es esencial para conseguir agilidad y el efecto comunicativo final de la pieza. Los personajes van progresando también a medida que avanza la representación, van conociéndose, y de la posición más hierática de los que no estaban en posesión de la palabra de la primera parte, se va pasando progresivamente a una interacción silenciosa, de miradas, gestual, afectiva. Cuando algún personaje cuenta algo intenso, el resto manifiesta también gradualmente estar atento, estar escuchando, estar sintiendo lo que se cuenta. En algunas ocasiones (el recuerdo del atentado para Yael, la muerte del hermano pequeño de Hassan, la ruptura del matrimonio o la historia del niño de tres años al que matan por error), estas reacciones se trasladan al espectador en forma de sorda percusión o del plañido desgarrador que nace de un laúd árabe o del oud rasgado por el arco o de la garganta de alguno de los actores. Cuanto mayor es la conexión entre los personajes, y de estos con el público, más diluidas están todas las fronteras, las temporales y las espaciales, en el teatro pero también en la nueva realidad que se reivindica.

Al final de la obra la mesa se convierte en símbolo de otro modelo de diálogo, del verdadero, del que no enfrenta sino que acerca, del que no jerarquiza sino que nivela, y por eso los protagonistas pueden sentarse juntos, uno al lado del otro, y no enfrentados en los dos extremos, reconociendo lo que los une y no centrándose en lo que los aleja.

Este reencuentro con la Historia en mayúsculas y con las historias mínimas se poetiza a través de otro objeto: la bola de nieve que el padre de Yael guardaba del niño de tres años asesinado por uno de los hombres que tenía bajo su mando cuando creyó que su abuelo le daba una granada. Esa bola de nieve, souvenir de Tierra del Fuego, es la misma que Yael le regala a Hassan al final de la obra en restitución del sueño que éste tenía de niño de irse a vivir con su hermano Bashir antes de que fuese asesinado por unos soldados israelíes a esa provincia argentina con su abuelo. La preciosa iluminación final del montaje, que destaca precisamente este objeto, poetiza la posibilidad de pasar de una tierra de fuego real, en conflicto, a la Tierra del Fuego de los sueños.

Rosana Llanos López es profesora, especialista en teatro
rllanoslopez@hotmail.com