El viernes pasado el público del Palacio Valdés de Avilés aplaudió el estreno absoluto de «El Tratamiento», la nueva obra de Pablo Remón, autor del texto y director de esta propuesta que coproducen La_Abducción y Buxman Producciones y el Teatro Kamikaze, y que ya se puede ver en el Teatro Pavón desde el 14 de marzo hasta el 8 de abril.

Este Tratamiento de hora y media de duración, tan necesario como eficaz, tan inteligente como bello, tan poético como real y tan divertido como profundo, es una sesión intensa de teatro completo que cuenta una historia (la de un guionista que persigue el sueño de tener su propia película); que parodia una realidad atroz (la situación de la industria del espectáculo que subyuga los proyectos de cine de autor: “el tratamiento es la pera pero mis jefes me van a decir, ¿dónde está el perro investigador? […] Somos Pescanova y somos hipócritas”); que reflexiona sobre un tema universal (el inexorable paso del tiempo, la dificultad y necesidad de asumir las pérdidas: “¿tú no tienes la sensación a veces de como que has perdido algo muy valioso, algo que no es nada en verdad pero que al mismo tiempo lo es todo?”, y la certeza de la muerte, la ajena y la propia: “Así se muere la gente en la vida real. No con explosiones alienígenas. Se mueren con palabras”; y que convierte en materia teatral un asunto clásico de la poética ficcional (la relación del sueño y el recuerdo con la ficción, y el sentido de ésta en nuestro mundo y para el escritor: “Esto me lo quedo. Esto no me lo va a quitar nadie. Voy a acordarme de todo”; “Hay menos recuerdos que personas. Por eso empecé a escribir, para recordar”). Y El Tratamiento hace todo esto sin renunciar a ser un teatro contemporáneo, que sabiéndose reflexivo e hilarante al mismo tiempo, se muestra sin complejos ni barreras, difícil de etiquetar y encasillar, y arriesga en su forma integrando lenguajes narratológicos, más propios del cine o el audiovisual, en un esquema general eminentemente teatral, del que dan buena cuenta sus cinco actores: Ana Alonso, Francesco Carril, Bárbara Lennie, Francisco Reyes y Emilio Tomé, todos fantásticos en sus diversas y cambiantes interpretaciones.

El Tratamiento es una sorprendente propuesta hecha de retales de vida de unos personajes, de los girones de sus historias personales que explican sus presentes, sin que ni siquiera sus protagonistas sean conscientes de ello; con una materia de texturas muy distintas, en la que se entremezclan elementos de la ficción y de los sueños con la realidad del errático presente, los recuerdos del pasado y los anhelos del futuro.

Es un montaje construido a retazos, que ofrece fragmentos de esas vidas y sus tiempos, con una concepción narratológica muy cinematográfica, que superpone instancias narrativas y narradas (sobre y por personajes que son al mismo tiempo protagonistas y narradores de sus historias), con diálogos y monólogos, de gran fuerza expresiva, mostrando un dominio absoluto del arte de la mímesis teatral pero también de la diégesis más propia de productos narrativos audiovisuales, e incorporando con naturalidad al teatro técnicas tan narrativas como el monólogo interior o el estilo indirecto libre, y midiendo y mimando cada una de las transiciones, tan sencillas y fluidas como previstas, trabajadas y ensayadas, y que se ayudan de la luz de David Benito y el diseño del sonido de Sandra Vicente_Studio 340, para asegurar la comprensión de las escenas y mantener el buen ritmo general de la obra.

¿Y quiénes nos hacen este tratamiento? Los actores que asumen la responsabilidad de su interpretación y que se entregan al proyecto, todos ajustados a la perfección a los más de veinte personajes que representan, siempre expuestos en escena durante lo que dura la obra, y pasando, como también ocurre en la vida, por distintas situaciones y contextos que les exigen adaptarse a un rol, a un personaje, a un tono, a una voz; el dominio del oficio es desde luego imprescindible para que este montaje alcance la altura de su riesgo, y de hecho así queda demostrado por todo el elenco y su director, que perfilan y acaban cada personaje, sin excepciones, tomados todos con igual seriedad compositiva, interpretativa y escénica, concienciados del impacto que tiene cada pieza en este exigente mosaico que es la obra, y sabedores de la importancia de cada cual en el desfile de vidas que se muestra.

Toda la propuesta se ubica en un espacio concentrado, en la caja escénica y en el proscenio, todo a la vista, dividiendo la escena en lugar de acción y lugar de reposo (relativo, como el de una sala de espera para asistir a la vida, en la que los actores entran siendo un personaje y salen siendo otro). Esta división, que convierte a los actores en espectadores de sus propios compañeros, también existe para los tiempos y los espacios, según sea su temporalidad: presente, en el proscenio, o pasado, dentro de la caja escénica, pero siempre dinámicos y cambiantes, plurales como en la vida.

El espacio del tiempo presente y de la acción se transfigura en aula, despacho de reunión, sala de terapia, calle, discoteca, ascensor, consulta médica, balneario, plató de televisión, coche, parque o sala de un cine donde se estrena una película, la película. Y en la caja se espacializa en cambio el pasado de la vida de Martín, cuando se le hace ser espectador de su propia historia personal (su origen, su nacimiento, el abandono de su padre, su visita al Museo del Titanic, su habitación, su vida con Cloe…), y con él, el pasado reciente de nuestra sociedad, al hacer coincidir los hitos de su vida con efemérides como las primeras elecciones de la democracia, las Olimpiadas del 92, la victoria de Aznar en 1996, el ataque a las Torres gemelas de Nueva York…

Estas esferas sólo se entremezclan cuando tiempo después Martín y Cloe coinciden en el balneario y se pasa del presente narrativo al recuerdo, vívido aún, de los dos juntos y enamorados en las escaleras de Roma, o del tiempo de separación y las postales, que se representa en el mismo parque en el que se sienta Martín tras conocer la muerte de Cloe.

 

Ese mosaico múltiple y variado de espacios y tiempos, con sus peculiares texturas, reales, recordadas, soñadas…, entremezcladas o superpuestas, se articula con el telón de fondo de una escenografía minimalista y poética, obra de Mónica Boromello, que amplifica los sentidos de la obra (“Las cosas se van, Martín, y no puedes retenerlas”), pues pone a la vista los objetos ordenados del atrezo de la representación, y de las vidas representadas, que van desapareciendo según pasan por escena. Los objetos del atrezo son también los objetos y recuerdos de una vida, que aparecen ordenados como en una caja de recuerdos y van desapareciendo sin que nos demos cuenta de ello, como sucede de hecho en la vida (“la vida también es un momento”, “un momentito”), hasta que sólo queda en ese museo de objetos, en la posición central, el micrófono de la enunciación, el único ya necesario para contar el cierre y coda de la obra.

Se convierte de este modo el espacio también en medidor del tiempo de la historia y del tiempo de la representación. A la belleza de esta propuesta escenográfica de Mónica Boromello y su valor poético, se une su inestimable valor funcional para espacializar la acción y la espera, y para diferenciar el tiempo presente del pasado. El tiempo de El Tratamiento se sitúa en un tiempo actual, que revisa el pasado de Martín y el de toda una sociedad, en un presente que coincide con el día del estreno del montaje, el 9 de marzo de 2018, en nuestro caso, y del estreno en la función de la película que, después de toda la peripecia y después de toda una vida, la que nos cuenta este texto de Pablo Remón, logra hacer el protagonista de la obra: Martín, ese profesor de guion que presenta su tratamiento de una película, “Pájaros en la meseta”, y va cediendo a todos los cambios inverosímiles que le sugieren a pesar de que éstos la desvirtúen y la conviertan en caricatura de sí misma, “Abducción en la meseta”. Y lo hace por las propias presiones del medio y de la industria del cine, que se parodian, pero sobre todo por una necesidad humana que hace que para él sea más importante tener una película propia que su calidad. Descubrir el por qué de esa obsesión por escribirlo todo y por rodar la película será la base de la intriga de la obra.

Todos los elementos, los retales de vida elegidos, los retazos como se cuentan, el desfile de personajes, el mosaico de espacios y el tiempo presente que se mezcla con el pasado y con los anhelos futuros, y el lugar hermético de la caja escénica que recrea los espacios de una vida y de una película… todo busca que entendamos finalmente por qué Martín escribe (para que no se escapen las cosas) y por qué su deseo de rodar su propia película le hace aceptar los cambios en su tratamiento (para ofrecérsela a su hermano Lucas, fallecido a los trece años: “La he escrito para ti. Me hubiera gustado que la vieras tú. También me hubiera gustado que conocieras a tu sobrino; se llama como tú”).

La clave está en definitiva en la palabra que da título al montaje: el Tratamiento. La obra va de la historia de un tratamiento, el de Martín, un proyecto de película que se va cambiando y alterando en pro de las exigencias del mercado y de la industria cinematográfica, que desnaturaliza su idea primigenia. Pero también va del tratamiento psicológico que necesita Martín para comprender, asumir y superar las pérdidas de su hermano, de Cloe (el amor de su vida), de su padre (que lo abandona siendo niño) e incluso de las víctimas del Titanic, y para comprender las causas y el dolor del hundimiento de aquel Titanic y de todos los otros hundimientos que hay en nuestro mundo. Su tratamiento, el de Martín, es escribir; es lo que lo ayuda a entenderse y a compensar las deudas que en su vida ha ido adquiriendo consigo mismo. Pero también los personajes que aparecen en la obra necesitan tratamientos; cada uno el suyo, porque todos son víctimas de un Titanic, enfermos de lo mismo: de una sociedad cuyos caracteres ellos parodian, enferma como está de sí misma, y que en el fondo luchan por ser aceptados y sentirse parte de este mundo, y no simplemente por ser quienes son, sin más. (“Se acuerda del mendigo, de Cloe, de su hermano… Están todos en el bebé. Y siente que lloran por lo mismo que llora su hijo: porque todo es extraño y ajeno”).

 

La apariencia de continuo psiquiátrico, o de teatro del absurdo, que por momentos se exhibe en la obra, supone una de las claves de su éxito: la presencia constante del humor inteligente y psicológico que trabaja con nuestros miedos y tabús, y juega con ellos (“desde que puedo programar la tecnología, de qué me importa a mí la muerte”). El argumento de la renovada película sobre la Guerra Civil en la que los alienígenas luchan en el bando franquista, el bebé al que se le da voz y analiza su realidad citando a Schopenhauer, el vendedor de telepromociones que se mofa de la muerte, la prima del pueblo que resulta tener una vida de película en la que no falta detalle -hasta había sido chófer de ETA-, el mendigo lúcido para el que “algunos recuerdos son como las tortugas; les das la vuelta y empiezan a andar solos”, o el carácter especial del propio personaje, que en su juventud se sentía como “globo atrapado en un fluorescente” y que de adulto veía a su hijo como “un superviviente del Titanic”, nos hace olvidar incluso al Mickey gigante y terrorífico del inicio del montaje, y a Laura, la que parecía que iba a ser la protagonista, y que luego descubrimos que lo es pero de otro relato, el de Cloe, y quizá de la siguiente película de Martín.

Todos estos excesos y absurdos, motivados en la obra con una voluntad estética, paródica o crítica, son la terapia de choque a la que nos somete El Tratamiento. Porque bien pensado, el tratamiento que supone este montaje de Pablo Remón es también para el público que asiste a la función, que se reconoce en personajes o situaciones, queriendo controlar lo que no puede ser, como Martín, y no queriendo dejar tampoco que las cosas se vayan, que la vida se vaya. Sabiendo la teoría, que la única certeza del ser vivo es la muerte, pero luchando contra ella cada día, reconocemos tanto de nosotros, tanto humano, en el texto de Pablo Remón, que nos asusta y nos hacemos gracia.

Porque la vida, en el fondo, no es otra cosa que un tratamiento de cada una de nuestras películas, del diseño que hacemos de nuestras vidas, que va cambiando y se va dejando hacer en función de los personajes, las acciones, los contextos y el pasado y presente de cada uno. Y El Tratamiento se nos muestra por ello necesario, eficaz, elocuente, divertido y bello para las enfermedades de cualquier ser humano en esta sociedad. Pablo Remón nos trata a todos. Porque todos sufrimos de insatisfacción y cotas de frustración cuando perseguimos algo y no conseguimos materializarlo exactamente como queremos por los impedimentos y exigencias de nuestro mundo. Tenemos precisamente la enfermedad de El Tratamiento: planificar nuestra vida, guionizarla, y luego perseguirla. Pablo Remón y su equipo nos advierten de la necesidad de parar, que en definitiva es de lo que se da cuenta Martín cuando escuchando la vida de su prima, que imaginaba vulgar y en cambio supera con creces no ya la suya sino el guion de su película, se da cuenta de que algo está haciendo mal. Todos vemos ante nuestros ojos cómo la vida se escribe sola y aunque no sea idéntica al tratamiento inicial es la nuestra; mejor o peor, es la película de nuestras vidas.

El Tratamiento no es un canto al conformismo. Para nada. Se explica y se defiende la necesidad de perseguir lo que uno quiere, sin juzgarlo, las ficciones, sueños, anhelos, ilusiones, porque incluso cuando éstas se convierten en obsesivas, si nacen de dentro no hacen sino manifestar una especie de deuda pendiente, casi siempre inconsciente, con nuestro pasado. Los tratamientos de nuestra película nos hacen avanzar hacia nuestra película misma, hacia nuestra vida, y nos ayudan a comprendernos y conocernos. No a todos nos cuentan nuestra vida, como a Martín, y nos invitan a ser espectadores de nuestro propio recorrido vital como si fuese el de otro, pero sí todos tenemos la necesidad en algún momento de hacerlo, de hacer una revisión de nuestra propia historia. Es entonces cuando las piezas de un gran rompecabezas encajan, como lo hacen los retales, retazos, girones, mosaicos… de los que se compone este montaje, y todo se ve de otro modo, con la luz de la verdad y la seguridad de saberse uno mismo.

Este sí es un tratamiento muy necesario en el mundo del cine que parodia la propuesta y en un mundo, donde el consumo, la inmediatez y el espectáculo, hacen de los sueños obligaciones e imperativos, y no necesidades naturales, que generan muchos más juguetes rotos que personas felices.



Rosana Llanos López
 es profesora especialista en teatro
rossllanoslopez@gmail.com