Las metáforas en escena siempre funcionan bien. Se entienden a la primera porque colocan al espectador, desde el inicio mismo de la obra, en un punto de vista narrativo determinado dentro de un contexto dramático concreto. Y más si los elementos que dan significante y significando a lo expuesto nos hablan de lo más natural del ser humano como habitante del planeta Tierra. Así, por ejemplo, en la actuación del pasado 13 de mayo, en el teatro Jovellanos en Gijón, de la compañía de flamenco de Eduardo Guerrero (Cádiz, 1983), uno de los mejores exponentes del flamenco actual. Guerrero también estuvo el año pasado en la tabla gijonesa, lo que certifica que este entarimado sigue siendo el escenario de referencia en Asturias para ver lo mejor del flamenco que se hace y gira ahora por España.
Eduardo Guerrero se llegó al Jovellanos con “Sombra efímera II” y un mensaje claro: tengo tierra, traigo tierra, soy de la tierra, hay que defender tierra como Tierra_planeta. Por eso cuando comienza la obra –tan en consonancia, aunque no lo parezca, con su primera parte (“Sombra efímera”, Sevilla, 2018) y fruto (no debe olvidarse) de sus reflexiones durante el confinamiento– el espectador se carga sin apenas darse cuenta de una poética bailada tan inusual como conocida. Y una se pregunta: ¿cómo es posible eso?
“Sombra efímera II” (Teatro de la Maestranza, Sevilla, 2019) responde, como otras coreografías de Guerrero, a una manera de ver y bailar la vida con todas sus cosas dentro. Ahora el bailaor se pregunta qué estamos haciendo con la naturaleza que –desde dentro– habitamos. Y –metáfora– extiende una gran lámina de papel blanco sobre la tarima, que va adquiriendo volumen a golpe de zapato y giro; una escultura locuaz, la del papel que se rompe y se arruga con el zapateado, percutor de excelencia en los pies del gaditano, para argumentar que algo va mal, que el hombre está haciendo algo mal, y que puede que el futuro esté en quiebra. El papel está siempre en escena. Protagonista omnisciente.
Guerrero pretende lanzar un mensaje de alerta, pero también de esperanza. Y ese papel roto es el clarín de aviso. Árbol, montaña de arena, carbón vegetal, manos manchadas y también zapatos lejanos para dar patente de corso a los pies sueltos. Guerrero es un virtuoso del zapateado. Es tan bueno, está tan bien hecho, que el suelo se convierte verdaderamente en otro instrumento. Pero hay forma y formas de ser virtuoso: serlo por serlo, lo que no conduce a nada, salvo a desarrollismo –que no arte–; y serlo bailando el discurso de las ideas inscritas en la coreografía, el cante y el toque. Esto último es el lay out por el que discurre Guerrero.
En este sentido, “Sombra efímera II” aborda como pocas obras bailadas el acompañamiento a través del cante de Samara Montañez y Manuel Soto y la guitarra de Javier Ibáñez. Ellos tres y Guerrero componen un cuarteto en escena que se compensa y acuerda tan bien en sus explicaciones que es difícil no ver la complicidad. La obra presenta varios cuadros ligados a distintos palos del flamenco (tango, taranto, seguiriya, soleá, fandango) arpegiando sus, a veces, grandes desplantás, en una especie de visión estatuaria, pulida de cuerpo en su desmayo, para interpelarnos sobre lo que estamos haciendo, y que también habla en femenino de la Naturaleza como madre, pero desde la virilidad. Es hermoso de ver ese diálogo entre el bailaor gaditano y sus tres acompañantes, mientras cobran vida parte de los elementos escenográficos, como es la doble visión del ciclo amontañado: el que proyecta la luz, y la montaña de arena, una suerte de metáfora de la fertilidad.
Y los zapatos siempre están unidos a la montaña, al suelo, o bien colgados del cuello del bailaor para evidenciar distintos modos de caminar en su caminar. Porque todo avanza, todo va hacia delante, todo crece en función de ese mensaje de maternidad amorosa. Y la maternidad, la fecundidad manchan, nos llenan de tierra, de carbón, de árbol; en suma, del corazón del planeta.
El bailaor entra en escena cual príncipe shaolin, oriental en su compostura corpórea. (En algunas fotos puede pasar incluso por mongol, pero no por su estilismo, sino por su cara y moño.) Esa ascética, que tanto lo caracteriza, aúna de manera singular su mensaje planetario y biológico. Es muy grato verlo, y novedoso. Es ahí donde nace parte de esa esencia tan bailada como poética, en la que la virilidad antes mencionada se reitera tan masculina como enormemente suave. (Si vieran cómo saludó al final de su representación, con qué clasicismo, pero clasicismo de ballet clásico. Recibió la gratitud del público. Otra forma de mestizaje.)
Bailar Guerrero
Por eso, siempre que se habla de lo que hace encima de una tabla Eduardo Guerrero, se acaba tildándolo de espectacular y cosas similares. Y está bien que se haga. Pero va siendo un tanto manido y, sobre todo, cojo calificar las cosas de su saber bailar con los adjetivos de moda que tanto contribuyen a descafeinar el discurso de la danza como arte.
Y Guerrero es todo lo contrario. A sus 39 años (los cumplió encima de la tabla del Jovellanos), el gaditano ha sabido rellenar un hueco en el flamenco que había quedado huérfano, como en sombra, ausente de esencia y autenticidad, mostrando sencillamente que sabe arrebolarse, dirimirse mientras baila, como quien manifiesta todo el esplendor de una dialéctica cuya base parte del clasicismo y la tradición, pero que se argumenta en un contemporáneo de raíz vernácula, en donde los pies saben y mandan. Forma, fondo y palabra. La explicación de una forma de bailar, y también de estar en escena.
¿Y qué lo hace distinto? Muchas cosas; y aunque sus influencias vienen de alguien como Galván, por ejemplo, su baile es elegantísimo y se colma de una miscelánea tan pura en su envoltura como entendible en su disposición narrada. Si a esa elegancia le unimos la dosis justa de modernidad, la vanguardia que expresa su baile actual, funciona como renglón para una lectura distinta del flamenco; no porque sea rompedor, sino porque sabe cómo enfrentarse –entendido aquí como estar enfrente– y hablarle cara a cara a la tradición sin miedo a ofenderla; muy al contrario, sumándole capas, talento y entendimiento; o sea, evolución. Lo que verdaderamente importa: ir al jondo avanzado.
Y tiene aún más mérito porque lo expuesto se hace sencillo, el bailaor no se lía, no exagera; pista, más que carril, que el flamenco traspasa fácilmente y llega a hacer que el público se identifique con una lectura que, aunque nueva, no resulta nada ajena. Lo que dignifica a un bailaor o a una bailaora es precisamente eso, la honestidad en la exposición de la quiebra interior en la materia litúrgica del lecho bailado de donde cada uno se arranca. Eso siempre sale desde la verdad, del origen mismo de cada uno.

Ficha artística:
Sombra Efímera II, (Teatro de la Maestranza de Sevilla. Diciembre, 2019)
Dirección, baile y coreografía: Eduardo Guerrero
Cante: Samara Montañéz / Manuel Soto
Guitarra: Javier Ibáñez
Director artístico y diseño escénico: Mateo Feijoó
Iluminación: Miguel Ángel Camacho
Música: Javier Ibáñez
Música y letras: Poesía sufí y letras populares
Duración: 70 minutos
Teatro Jovellanos, Gijón. Viernes, 13 de mayo de 2022
Yolanda Vázquez es periodista especializada en danza
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