Las pinturas de Anka Moldovan desprenden una singular belleza a través de sus elaborados valores formales y cromáticos. Se relacionan con una larga tradición técnica que nos lleva hasta los iconos del arte bizantino, donde el óleo sobre madera es soporte germinador de toda creación. Un riguroso trabajo de preparación de los soportes y generosas capas de materia pictórica, incorporan veladuras y transparencias consiguiendo matices sorprendentes.
Son imágenes detenidas en el tiempo que reclaman nuestra atención y activan los sentidos, y donde los efectos lumínicos y las texturas, convierten al tacto en cómplice de la visión.
La densidad matérica que poseen ofrece a la creadora infinitas posibilidades expresivas que despiertan nuevas sensaciones en quien las contempla. Una luz concentrada y envolvente desmaterializa las figuras llevándolas al límite de la abstracción, a la manera William Turner y otros maestros del paisajismo atmosférico. La figura humana, siempre ensimismada y anónima, emerge entre los fenómenos naturales, una densa bruma lo inunda todo evidenciando el espíritu romántico que subyace en sus propuestas.
A la inconcreción formal de las figuras se une la del propio lugar que habitan, las referencias espaciales también se desdibujan, no hay fronteras, y apenas se intuye la línea del horizonte, son ambientes abiertos que transmiten sentimientos encontrados, un canto a una libertad reprimida durante aquel tiempo de confinamiento y que se encuentra en el origen de algunas de estas creaciones, como “La fortaleza”, “La resistencia” y “La compañía”. En la esencia de estos óleos hallamos una manifestación clara de “lo sublime” por la que la condición del ser humano, efímera y fugaz, se halla sometida a los ritmos del universo. En este sentido, la huella asume un significado que, más allá de la impronta irregular depositada en las superficies, es un instante retenido en la memoria que la artista ha dado forma a través de una materia que bucea en nuestro subconsciente.
En los cuadros de Anka Moldovan una pintura evanescente provoca sensaciones referidas a un recuerdo, una cierta atemporalidad habita capas y texturas condensando el ambiente, un espesor silencioso que trasciende y despierta emociones dormidas que fluctúan desde la calidez y cercanía hasta la frialdad y el distanciamiento. Es a través de esta ambigüedad, en un mundo más imaginado que real, desde donde nos hace partícipes de su emoción, compartiendo su mirada, abriendo las puertas a la imaginación y a lecturas infinitas.
Pero también hay una búsqueda interior que se manifiesta especialmente en sus “Islas”, una serie de óleos de formato apaisado y delicadeza formal que nos transportan a la frágil belleza de los dibujos sumi-e, especialmente a la inmensidad de los paisajes del artista japonés Sesshū Tōyō. La quietud y la restricción cromática propician un acercamiento silencioso, se advierte ante ellas esa búsqueda inalcanzable de lo bello y un ansia de libertad que la levedad de la línea del horizonte acentúa. Es en estas obras donde los colores blanco, negro y gris toman protagonismo, es en ellos donde se halla lo esencial de las cosas y se diluyen los misterios de la vida.
«Una mirada compartida», Anka Moldovan
Sala de exposiciones del Instituto Cultural Rumano
Plaza del Cordón 1, Bajo dcha. 28005 Madrid
Hasta el 31 de marzo
Santiago Martínez es profesor de Historia del Arte
saguazo@yahoo.es