El teatro era pequeño y estaba muy cerca del City Hall. Nuestros asientos, a dos filas del escenario, y el cálido hormigueo del vino, que ya comenzaba a ganarme los brazos y las piernas, aseguraban la intimidad de la experiencia. Tan pronto bajaron las luces, animados por un aplauso firme, cortés, como un buen apretón de manos, desfilaron desde la parte izquierda del escenario hacia el proscenio los tres artistas que habíamos venido a ver y a escuchar aquella noche de nieve afilada. Abría el desfile una mujer menuda, elegante, de indumentaria sencilla y práctica. De segundo, en el centro, avanzaba un hombre grueso, calvo, más bien bajito, de barba muy corta y tupida, en ropa de civil: zapatillas de baloncesto, tejanos y una camiseta. Cerraba el trio un segundo hombre, delgado, de pelo gris y, al igual que la mujer, elegante y sencillo; vestía una camisa de manga larga que mi daltonismo tiñó de gris. Una vez en mitad del proscenio, el hombre del medio se desató las zapatillas, se desabrochó los pantalones y se quitó ambas prendas sin titubear. En las risitas del público había más curiosidad que desconcierto. Inmutable, el hombre se quitó la camiseta. Por unos largos segundos estuvo allí en calzoncillos, mientras la mujer le iba pasando las prendas que vestiría durante el concierto: pantalón de paño negro, zapatos de suela, también negros, camisa blanca de puño, chaleco oscuro, también de paño, y por último un terno a juego con un pañuelo blanco en el bolsillo. Ahora sí: con ustedes, señoras y señores, El Niño de Elche. Otro aplauso nutrido y cada músico a su puesto.

Yo no sé si las cosas pasaron en este orden cuando empezó a sonar la música, pero sí sé que el escalofrío no miente. La electricidad reconoce desde adentro. Por el rabillo del ojo, como se debe mirar cuando se quiere ver, miro a mi cuñado, que también me mira por el rabillo del ojo. El melisma microtonal que se abre paso entre el paisaje digital de fondo nos está partiendo el culo, y los dos disimulamos muy bien. Cerramos los ojos, nos esforzamos para que el arrebato no nos doblegue, porque, a pesar de que hay mucho cerebro, ay, mucho, de por medio, el arrebato, la vergüenza ante tanto dolor se filtra y no hay nada que podamos hacer para convertirnos en presas del asombro. Después de aquella entrega inicial, antes de que la música abriera las esclusas, nada tendría que habernos sorprendido, y sin embargo allí estábamos los dos, haciendo maromas invisibles para no derramarnos como cántaros volcados. Ahora es que comienzo a entenderlo: la Antología del cante flamenco heterodoxo, nombre del álbum que presentaba el Niño de Elche en este su primer viaje a Nueva York, nos desnudó a todos. Mi lectura de ese primer gesto fue simple: expongo ante mi público la vulnerabilidad de mi carne desnuda antes de ceñirme el uniforme de cantaor. Para Jordi, melómano y, a diferencia de mí, conocedor del género y de la cultura desde siempre, el gesto apunta, además, a otra cosa: Elche, el mismo de la dama, es el pueblo de habla catalana más meridional de la península, pero no es Andalucía. El Niño de Elche, artista universal, viene de allende los márgenes de una cultura que carga intencionalmente con todos sus símbolos, y así lo ratifica, no con poco orgullo, al transformarse en cantaor fuera del camerino y de cara al público.

Entonces, la heterodoxia: el flamenco, arte al fin, no se restringe a un área geográfica. Trasciende barreras lingüísticas y nacionalistas. Baste como prueba el apellido de Silverio Franconetti, el mismo que da el título al texto que abre las “Viñetas flamencas” del Poema del cante jondo: Entre italiano/y flamenco/¿cómo cantaría/aquel Silverio? Así comienza Lorca a trazar la estirpe de la edad de oro del flamenco. De igual manera, el Niño de Elche nos abre las puertas al flamenco heterodoxo con una farruca en catalán, acompañada solamente por la guitarra de Raúl Cantizano —el tío elegante de la camisa gris—, seguida por una seguiriya en latín, está ya inmersa, hacia el final, en una niebla de tonos oscuros esbozada por las teclas de Susana Hernández, la mujer elegante de indumentaria sencilla.

Toda antología tiene un elemento didáctico y esta que el Niño nos trajo a Nueva York no es un excepción. Cada canción o cada conjunto de canciones tenía su por qué, su historia, y cada uno de ellos era una representación o un comentario de un fenómeno determinado del mundo y la historia del flamenco y hasta de la propia España. El artista, cada vez más a sus anchas con su público —al que solo se dirigió en español—, no escatimó encantos para explicar razones y motivos, desgranar comentarios y subrayar chistes. Hubo momentos de belleza casi solemnes, como el místico Prefacio a la malagueña del mellizo o la Saeta del mochuelo, pero también hubo ratos de ligereza, transmitidos, sobre todo, a través de tangos y rumbas. De hecho, el hilo conductor del discurso fue el humor, quizá la única forma de abordar con seriedad temas como el renacimiento de la amenaza nuclear, Lorca, la influencia de la canción populista latinoamericana en el flamenco o la polivalencia de la palabra olé. Sin duda, hay un móvil intensamente sesudo detrás de la obra del Niño: el concepto dictó, más que aglutinó, la diversidad del material presentado aquella noche. Pero, a diferencia de tantos otros trabajos marcados por una búsqueda conceptual, el ámbito cerebral de la Antología no entorpece el acceso al corazón, o lo que quiera el lector llamarle a eso que reacciona ante la belleza sin necesidad de filtros ni interpretaciones.

Tres fueron los temas que, en mi opinión, llevaron la masa emocional del concierto a su punto crítico. El primero de ellos fue el Fandango cubista de Pepe Marchena. La intención detrás del título, según nos explicó el Niño, era subrayar el arbitrario desatino de la crítica al encasquetar el adjetivo cubista a las piezas de uno de sus artistas favoritos. Sinestesias aparte, erróneas o no, la voz del Niño, apenas un susurro atiplado en esta pieza, hizo que la sala entera alzara el vuelo. Esta vez no me atreví a mirar a Jordi ni con el rabillo del ojo. Pero gracias al Niño, Pepe Marchena es una tarea que los dos tenemos pendientes. El segundo, Deep Song de Tim Buckley, se presentó como una exploración de la idea del flamenco exportada por Lorca y reformulada por músicos como Leonard Cohen y, obviamente, Tim Buckley: Solo soy un hombre en las carreteras de la muerte, martilló el Niño sin cuartel sobre el riff incisivo de la guitarra, llevándonos al limite de lo soportable. La belleza puede —y suele— ser implacable. El tercero, sobre todo por la calidad poética de la temática abordada, fue las Soledades de la pereza. En una ciudad que se ufana de no dormir —mentira: en NYC la gente se divierte cada vez menos para poder trabajar más, para poder pensar menos—, la idea de una “pereza activa” adquiere un cariz particularmente radical. Hay una pereza activa/que mientras descansa piensa,/que calla por que se vence,/que duerme pero que sueña. Con ese bostezo de fondo, un bostezo muy flamenco, me quedo yo. La prisa es un terreno yermo para las ideas, para la creatividad y para la duda. Una sociedad apresurada, puramente utilitaria, es presa fácil de la deshumanización, aunque la máxima calvinista que ve en el trabajo su único fin y recompensa se empeñe en convencernos de lo contrario. Pensar, como nos explica el andaluz Miguel Brieva en uno de los apartados de ese caleidoscópico libro que es La gran aventura humana, es conseguir que esa caótica conversación interna que confundimos con el pensamiento se sosiegue, “que ese caudal informe y abrupto, se serene, se evapore y se cristalice en nubes calmas que se dejan arrastrar por la suave brisa de la duda”. Por eso la pertinencia de estos dos últimos versos de la Soledades de la pereza: Oh, asilo del pensamiento, errante, dulce pereza/mil veces feliz el hombre que de ti goza en la Tierra.

Nuestros aplausos al final del concierto solo lograron un bis del trío; el público embelesado batió las palmas con entusiasmo, pero una tercera parte de los asistentes nunca llegó a la cita. A regañadientes, antes de que nadie viniera a decirnos nada, abandonamos el recinto. Afuera la nieve delgada nos pinchaba el rostro, la brisa nos helaba los huesos y, para colmo, era martes. Jordi y yo avanzábamos sonrientes, invencibles, casi sin tocar la acera. Haría falta mucho más que la crueldad del invierno neoyorkino para borrarnos la sonrisa de la cara.

José Miguel López es escritor y editor