Adrian Borland

… continúan llamándome
figuras del pasado que se mantienen erguidas
voces burlonas que resuenan en los pasillos…
Joy Division, «Dead souls» [1]

Nacho, el «suicida permanente» de Amanece que no es poco, consigue finalmente quitarse de encima su personaje y pasárselo a Cascales, que no es que quiera suicidarse, simplemente quiere un papel, cualquier papel, en la película. Nadie es suicida por gusto o por vocación. Un suicidio es una eutanasia casera, seguramente chapucera y dolorosa en la mayoría de los casos, una solución extrema que solo puede explicarse por un prolongado e insoportable sufrimiento o un estado de desesperación extremo. Existe, sin embargo, una especie de mística del suicidio, asociada a esa frase estúpida, alimentada por la nada escrupulosa industria fonográfica, de «muere joven y deja un cadáver bonito». El panteón de la iglesia del rock está repleto de jóvenes cadáveres icónicos – víctimas, algunos, de los excesos propios del código de comportamiento esperable de una estrella – cuya atractiva imagen definitiva les ha garantizado, tanto (o más, en algunos casos) como el talento musical, la supervivencia en la memoria colectiva. Curiosa deriva del capitalismo escópico [2], que en su vertiente funeraria prefiere el cuerpo joven masculino como objeto de deseo [3], aunque orientado a un consumo unisex masivo, claro.

Como la muerte temprana, independientemente de sus causas, es una realidad de la que cualquiera puede llegar a ser testigo en su entorno, no me parece mala idea que la Historia ilustrada del rock (Litera Libros, 2018), de la que son autores la escritora Susana Monteagudo y el ilustrador Miguel Demano, destinada al público infantil, dedique un capítulo a hacer una semblanza de algunos de los más célebres músicos muertos prematuramente. Se titula, no sé si acertadamente o no, «Cadáveres bonitos». De todos modos, si tuviese hijos o sobrinos de la edad indicada, no desaprovecharía la oportunidad que esa sección del libro ofrece para tener una buena conversación, entremezclada con buena música, sobre una cuestión tan delicada como tristemente posible. Brian Jones, Ian Curtis, Jeff Buckley, Kurt Cobain y Amy Winehouse son algunos de los artistas que merecen una semblanza verbal y plástica en las dos páginas tipo álbum que ocupa el capítulo, con comentarios directos e ilustraciones visualmente elocuentes (Ian Curtis aparece con la soga al cuello y los ojos desorbitados), pero en absoluto estremecedores u ofensivos. Captan la realidad de la muerte de esos jóvenes artistas, sin añadir pizca de sensacionalismo. Consigo verme entablando una conversación con un niño de diez años sobre quiénes fueron, qué hicieron y por qué murieron esas personas que deberían estar disfrutando la mejor de las vidas imaginables en el mejor momento de cualquier vida.

Un ejercicio tan meritorio y bien ejecutado como el realizado por Monteagudo y Demano no podría, naturalmente, aspirar a la exhaustividad. Habría sido, de hecho, desaconsejable. No obstante, alguna ausencia entre los «cromos» del capítulo me ha entristecido casi tanto como la tristeza que ya producen sin más los presentes. Siendo los autores españoles y dirigiéndose el libro en primer lugar a un público de hispanohablantes (aunque ya he tenido en mis manos la hermosa edición portuguesa; Orfeo Negro, 2020), resulta especialmente sensible la ausencia de Eduardo Benavente (Alaska y los Pegamoides, Parálisis Permanente). Benavente falleció en 1983, cuando tenía 20 años, en un accidente de tráfico entre conciertos. En su caso, ni excesos ni desesperación, sino algo así como un accidente de trabajo, que supongo que también puede contar para eso de dejar un cadáver bonito. De hecho, en el libro se comenta la muerte en accidente aéreo, entre concierto y concierto, de Buddy Holly a los 22 años o la de Chris Bell (Big Star) a los 27 en accidente de tráfico [4]. Uno se pregunta de qué habría sido capaz alguien como Eduardo Benavente, que a los 20 años ya había grabado canciones tan rotundas como «Quiero ser santa» o el LP El acto. Queda el consuelo de que una carrera interrumpida, como la suya, haya sido la manera de ahorrarnos el bochorno de la trivialización o el tedio de la repetición.

Sospecho que se deba a olvido o descuido la ausencia de Elliott Smith, muerto en 2003 en circunstancias no aclaradas, pero violentas, a los 34 años. Es casi imposible escuchar hoy la melancólica música de Smith de otro modo que no sea como preludio de su desaparición. Más comprensible es, sin embargo, la de Nick Talbott (Gravenhurst), que seguramente no alcanzó el nivel de popularidad necesario en vida. Talbot murió en 2014, a los 37 años, por causas que la familia no quiso revelar. De todos modos, Talbot, con discos de tan alto nivel como Fires in distant buildings (2005), The Western Land (2007) o The ghost in daylight (2012), merecería entrar en la lista como el que más. ¿Tal vez su cadáver no era lo suficientemente bonito? Algo de eso puede haber. La imagen de Talbot no estaba a la altura de su deslumbrante música. Cosas de la economía escópica. Sin embargo, para quienes lo recordamos, y con mucha frecuencia, no existe imagen más luminosa de Nick que la de su música.

La misma causa puede explicar también la ausencia del gran Adrian Borland en un compendio en el que alguien de su altura musical nunca debería estar ausente. Porque, en el caso de Borland, estamos ante quien realizó una aportación crucial en la transición de las músicas de los setenta a las de los ochenta. En la colección de Monteagudo y Demano se encuentra, cómo no, Sid Vicious. Pero, seamos francos, Sid Vicious no aportó absolutamente nada a la historia y la evolución de la música popular contemporánea. Si acaso, una truculenta historia y, eso, un bonito cadáver, porque, por lo demás, simplemente fue el pelele con el que McLaren intentó prolongar artificialmente la ya de por sí artificial historia de los Sex Pistols tras la espantada del genuinamente talentoso Rotten. Muy pocos necesitarán preguntarme quién fue Sid Vicious (subrayo, una auténtica nulidad musical), pero seguro que muchos sí que se preguntan quién fue Adrian Borland.

Algo más que Adrian Borland, aunque no mucho más, es recordada su banda de los años ochenta, la magnífica The Sound. Los discos de The Sound se han ido reeditando en los últimos años [5], pero sin mayores consecuencias en el reconocimiento del grupo. Sin embargo, creo que sus dos primeros discos, Jeorpardy (1980) y From the lions’s mouth (1981), son en conjunto bastante superiores a los discos de esos mismos años de, por ejemplo, Echo and The Bunnymen (Crocodiles, 1980 y Heaven up here, 1981). Menciono a los Echo por dos razones: en primer lugar, porque siempre han sido el punto de comparación obvio de The Sound; en segundo lugar, porque soy fan incondicional de Ian McCulloch y sus muchachos, lo que implica que he puesto el listón bien alto. ¿Por qué Echo and the Bunnymen son hoy parte indiscutible del canon musical de la década de los ochenta y The Sound apenas conocidos? ¿Por qué cualquiera reconoce a Ian McCulloch como una leyenda del rock (empezando por él mismo, que así se ha definido más de una vez) y Adrian Borland es para tantos un perfecto desconocido que acabó tirándose a las vías del metro de Londres en abril de 1999?

Borland desarrolló una carrera en solitario en los años noventa, con algún resultado tan excelente como, de nuevo, poco conocido. Cinematic (1995), que acaba de ser reeditado, es el mejor punto de referencia para valorarla. A su lado, la carrera en solitario de McCulloch, al que insisto que admiro sinceramente, es de nivel notable bajo. El de Borland era, digamos, nivel Julian Cope en sus mejores momentos. Con todo, algunas de las principales razones por las que el nombre de Adrian Borland debería estar escrito con letras de oro en cualquier historia de la música rock tienen que ver con su historial previo a The Sound. Es común atribuir la autoría del primer LP del punk británico a The Damned, que habrían ganado por la mano a Sex Pistols, víctimas de los devaneos y conflictos con las diferentes multinacionales con que coqueteó McLaren. Sin embargo, el primer disco independiente y verdaderamente punk, es decir, «do it yourself» (aka DIY) del Reino Unido lo firmaron The Outsiders, a cuyo frente estaba Adrian Borland. El disco se llama Calling on youth (1977) y es, como su continuador Close up (1978) excelente. Este simple dato justifica suficientemente la reivindicación de Borland en este texto.

El suicidio de Borland, tras catorce años de severa depresión, ha sido relacionado a menudo con la impotencia por no conseguir alcanzar el reconocimiento que para algunos parecía tan fácil y para él, con todo su talento, una misión imposible. No hace mucho leí, en algún site («sitio», me recomienda FundeuRAE™; sea) que no he conseguido volver a identificar, que el único detalle que marcó la diferencia entre una banda como The Sound y bandas como Echo and the Bunnymen (Ian McCulloch) o The Teardrop Explodes (Julian Cope) fue que la de Borland no daba la altura en cuestión de imagen. Estaba claro para quien decide esas cosas que Adrian Borland no iba a dejar a la industria un cadáver bonito. Lo dicho, cosas de la enrevesada variante funeraria de la economía escópica.

Afortunadamente, quienes no nos conformamos con los productos post-fabricados propios de la industria del disco, con sus absurdas pulsiones escópico-funerarias [6], estos últimos años hemos recibido alguna valiosa recompensa. Por ejemplo, la reedición (2019), por el sello Mad Butcher, del 7” «One to infinity», que The Outsiders grabaron y publicaron originalmente en 1977. O la puesta en circulación (2013), por el sello Genetic Music, del 12” con el material de The Beautiful Losers, un proyecto post-punk del que formó parte Adrian Borland en el arranque mismo de los años ochenta. El disco contiene cuatro piezas, en el mejor estilo de Joy Division o los primeros The Sound, producidas por el propio Adrian Borland. O la reedición del EP «Physical world» (2020), por el sello Reminder Records, que The Sound grabó en 1979. Los dos últimos discos se deben a la iniciativa de Philip King (Felt, Lush, Jesus and Mary Chain), que fue componente de The Beautiful Losers y está hoy detrás de Reminder Records. Adrian Borland está lejos de ocupar un lugar en el imaginario colectivo, pero su memoria, al menos, está en manos (minúsculas, crípticas casi) mucho mejores que las de los cárteles discográficos.

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[1] La traducción es mía [GL].

[2] Eva Illouz. 2020. El fin del amor, Katz. Illouz llama «capitalismo escópico» a la economía centrada en la mirada, particularmente en la mirada masculina. Véase también mi «Waiting for the gift of sound and vision (música, belleza profesional y economía escópica)», aquí, en LaEscena [16.10.23].

[3] Los de Janis Joplin o Amy Winehouse son excepciones que confirma la regularidad del patrón masculino de negocio. Lo comento de pasada en «Nobituairo: Bobbie Gentry (1942-)», también aquí, en LaEscena [01.10.23].

[4] El mismo día que escribo esto, el diario El País publica un artículo de Carlos Marco titulado «Fueron tan buenos, tuvieron tan mala suerte: Big Star, la gran banda de culto» [13.11.23]. ¿Motivo? La gira española de la súper banda tributo The Music of Big Star, con componentes de R.E.M., The Posies, The dB’s y Wilco, con fecha prevista en Gijón [18.11.23].

[5] También sus proyectos paralelo y post The Sound, igualmente dignos de seguir siendo escuchados, Second Layer y White Rose Transmission, y la colaboración de la banda con Kevin Hewick, otra figura tan memorable como poco recordada de la contracultura post-punk.

[6] Creo que el neologismo compuesto adjetival escópico-funerario me hace acreedor del título de Palabrista del Día [13.11.23] no patrocinado por la RAE™.

Guillermo Lorenzo
Dpto. Filología Española, Área de Lingüística General. Universidad de Oviedo