“Reina en la literatura, muerta en la historia”. Así define claramente Virginia Woolf a la mujer. Y lo más triste de esta afirmación no es el hecho de que la mujer esté escondida y muerta en la historia, aplastada por los “grandes hombres” (siempre blancos, por otra parte), sino que es reina de una literatura que ni siquiera es suya, que ni siquiera le pertenece. Una literatura escrita, en palabras de Virginia Woolf, por “agradables ensayistas, novelistas de pluma ligera, muchachos que han hecho una licencia, hombres que no han hecho ninguna licencia, hombres sin más calificación aparente que la de no ser mujeres”. Pero ¿por qué parece que los hombres se sienten mucho más atraídos por las mujeres que las mujeres por los hombres? ¿Por qué es la mujer el animal más discutido del universo? ¿Y cuáles son las consecuencias de que las mujeres hayan sido plasmadas en novelas, ensayos, poemas y obras teatrales a través de la mirada masculina en vez de la suya propia?
Escribir a la contra, por tanto. Desde siempre. Desde Safo, que definió el género lírico y defendió su propio género y sus pulsiones; desde las inexistentes -mejor innominadas- escritoras de la Edad Media; desde Teresa de Jesús y sor Juana Inés de la Cruz, que encontraron su espacio fuera de los muros de la clausura y de los muros de la escritura de los hombres; desde Emilia Pardo Bazán, que se hizo fuerte sin excusas; desde las poetas que no conforman la Generación del 27 por ser mujeres; desde las mujeres que han desaparecido del Boom latinoamericano. Y esto por hablar solo de la literatura en español. Porque si hablamos de la literatura en inglés la propia Virginia nos ha mostrado su “filiación” y su “afiliación” (en el sentido que Edward W. Said da a estos conceptos) con autoras y obras que son fundamentales en su ensayo porque lo vertebran. Estas obras van apareciendo a lo largo de la obra como pivotes en torno a los cuales Virginia desarrolla sus ideas: los poemas de Lady Winchilsea, las obras teatrales de Aphra Behn, las novelas de las cuatro grandes novelistas (Jane Austen, Emily Brontë, Charlotte Brontë y George Elliot), y Mary Carmichel con La aventura de la vida.
Encontrar un espacio para la escritura es una manera simbólica de encontrar una voz. Y encontrar los recursos económicos para sostener esta vocación y este oficio [1] es el único medio para evitar la dependencia. Ampliados los estrechos márgenes de ese canon masculino controlado por ideologías dominantes, las voces propias, múltiples y variadas podrán encontrar también su espacio.
Cuando Virginia Woolf lanza al mundo su alegato a favor de una habitación propia está diciendo no solo que la casa de la ficción tiene muchas ventanas, como escribió Henry James, sino que en esta casa hay un hueco para escribir y para escribirse como mujer. Cien años después, con las múltiples transformaciones sociales, económicas, culturales y educativas, la búsqueda de la habitación propia es más urgente que nunca, aunque la concepción del espacio físico se haya visto vapuleada por la irrupción de las nuevas tecnologías y de las redes sociales. En nuestros días, Remedios Zafra, por ejemplo, habla de “un cuarto propio conectado”, al poner en relación el lugar físico con el ciberespacio y la individualidad. [2]
Reina en la literatura, muerta en la historia
“La única imagen de la mujer plasmada en la literatura es la escrita por los hombres”. De esta manera Virginia Woolf defiende que las mujeres nunca han tenido la oportunidad de representarse a sí mismas en la literatura, siempre han hablado por ellas los hombres, como si supiesen ellos qué es ser una mujer mejor que las propias mujeres. Además, se les ha representado solamente de dos maneras, solamente dos imágenes se han ofrecido sobre ellas que son la misma, son la cara y la cruz de la misma moneda machista. La primera imagen ha sido la de la “mujer ángel”. Esta mujer es pasiva, dócil, de belleza angelical que además posee un fuerte instinto maternal y carece de personalidad ya que esta va ligada al varón que siempre la acompaña. La segunda imagen es la de “mujer demonio”. Esta mujer es sexualmente atractiva, independiente, con personalidad fuerte, pero siempre mala y perniciosa para el hombre y, por lo tanto, siempre acaba castigada. En la construcción de la sociedad occidental las dos visiones son machistas ya que la que podría ser libre e independiente siempre acaba mal por no seguir al varón y la mujer ángel se podría considerar una parte más del varón, como su brazo o su pierna [3].
Por lo tanto, como dice Virginia Woolf, “las mujeres han ardido como faros en las obras de todos los poetas desde el principio de los tiempos.” Pero si la mujer hubiese sido solamente fruto de la imaginación del hombre y la única representación que tuviésemos de ella fuese la de las obras escritas por los hombres, se la imaginaría como una persona importantísima, fuerte, polifacética e independiente. Pero por mucho que se tenga esa imagen en la cabeza, la realidad era completamente distinta, esas mujeres carecían de existencia real. Por eso se denuncia en el ensayo la falta de masa de información ya que no se sabe nada de la verdadera mujer antes del siglo dieciocho. Si eras mujer, tu contacto con el pasado se hacía a través de las madres y las abuelas, eran la única fuente con la que las mujeres podían contar. ¿No resulta penoso?
Además, casi sin excepción se describe a la mujer desde el punto de vista de su relación con hombres. Todos los personajes femeninos eran definidos por uno masculino y sin él estaban perdidas. Pero la visión de la mujer desde el punto de vista de su relación con el otro sexo es una parte tan pequeña de la vida de una mujer… Por eso, cuando llegó Jane Austen con sus personajes femeninos con grandes aspiraciones y sueños, como Elisabeth Bennet en Orgullo y prejuicio o con grandes aspiraciones de libertad como Emma, no fueron bien aceptados porque ¿cómo vamos a dejar que las mujeres crean que pueden ser merecedoras de libertad y autonomía? o ¿cómo vamos a permitir que crean que pueden perseguir sus sueños, viajar, leer o escribir?
Por lo que mi pregunta es, si se hubiese censurado al hombre al igual que a la mujer, ¿qué habría sido de la literatura? Esta se empobrecería de igual modo al que ya lo está hasta un punto indescriptible por todas las puertas que les han sido cerradas a las mujeres. Si solo se hubiese dado una visión única de los hombres, ¿cuál sería la visión hacia ellos en la actualidad? Esa prepotencia y superioridad que predomina en ellos y que sufren las mujeres sería inexistente, pero a estas alturas es inútil realizar hipótesis sobre ello ya que la predominancia del yo masculino en imborrable y las mujeres nunca van a tener la oportunidad de encontrar en las mejores obras de los mejores escritores esa fuente de vida y representación eterna que los críticos aseguran encontrar.
Hombres sin más calificación aparente que la de no ser mujeres.
¿Por qué las mujeres atraen mucho más el interés de los hombres que los hombres el de las mujeres? Conviene recordar de nuevo las palabras de Woolf: “Es extraño y resulta un tanto difícil de explicar que las mujeres, aparte de atraer a médicos y biólogos, atraigan también a agradables ensayistas, novelistas de pluma ligera, muchachos que han hecho una licencia, hombres que no han hecho ninguna licencia, hombres sin más calificación aparente que la de no ser mujeres.” Este hecho posiblemente esté relacionado con la preocupación acerca de la superioridad de las mujeres. Quizá cuando “el profesor” insistía con demasiado énfasis sobre la inferioridad de las mujeres, no era la inferioridad de éstas lo que le preocupaba, sino su propia superioridad. Los hombres pensaban sobre las mujeres y sus pensamientos diferían ya que como no llegaban a entenderlas del todo les daba respeto y miedo a la vez el querer ser superiores a ellas. Aquí es donde entra en la ecuación la imagen del espejo. Pongámonos en el caso de que las mujeres han sido dotadas de espejos mágicos cuyo poder es el de reflejar la silueta del hombre de tamaño doble al natural pero que, si ellas se ponen a decir la verdad, la imagen del espejo se encoge y la robustez del hombre ante la vida disminuye. Por lo tanto, el hombre se tiene que asegurar de que su imagen siempre sea el doble a través de mermar su vitalidad para que esta quede a merced y posesión de ellos. Si ellas no fueran inferiores, ellos cesarían de agrandarse; es el deseo profundamente arraigado del hombre no tanto de que ella sea inferior sino más bien de ser él superior. Así queda en parte explicado que a menudo las mujeres sean imprescindibles para los hombres.
Así, la mujer aparte de quedarse sin representación literaria es menospreciada en todos los otros ámbitos, ya sea la misma literatura, la labor como escritora, el trabajo o la educación. A Jane Austen la llegaron a convencer de que no tenía el suficiente talento como para escribir novelas que fuesen a tener éxito. Y ella les creyó y hubo una época en la que dejó de escribir. El que una mujer con mucho talento para la pluma hubiera llegado a convencerse de que escribir un libro era una ridiculez y hasta una señal de perturbación mental, permite medir la oposición que flotaba en el aire a la idea de que una mujer escribiera.
Las únicas ocupaciones permitidas antes de 1918 eran las de madre, esposa y costurera (se puede añadir cualquier otra afición que no requiera salir de casa o esfuerzo mental intelectual). Durante miles de años, las mujeres han estado sentadas en casa, y ahora las paredes mismas de hayan impregnadas de esta fuerza creadora. Pero este poder creador difiere mucho del poder creador del hombre. ¿No debería la educación buscar y fortalecer más bien las diferencias que no los puntos de semejanza? La educación debería mostrar las similitudes entre ambos sexos y no enseñar a estos solamente sobre sus diferencias que les hacen distanciarse todavía más. No puede ser que cada vez que la educación avance aparezcan tres problemas más. No puede ser que en el siglo veinte siguiese habiendo profesores que dijesen en sus lecturas “cuando los niños dejen por completo de ser deseables, las mujeres dejarán del todo de ser necesarias”. Pero sería absurdo culpar a ninguna clase o sexo en conjunto. Las grandes masas de gente nunca son responsables de lo que hacen, las mueven instintos que no están bajo su control. Aunque si los hombres no le diesen tanto valor a la castidad femenina y a la reducción de su imagen, su efecto en la educación de estas sería diferente y ellas podrían salirse de las diferencias para intentar encontrar similitudes. Las mujeres se han visto relegadas a no ser ellas mismas y a encajar en un molde que era muy pequeño para ellas y en el cual para entrar tenías que despojarte de todos tus sueños y aspiraciones. “Es mucho más importante ser uno mismo que cualquier otra cosa” dice Virginia, pero ¿cómo convences a una mujer del siglo dieciocho de que siga sus sueños y se salga de lo establecido si se tiene que enfrentar no solo a los roles y a la sociedad sino también a ella misma?
Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses
Me parece muy interesante la comparación que hace entre el esclavo ateniense y la mujer acerca de las oportunidades educativas, económicas y de libertad personal. “La libertad intelectual depende de las cosas materiales. La poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad intelectual que los hijos de los esclavos atenienses”. En primer lugar, las mujeres no podían ganar dinero y, en segundo lugar, de haber podido ganarlo, las leyes les denegaban el derecho a poseer ese dinero que hubieran ganado ya que pasaba directamente a manos de su marido y posteriormente a ser posesión de sus hijos varones. En Mujercitas, obra de Louisa May Alcott, hay un momento en el que Amy March, una de las hermanas protagonistas, habla con Laurie, un amigo suyo proveniente de una familia rica, sobre esto mismo, sobre el derecho de poseer cierto dinero, de cómo ella siempre supo que se casaría con alguien rico y de que para las mujeres en aquella época el matrimonio era un contrato económico, no un acto de amor verdadero [4].
Por lo que las mujeres no podían tener como posesión nada, ni siquiera sus propios hijos, ya que al nacer pasaban a ser propiedad del marido también. Esta imagen que explica Virginia es devastadora ya que presenta una mujer despojada de todos los bienes materiales que podrían ayudarla a poder vivir su propia vida independiente. Pero, para no ser demasiado melodramática y volviendo al tema de la mujer en la literatura, la autora presenta dos excepciones a la regla de la “no escritura femenina” y la “no ganancia económica femenina”.
La primera sería la de las “grandes damas solitarias” (como las describe Virginia) con gran poder adquisitivo y económico por parte de sus maridos, las cuales escribían para su propio deleite, sin auditorio ni crítica, simplemente a modo de afición. La segunda excepción según la autora serían las “mujeres obligadas tras la muerte de su marido y algunos infortunios personales a ganarse la vida con su ingenio”. Pero claro, estos son limitadísimos casos dentro de todas las mujeres que no cuentan ni con el dinero ni con el tiempo o el espacio (la habitación propia) para poder escribir. Por eso Virginia anima a todas las jóvenes mujeres a que intenten realizar esas dos acciones que les permitirá vivir en otra realidad, la realidad del escritor les sea o no les sea posible comunicarla.
Mente andrógina: ¿“Mujer con algo de hombre” u “hombre con algo de mujer”?
¿Puede el sexo del novelista influir en su integridad, esta integridad que considero la columna vertebral del escritor? El sexo sí influye en la literatura. Influye en la visión de la sociedad, del mundo, la manera de observar el mundo, la manera de plasmar los sentimientos. Por ejemplo, si comparamos una obra de Shakespeare con una de Austen se podrían apreciar diferencias en todos los aspectos anteriormente señalados. Pero es funesto para toda persona que escribe pensar en su sexo, es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser “mujer con algo de hombre” u “hombre con algo de mujer”, es decir, se debe comprender al otro sexo.
Pero después de tantos años, aunque las mujeres tengan algo de hombre a la hora de escribir, las mujeres escriben como escriben las mujeres, no como escriben los hombres. Solo ellas fueron sordas a aquella voz persistente, aquella voz que no puede dejar en paz a las mujeres, que tiene que meterse con ellas. Las mujeres escriben como mujeres, pero como mujeres que han olvidado que lo son, de modo que sus páginas están llenas de esta curiosa cualidad sexual que solo se logra cuando el sexo es inconsciente de sí mismo. Al lado opuesto del cómo escriben las mujeres se encuentran las mentes andróginas. No es que sean mentes que sienten especial simpatía hacia las mujeres; mentes que defienden su causa o se dedican a su interpretación, sino que quizás la mente andrógina está menos inclinada a esta clase de distinciones que la mente de un solo sexo. La mente andrógina es sonora y porosa; transmite la emoción sin obstáculos. Se podría definir como una mente masculina con elementos femeninos.
Por esto mismo, los libros escritos por mujeres y los escritos por hombres deben ser diferentes, porque el libro tiene que adaptarse en cierto modo al cuerpo ya que, como explica Virginia: “hablando al azar, diría que los libros de las mujeres deberían ser más cortos, más concentrados que los de los hombres y construidos de modo que no requieran largos ratos de trabajo regular e ininterrumpido. Porque las interrupciones siempre las habrá” ¿Cómo escribir una gran novela si no puedes concentrarte por más de cinco minutos por culpa de visitas, tareas impuestas u obligación de esconder tu trabajo por no ser una afición considerada digna por la sociedad?
Jane Austen sentía que había algo vergonzoso en el hecho de escribir Orgullo y Prejuicio. Pero ¿hubiera sido Orgullo y Prejuicio una novela mejor si a Jane Austen no le hubiera parecido necesario esconder su manuscrito para que no lo vieran las visitas? Orgullo y prejuicio es un buen libro así que, si Jane Austen sufrió en algún momento por culpa de las circunstancias, fue de la estrechez de la vida que le impusieron.
Porque las interrupciones siempre las habrá
Todo serán interrupciones y dificultades, prohibiciones y negativas a todas y cada una de las propuestas que se planteen. Esa es la conclusión que saca Virginia Woolf acerca de los intentos femeninos de dedicarse a la literatura: “Cuando leemos algo sobre una bruja zambullida en agua, una mujer poseída de los demonios, una sabia mujer que vendía hierbas o incluso un hombre muy notable que tenía una madre, nos hallamos creo sobre la pista de una novelista malograda, una poetisa reprimida, alguna Jane Austen muda y desconocida, alguna Emily Brontë que se machacó los sesos en los páramos o anduvo haciendo muecas por las carreteras, enloquecida por la tortura en que su don la había vivir. Me aventuraría a decir que Anon, que escribió tantos poemas sin formarlos, era a menudo una mujer” La autora también resalta a todas aquellas personas que prefirieron ser mudas antes de enfrentarse solas a las consecuencias de intentar tener voz. Y no solo eso, también marca claramente que las tres dificultades principales son las de tener una habitación propia, no refiriéndose solamente al espacio físico tranquilo y despejado que reclamaba sino a un espacio mental donde estar las mujeres solas; la de estar privada de pequeños alicientes, es decir, aquellas dificultades materiales enormes que no permitían avanzar a la mujer [5] y dificultades inmateriales peores aún que minaban la moral de estas; y la hostilidad que el mundo parecía tener contra ellas sin motivo aparente [6].
A todo esto, lo único que Virginia tiene que decir es: “Cierra con llave tus bibliotecas, si quieres, pero no hay barrera, cerradura, ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de la mente”, una idea que cualquier mujer de hoy secundaría. También yo.
Claudia G. Morán estudia el Doble Grado de Periodismo y Comunicación Audiovisual en la universidad Carlos III de Madrid y es colaboradora de LaEscena
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[1] Tampoco parece que hayan cambiado tanto las cosas en algunos sentidos, tal y como defiende Remedios Zafra en su ensayo El entusiasmo: precariedad y trabajo creativo en la era digital (Barcelona, Anagrama, 2017).
[2] Así lo explica en su libro Un cuarto propio conectado: (ciber)espacio y (auto)gestión del yo, Madrid, Fórcola, 2010.
[3] Quizá no se deba olvidar que la tradición judeocristiana, a través de los mitos recogidos en la Biblia, hace surgir a Eva, la primera mujer sobre la Tierra, de la costilla de Adán, como se recoge en el Génesis (capítulo 2, versículo 22). Sobre su papel en la introducción del concepto de “pecado” se han escrito innumerables páginas.
[4] En este enlace puede verse la conocida escena de Mujercitas a la que me refiero más arriba.
[5] “Ladies are only admitted to de library if accompanied by a fellow of the college or furnished with a letter of introduction”
[6] “[…] the impression left on his mind, after looking over any set of examination papers, was that, irrespective of the marks he might give, the best woman was intellectually the inferior of the worst man”.